Apareció un menú frente a mí con opciones para entrar en la simulación en distintos puntos y con distintas configuraciones artísticas. Acepté la configuración por defecto y me metí en el experiencial al azar, escogiendo las opciones con gestos de la mano. El casco generaba un campo eléctrico de bajo nivel que mi cuerpo modificaba, lo que le permitía al sistema leer cualquier movimiento a gran escala.
La habitación de Vadim se fue haciendo cada vez más gris, y noté un siseo de ruido blanco en los oídos. El ruido desapareció casi por completo, más silencioso que nunca antes desde que subiera a bordo de la lanzadera. El gris se iluminó y los colores surgieron como fantasmas de entre la niebla.
Estaba en el claro de una jungla y disparaba a soldados enemigos.
Estaba desnudo hasta la cintura, musculado en exceso hasta para un soldado, con pintura de guerra en el pecho y un viejo modelo de rifle de haz de partículas agarrado con una sola mano, mientras que en la otra sostenía una ametralladora de balas más pequeña. Había utilizado aquel tipo de armas antes y sabía que resultaba físicamente imposible disparar cualquiera de las dos con una sola mano, por no hablar de hacerlo manteniéndolas a distancia del cuerpo. Ambas armas resoplaban mientras las descargaba sobre el interminable desfile de soldados enemigos que parecían perfectamente dispuestos a correr hacia mí gritando desde los matorrales, aunque cualquiera de ellos podría haberme quitado de en medio con un solo tiro bien dirigido. Yo también gritaba. Quizá era el esfuerzo de tener que sostener ambas pistolas.
Era ridículo, pero estaba seguro de que había mercado para aquel tipo de productos. Después de todo, también lo había en Borde del Firmamento… y allí ya teníamos una guerra de verdad. Lo intenté con el siguiente.
Aquella vez estaba sentado dentro de un rodador con un marco esquelético y una sola rueda, corriendo por una llanura de lodo con una docena o más de rodadores que intentaban adelantarme por ambos lados. Había entrado con el experiencial en modo interactivo, así que podía girar el rodador y acelerar la turbina. Jugué con él unos minutos, siempre en cabeza, hasta que juzgué mal el ángulo de un banco de arena y perdí el control. Otro coche se estrelló contra el mío y se produjo una carnicería indolora antes de volver a encontrarme en la línea de salida pisando el acelerador. Era difícil predecir si se vendería bien. Podrían tragárselo como un producto exclusivo de Borde del Firmamento o puede que lo encontraran extraño sin remedio.
Seguí probando los demás experienciales, pero los resultados fueron igual de decepcionantes. Dos de ellos eran episodios novelados del pasado de mi planeta: un melodrama sobre la vida de Sky Haussmann a bordo del
Santiago
(lo último que necesitaba) y una historia de amor durante el tiempo en el que Sky fue encarcelado, juzgado y ejecutado, pero en la que Sky era solo un personaje secundario. Los otros dos experienciales eran aventuras, y ambos trataban sobre caza de serpientes, aunque el guionista solo tenía conocimientos superficiales sobre la biología de las cobras reales.
Había esperado algo más, alguna especie de mensaje específico de mi pasado. Aunque recordaba mucho más que al despertarme en Idlewild, todavía había aspectos de mi pasado que no me quedaban claros; cosas que no conseguía definir. Podría haber vivido con esas ausencias si hubiera estado persiguiendo a Reivich por territorio familiar, pero incluso los pocos conocimientos que poseía sobre la ciudad que me esperaba eran incorrectos.
Observé los experienciales que le había quitado a Vadim. No tenían nada escrito, salvo un pequeño motivo plateado cerca de la parte superior. No iba a aprender nada sobre mí mismo, pero al menos me servirían para saber qué entendían por entretenimiento en Ciudad Abismo. Metí uno de ellos. Fue un error.
Esperaba pornografía o violencia gratuita, alguna experiencia humana extrema, pero reconocible como tal. Pero aquello era tan extraño que me resultaba difícil expresar lo que experimentaba y comencé a preguntarme si habría algún tipo de incompatibilidad entre los experienciales y el casco que estuviera estimulando las partes equivocadas de mi cerebro. Pero todo tenía el mismo origen: la habitación de Vadim.
Se suponía que debía ser así.
Todo era oscuro, húmedo, miserable y sentía una claustrofobia terrible, agobiante… una emoción tan intensa que era como si el cráneo me estrujara el cerebro poco a poco. Mi cuerpo estaba mal, era alargado y no tenía miembros, pálido, suave e infinitamente vulnerable. No sabía cómo se creaba aquella sensación, a no ser que el dispositivo estimulara alguna antigua parte del cerebro que recordara lo que era arrastrarse o nadar en vez de andar. Pero no estaba solo y la oscuridad no era tan absoluta como pareciera en un principio. Mi cuerpo ocupaba un hueco caliente y húmedo dentro de un espacio perforado con negros túneles y cámaras laberínticas. Y había otros conmigo, otras presencias pálidas y alargadas. No podía verlos (debían estar en cámaras contiguas), pero podía notar su proximidad, ingerir el flujo químico de sus emociones y pensamientos como si fuera sopa. Y, de algún modo, ellos también eran manifestaciones independientes de mí mismo. Se movían y se estremecían según mi voluntad y yo sentía lo que ellos.
