Pensé en la pistola de diamante que le había dado a Amelia, seguro de que no tenía ninguna posibilidad de entrar con ella a Ciudad Abismo.
—¿Eso es todo?
—Piénsalo. Te sería sumamente difícil meter algo en Ciudad Abismo que no se pudiera encontrar ya aquí. No tiene sentido buscar armas… ya tienen muchas así que, ¿qué diferencia supondría una más? Lo más probable es que te confisquen la que tienes y te propongan que compres una actualización como parte del pago. Y no tendría sentido buscar enfermedades. Demasiado complicado y tienes más probabilidades de coger algo aquí que de traerlo de fuera. Hasta puede que unos cuantos gérmenes extranjeros nos hicieran bien.
—¿Nos?
—Les. Un lapsus.
Pasamos por un área bien iluminada con amplios ventanales con vistas al lago. Estaban cargando las cápsulas en el behemoth, y la superficie dorsal de la máquina con forma de manta todavía brillaba con los propulsores que había tenido que utilizar para mantener la posición. Cada vaina se esterilizaba pasándola por un anillo de llamas moradas antes de ser aceptada en el vientre del behemoth. Quizá a la ciudad no le importara lo que entraba en ella, pero estaba claro que al universo exterior sí que le importaba lo que salía de la ciudad.
—Supongo que tendrás alguna idea de cómo llegar a la ciudad desde aquí.
—Por lo que sé solo existe una, el Céfiro de Ciudad Abismo.
Quirrenbach y yo adelantamos a un palanquín que se movía lentamente por el siguiente túnel de conexión. La caja de pie estaba adornada con un bajorrelieve negro que mostraba escenas del vanaglorioso pasado de la ciudad. Me arriesgué a volver la vista atrás cuando pasamos a la lenta máquina, y mi mirada se encontró con los temerosos ojos del hermético sentado dentro de ella: una cara pálida detrás de un grueso cristal verde.
Había criados que caminaban transportando equipajes, pero tenían un aspecto primitivo. No eran lustrosas máquinas inteligentes, sino robots chirriantes, dados a cometer errores y con la sensibilidad de un perro. Ya no quedaban máquinas realmente listas fuera de los enclaves orbitales en los que tal cosa todavía era posible. Pero hasta los toscos criados que quedaban eran claramente valiosos: muestras residuales de riqueza.
Y luego estaban los ricos en sí, los que viajaban sin el santuario de los palanquines. Supuse que ninguno de ellos llevaría implantes de gran complejidad; obviamente, ninguno que fuera susceptible a las esporas de la plaga. Se movían nerviosos, en grupos apresurados, rodeados de criados.
Más adelante, el túnel se ensanchaba y se convertía en una caverna poco iluminada mediante cientos de lámparas titilantes colgadas en la pared. Una constante brisa cálida corría por la sala llevando un olor a aceite de máquina.
Y algo enorme y bestial esperaba en la caverna.
Tenía cuatro juegos de raíles dobles alrededor, a intervalos de noventa grados: un juego bajo la máquina, otro por encima y uno a cada lado. Los raíles se apoyaban en un marco de abrazaderas esqueléticas, aunque a cada extremo de la caverna se desvanecían dentro de unos túneles circulares en los que se agarraban a las mismas paredes. No pude evitar pensar en los trenes del
Santiago
que habían aparecido en uno de los sueños de Sky, asegurados a raíles similares… aunque los raíles del sueño solo eran guías para campos de inducción. Los de la caverna eran distintos.
El tren estaba construido con una simetría cuádruple. En el centro había un núcleo cilíndrico acabado en una proa con forma de bala y un solo faro ciclópeo. Del núcleo sobresalían cuatro filas dobles de enormes ruedas de hierro, cada una de las cuales contenía doce ejes y estaba encerrada en uno de los pares de raíles. Tres pares de enormes cilindros se intercalaban entre cada juego de doce ruedas principales, y cada uno de ellos se conectaba a cuatro juegos de ruedas mediante una desconcertante estructura de pistones relucientes y manivelas engrasadas y articuladas del grosor de un muslo. Una masa de tramos de tuberías serpenteaba por toda la máquina; cualquier simetría o elegancia de diseño que pudiera haber tenido quedaba arruinada por lo que parecían ser salidas de escape colocadas al azar, todas ellas escupiendo vapor hacia el techo de la caverna. La máquina siseaba como un dragón cuya paciencia estuviera a punto de agotarse. Parecía preocupantemente vivo.