La claustrofobia era total y aplastante, pero también reconfortante. Más allá del duro volumen de roca en el que estábamos atrapados había un vacío absoluto del que huían mis pensamientos. Aquel vacío era peor que la claustrofobia, y lo que lo hacía peor era que no estaba del todo vacío; que el vacío guardaba a unos enemigos terribles, silenciosos e infinitamente pacientes.
Que se acercaban.
Sentí escalofríos de miedo tan terribles que grité y me quité el casco. Durante un instante floté por el camarote de Vadim, sin aliento, preguntándome qué acabaría de experimentar. Aquel sentimiento de inmensa claustrofobia, combinado con una agorafobia aún peor, tardó unos largos segundos en calmarse, como el eco del repique de una horrible campana.
Mis manos temblaban (aunque empezaba a recuperar el control); saqué el experiencial y lo examiné de cerca para prestar más atención al pequeño motivo cerca de la parte superior de la memoria.
Parecía un gusano.
Observé nuestro acercamiento al Cinturón de Óxido a través de la ventana de observación del camarote de Vadim.
Ya sabía algo de lo que me esperaba. Poco después de probar el experiencial perturbador (de hecho, cuando aún me recuperaba de sus efectos), la consola había sonado para anunciar la llegada de una respuesta a mi anterior pregunta. Me sorprendió; según mi experiencia aquellas cosas pasaban de inmediato o no pasaban, y el retraso solo sirvió para enfatizar lo trastornadas que debían estar las redes de datos del sistema.
El mensaje resultó ser un documento estándar y no una respuesta personal. Un mecanismo automatizado debía haber decidido que aquello respondería a la mayoría de mis preguntas; una hipótesis que resultó ser bastante precisa.
Comencé a leer.
Estimado visitante:
Bienvenido al sistema Epsilon Eridani.
A pesar de todo lo sucedido, esperamos que disfrute de su estancia. Hemos recopilado en este documento la información necesaria para explicarle algunos de los acontecimientos clave de nuestra historia reciente. Con esta información pretendemos facilitarle la transición a una cultura que puede ser notablemente diferente de la que usted esperaba encontrar al embarcar en su punto de origen. Es importante que sea consciente de que otros han llegado antes que usted…
El documento era largo, pero lo leí rápidamente, después lo leí con más detenimiento y me detuve en aquellos puntos sobresalientes que quizá me ayudaran en la caza de Reivich. Ya me habían avisado sobre la magnitud de los efectos de la plaga, así que las revelaciones del documento quizá no fueran tan espantosas para mí como lo serían para alguien recién descongelado. Pero resultaba estremecedor verlo diseccionado de una forma tan fríamente imparcial y era fácil imaginarse lo inquietante que sería para alguien que hubiera llegado a Yellowstone en busca de riquezas, en vez de sangre. Estaba claro que los Mendicantes habían decidido no soltarles demasiado pronto estas noticias a sus nuevos cachorros mojados y, sin duda, si me hubiera quedado un poco más en Idlewild me lo habrían comunicado con delicadeza. Pero quizá el documento llevara razón: había algunas verdades que era mejor tratar lo más rápidamente posible, al margen de lo repugnante que resultara la verdad.
Me pregunté cuánto tardaría en adaptarme o si sería uno de los pocos desgraciados que nunca llegaban a efectuar la transición. Quizá, pensé, ellos eran los realmente cuerdos.
A través de la ventana, los hábitats de mayor tamaño pasaron de ser motas indistintas en órbita a asumir formas definidas. Intenté imaginar qué aspecto habrían tenido siete años antes, en los últimos días antes de la plaga.
Antes había diez mil hábitats en el Anillo Brillante, todos opulentos y de múltiples facetas, como una lámpara de araña, todos diferentes entre sí gracias a salvajes florituras arquitectónicas que tenían poco que ver con el diseño estructural y mucho con la estética y el prestigio. Circulaban alrededor de Yellowstone en una órbita baja; aquellas construcciones enormes y majestuosas estaban casi pegadas, pero mantenían una distancia educada con los que estaban delante y detrás por medio de diminutas bocanadas de impulsos correctores. Entre los hábitats se movía un constante flujo comercial a través estrechas líneas de tráfico así que, de lejos, los mismos hábitats parecían entrelazados mediante filamentos de luz con aspecto de oropel. Según el cambiante espectro de lealtades y disputas, los hábitats se comunicaban a través de telares de luz láser con encriptación cuántica, o bien se mantenían en un silencio malhumorado. Estos silencios no eran poco comunes, ya que existían profundas rivalidades entre los componentes de lo que en teoría era el modelo por excelencia de sociedad Demarquista unida.