Detrás, había una fila de vagones de pasajeros construidos según la misma simetría cuádruple, engranados con los mismos raíles.
—¿Eso es el…?
—… Céfiro de Ciudad Abismo —completó Quirrenbach—. Toda una bestia, ¿verdad?
—¿Me estás diciendo que esa cosa se mueve de verdad?
—No tendría mucho sentido si no lo hiciera. —Lo miré, así que siguió hablando—. He oído que solían usar trenes de levitación magnética para ir a Ciudad Abismo y para salir de las otras colonias. Atravesaban túneles de vacío. Pero deben de haber dejado de funcionar tras la plaga.
—¿Y pensaron que sustituirlos por esto era buena idea?
—No tenían mucha elección. No creo que nadie tenga ya prisa por llegar a ningún sitio, así que no importa que los trenes no puedan ir a la velocidad supersónica de antaño. Un par de cientos de kilómetros por hora es más que suficiente, incluso para viajes a otras colonias.
Quirrenbach comenzó a andar hacia la parte de atrás del tren, donde estaban las rampas que conducían a los vagones de pasajeros.
—¿Por qué vapor?
—Porque no existen combustibles fósiles en Yellowstone. Algunos generadores nucleares siguen funcionando pero, en general, el abismo en sí es la única fuente de energía útil que hay por aquí. Por eso gran parte de la ciudad funciona gracias a la presión de vapor en la actualidad.
—Sigue sin convencerme, Quirrenbach. No das un paso atrás de seiscientos años solo porque ya no puedes usar la nanotecnología.
—Quizá sí. Cuando llegó la plaga afectó a más cosas de las que piensas. Casi toda la fabricación llevaba siglos realizándose con nanotecnología. La producción de materiales; el modelado… de repente todo se hizo mucho más tosco. Hasta las cosas que no usaban de por sí la nanotecnología se habían fabricado con ella; se habían diseñado con tolerancias increíblemente ajustadas. Esas cosas no podían volver a copiarse. No era solo cuestión de adaptarse a cosas un poco menos sofisticadas. Tuvieron que volver a donde estaban justo antes de alcanzar cierta estabilidad para poder comenzar de nuevo la construcción. Eso significaba trabajar con técnicas de metalistería y metales de forjado rudimentarios. Y recuerda que muchos de los datos sobre esas cosas también se habían perdido. Iban a ciegas. Era como si alguien del siglo veintiuno intentara averiguar cómo hacer una espada medieval sin saber nada de metalurgia. Saber que algo es primitivo no quiere decir que sea más fácil de redescubrir. —Quirrenbach hizo una pausa para recuperar el aliento, de pie bajo un ruidoso tablero de información. Mostraba las salidas hacia Ciudad Abismo, Ferrisville, Loreanville, Nueva Europa y más allá, pero solo salía un tren al día que no fuera a Ciudad Abismo—. Así que hicieron lo mejor que pudieron —siguió Quirrenbach—. Por supuesto, alguna tecnología ha sobrevivido a la plaga. Por eso seguirás viendo reliquias, hasta aquí (criados, vehículos), pero suelen ser propiedad de los ricos. Tienen todos los generadores nucleares y las pocas centrales eléctricas de antimateria que quedan en la ciudad. Supongo que el Mantillo será otra historia. Y peligroso.
Mientras hablaba, miré el tablero de información. Me habría facilitado el trabajo que Reivich hubiera cogido un tren a una de las colonias más pequeñas, donde hubiera llamado más la atención y no podría escaparse, pero pensé que era muy probable que hubiera cogido el primer tren a Ciudad Abismo.
Pagamos nuestros billetes y subimos al tren. Los vagones unidos a la locomotora parecían más viejos que el resto y, por tanto, mucho más modernos; los habían recuperado del viejo tren magnético y los habían montado sobre ruedas. Las puertas de iris se cerraron y la procesión se puso en marcha con estrépito, arrastrándose como si caminara para después aumentar la velocidad de forma laboriosa. Se oyó el chillido intermitente de las ruedas al deslizarse; después, el recorrido se hizo más tranquilo y pudimos ver cómo el vapor formaba nubes que íbamos dejando atrás. El tren se abrió paso a través de la puerta de iris de uno de los estrechos túneles; después pasamos a través de una serie de cierres a presión hasta que debimos empezar a atravesar zonas casi al vacío.
El trayecto se volvió silencioso como un fantasma.
El compartimento de pasajeros estaba atestado como el transporte de una prisión, y los pasajeros parecían casi dormidos, como prisioneros drogados que llevaran a centros de arresto. Unas pantallas salieron del techo y comenzaron a repetir anuncios, pero se referían a productos y servicios que seguramente no habrían sobrevivido a la plaga. Cerca de uno de los extremos pude ver a un montón de palanquines, agrupados como una colección de ataúdes en la habitación trasera de una funeraria.
—Lo primero que debemos hacer es quitarnos estos implantes —dijo Quirrenbach tras inclinarse sobre mí en plan conspirador—. No puedo soportar la idea de tener esas cosas en la cabeza.
—Seguro que encontramos a alguien que pueda hacerlo con rapidez —dije.
—Y con seguridad… una cosa no sirve de mucho sin la otra.
Sonreí.
—Creo que ya es un poco tarde para preocuparse por la seguridad, ¿no te parece?
Quirrenbach frunció los labios.
Junto a nosotros, una pantalla nos mostraba el anuncio de una moderna máquina voladora, algo parecido a uno de nuestros volantores, salvo que parecía fabricado con partes de insectos. Pero entonces la pantalla se llenó de estática y apareció una mujer con aspecto de geisha.
—Bienvenidos a bordo del Céfiro Ciudad Abismo. —La cara de la mujer me recordaba a una muñeca de porcelana con labios pintados y mejillas sonrosadas. Llevaba un traje plateado absurdamente elaborado que se curvaba hacia arriba detrás de la cabeza—. Nos encontramos en tránsito por el túnel Transcaldera y llegaremos a la Estación Central en ocho minutos. Esperamos que disfrute de su viaje con nosotros y que disfrute de una agradable y próspera estancia en Ciudad Abismo. Mientras llegamos a nuestro destino, le invitamos a conocer algunos de los lugares más importantes de nuestra ciudad.
—Esto va a ser interesante —comentó Quirrenbach.
Las ventanas del vagón parpadearon y se convirtieron en pantallas holográficas; dejaron de mostrar las paredes en movimiento y nos ofrecieron una impresionante vista de la ciudad, justo como si el tren hubiera atravesado el túnel del tiempo para saltar siete años hacia atrás en la historia. El tren pasaba junto a estructuras de ensueño que se elevaban de forma vertiginosa a ambos lados, como montañas esculpidas en ópalo sólido u obsidiana. Debajo de nosotros había una serie de niveles escalonados, adornados con preciosos jardines y lagos, unidos mediante pasarelas y tubos de tránsito público. Disminuían al adentrarse en una profunda neblina azul, surcada por escarpados abismos llenos de luces de neón, inmensas plazas escalonadas y paredes de roca. El aire estaba lleno del constante zumbido de coloridos vehículos aéreos, algunos de los cuales tenían forma de libélulas o colibríes exóticos. Los dirigibles de pasajeros avanzaban perezosos a través de la multitud; docenas de diminutos juerguistas se asomaban a las barandillas de sus góndolas. Los edificios más altos se erguían sobre ellos como nubes geométricas. El cielo era de un azul eléctrico puro, tejido con la delgada y regular matriz de la cúpula.