Entre los diez mil hábitats se podía encontrar cualquier especialización humana imaginable: cualquier habilidad, cualquier ideología, cualquier perversión. Los Demarquistas permitían casi todo, hasta la experimentación con modelos políticos que chocaban con el paradigma subyacente de la democracia absoluta no jerárquica. Siempre que no fueran más que experimentos, los toleraban; hasta los alentaban. Solo el desarrollo y reserva de armamento estaban prohibidos, a no ser que se fueran a usar de forma artística. Y era allí, en el Anillo Brillante, donde el clan más ilustre del sistema, la familia Sylveste, había desarrollado la mayor parte del trabajo que al final la llevó a la fama. Calvin Sylveste había intentado las primeras descargas neuronales desde la Transiluminación en el Anillo. Dan Sylveste había cotejado allí toda la información conocida de los Amortajados; un trabajo que al final lo condujo hasta su propia y fatídica expedición a la Mortaja de Lascaille.
Pero aquello era el pasado remoto. La historia había convertido la gloria del Anillo Brillante en… aquello.
Cuando llegó la Plaga de Fusión, el Anillo Brillante permaneció intacto más tiempo que Ciudad Abismo, ya que la mayoría de los hábitats del Anillo ya tenían eficaces protocolos de cuarentena. Algunos eran tan secretos y autosuficientes que, de todos modos, nadie había entrado desde hacía décadas.
Pero, a fin de cuentas, no eran inmunes.
Solo hizo falta que un hábitat cayera víctima de la plaga. En pocos días, la mayoría de la gente de a bordo murió y la mayoría de los sistemas autorreproductores del hábitat comenzaron a volverse locos de formas que parecían desagradablemente intencionadas. El ecosistema del hábitat se derrumbó herido de muerte. Sin control, el hábitat salió a la deriva de su franja orbital como un trozo de iceberg desprendido. Normalmente, las posibilidades de colisión serían mínimas… pero el Anillo Brillante ya estaba atestado y a solo un suspiro del desastre.
La primera regla de las colisiones entre cuerpos orbitales es que son muy poco comunes… hasta que ocurren. Después, los fragmentos de los cuerpos destrozados se astillan en distintas direcciones, lo que aumenta la probabilidad de otro impacto. La siguiente colisión no tarda mucho en producirse. Y, cuando se produce, el número de fragmentos vuelve a aumentar… de modo que la siguiente colisión es prácticamente una certeza…
En pocas semanas la mayoría de los hábitats del Anillo Brillante quedaron agujereados por los escombros de las colisiones… aunque a veces los fragmentos impactados no bastaran para matar a todos a bordo, también tendían a estar contaminados por restos de la plaga originados en el primer hábitat en caer. Se convirtieron en chatarra orbital, oscuros y muertos como restos de naufragio. Cuando acabó el año, solo quedaban unos doscientos hábitats intactos: principalmente las estructuras más viejas y robustas, revestidas de roca y hielo para hacer frente a las tormentas de radiación. Con las baterías de láser anticolisión alrededor de los cascos, habían conseguido rechazar los fragmentos mayores.
Aquello había ocurrido hacía seis años. Entre tanto, según me había contado Quirrenbach, el Cinturón de Óxido se había estabilizado, la mayor parte de los escombros se había limpiado y agrupado en bultos peligrosos que se habían enviado a la hirviente superficie de Epsilon Eridani. Al menos el Cinturón no seguía fragmentándose. Los remolcadores robot mantenían en su sitio a los cascarones mediante empujones periódicos. Solo unos cuantos habían sido represurizados y ocupados, aunque se oían predecibles rumores sobre todo tipo de facciones siniestras ocultas entre las ruinas.
Todo aquello lo había aprendido en las redes. Pero ver las ruinas por primera vez fue algo totalmente diferente. Yellowstone era una inmensidad ocre que bloqueaba la mitad del cielo; ya era un mundo tangible, como el que yo había dejado, y no solo un disco pálido bidimensional sobre las estrellas. Cuando el
Strelnikov
descendió hacia el hábitat en el que iba a atracar, las siluetas de otros hábitats destrozados cruzaron la superficie de Yellowstone. Estaban retorcidos, destripados, agujereados y llenos de cráteres, evidencia de colisiones titánicas. Intenté retener en la cabeza el número de muertos que representaba el Cinturón de Óxido; aunque la mayoría de los hábitats estaba en proceso de evacuación cuando recibieron el impacto, no debía haber sido fácil trasladar a un millón de personas en tan poco tiempo.