Y por todas partes la ciudad se extendía a una distancia terrible, una maravilla tras otra hasta lo que abarcaba la vista. Solo eran sesenta kilómetros, pero podría haber sido una infinidad. En Ciudad Abismo las maravillas parecían capaces de durar toda una vida. Aunque fuera moderna.
Pero nadie había informado a aquella simulación de la plaga. Tuve que recordarme que seguíamos avanzando por el túnel bajo la pared del cráter; que, de hecho, todavía no habíamos llegado a la ciudad.
—Ya veo por qué la llamaban Belle Époque —dije.
Quirrenbach asintió.
—Lo tenían todo. Y, ¿sabes qué es lo peor? Lo sabían perfectamente. Al contrario que cualquier otra edad dorada de la historia… sabían que la estaban viviendo.
—Pues debían de ser bastante insoportables.
—Bueno, el caso es que lo pagaron caro.
Fue más o menos entonces cuando nos bañó lo que en Ciudad Abismo entendían por luz solar. El tren debía haber cruzado el borde del cráter y pasado a través del límite de la cúpula. Corría a través de un tubo suspendido como los que habíamos visto en el holograma, pero aquel tubo estaba cubierto de una suciedad que solo dejaba pasar la luz fugazmente; lo bastante para mostrarnos que pasábamos por lo que parecía una serie de suburbios con alta densidad de población. La grabación holográfica seguía funcionando, de modo que la vieja ciudad se superponía a la nueva como un tenue fantasma. Más adelante, el tubo se curvaba y desaparecía en un edificio cilíndrico de varios niveles desde el que partían otros tubos que recorrían la ciudad. El tren comenzó a frenar al acercarse al edificio.
Estación Central, Ciudad Abismo.
Al entrar en el edificio, el espejismo holográfico se desvaneció y se llevó con él los últimos recuerdos de la Belle Époque. A pesar de toda su gloria, solo Quirrenbach y yo parecíamos haber prestado atención al holograma. Los otros pasajeros habían permanecido en silencio, escudriñando el suelo sucio y chamuscado.
—¿Todavía piensas que puedes hacer lo que pretendías? —le pregunté a Quirrenbach—. ¿Después de lo que has visto?
Él se pensó mucho la respuesta antes de responder.
—¿Quién dice que no? Quizá haya más oportunidades ahora que antes. Quizá es solo cuestión de adaptarse. Pero una cosa está clara.
—¿El qué?
—Escriba la música que escriba en este lugar, no va a animar a nadie.
La Estación Central era tan húmeda como las profundidades de las junglas peninsulares, y tenía tan poca luz como el suelo del bosque. Sofocado, me quité el abrigo de Vadim, lo hice una bola y me lo puse bajo el brazo.
—Tenemos que quitarnos estos implantes —volvió a decir Quirrenbach mientras me tiraba de la manga.
—No te preocupes —respondí—. No se me ha pasado.
Unos pilares estriados soportaban el techo, elevándose como árboles de cobra real hasta introducir los dedos a través del tejado y salir a las tinieblas marrones del otro lado. Entre aquellos pilares había un bazar lleno de gente: una variopinta ciudad de tiendas de campaña y puestos, a través de la que solo pasaban las pasarelas más estrechas y retorcidas. Los puestos estaban construidos o apilados los unos sobre los otros, de modo que algunas de las pasarelas eran túneles iluminados por faroles y tan bajos como para romperse la espalda; así que la gente tenía que andar por ellos encorvada, como si tuviera joroba. Había varias docenas de vendedores y muchos cientos de personas, y muy pocas llevaban consigo criados. Había mascotas exóticas con correa; criados mejorados genéticamente; pájaros y serpientes enjaulados. Unos cuantos herméticos habían cometido el error de intentar abrirse paso a través del bazar en vez de buscar una ruta para esquivarlo, y sus palanquines estaban atascados, acosados por comerciantes y estafadores.