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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (27 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Necesito saber más.

—Entonces pregúntale al sistema en tu habitación. O en la de Vadim, ya que estamos.

—O podrías decírmelo tú.

Él negó con la cabeza.

—No, Tanner. Porque solo sé un poco más que tú. Recuerda que ambos llegamos a la vez. En naves distintas, sí, pero los dos estábamos cruzando el espacio interestelar cuando ocurrió todo. Solo he tenido un poco más de tiempo que tú para adaptarme a los hechos.

Con calma y tranquilidad, le dije:

—¿De dónde vienes?

—De Grand Teton.

Su mundo era otra de las colonias amerikanas originales, como Yellowstone, Yosemite, Glacier y dos o tres más que no podía recordar. Todas habían sido colonizadas por robots hacía ya cuatro siglos; máquinas que se reproducían a sí mismas y que contaban con las plantillas necesarias para construir seres humanos al llegar al nuevo planeta. Ninguna de aquellas colonias había resultado un éxito, todas fallaron tras una o dos generaciones. Algunos pocos linajes podían remontar sus orígenes a los colonizadores amerikanos originales, pero la mayoría de la gente que vivía en aquellos mundos eran descendientes de posteriores olas de colonización, llegadas en bordeadoras lumínicas. La mayoría eran estados Demarquistas, como Yellowstone.

Por supuesto, Borde del Firmamento era un caso totalmente distinto. Era el único mundo que se había colonizado mediante una nave de generación.

Algunos errores no se volvían a repetir.

—He oído que Grand Teton es uno de los mejores lugares para vivir —comenté.

—Sí. Y supongo que te preguntas qué me trajo hasta aquí.

—La verdad es que no. No es asunto mío.

Frenó su búsqueda entre el botín de Vadim. Noté que no estaba acostumbrado a la falta de curiosidad. Seguí con mis investigaciones y conté en silencio los segundos que pasaron hasta que abrió de nuevo la boca.

—Soy un artista —dijo Quirrenbach—. En concreto, un compositor. Trabajo en un ciclo de sinfonías; la obra de mi vida. Eso es lo que me trae aquí.

—¿Música?

—Sí, música… aunque esa pequeña palabra despreciable no consigue resumir lo que tengo en mente. Mi nueva sinfonía será un trabajo inspirado nada menos que en Ciudad Abismo —sonrió—. Iba a ser una pieza gloriosa e inspiradora que celebrara la ciudad en todo el esplendor de su Belle Epoque; una composición rebosante de vitalidad y energía. Ahora, creo que tendrá que ser una pieza mucho más oscura; con la solemnidad de Shostakovich; una obra bajo el peso de la abrumadora comprensión de que la rueda de la historia finalmente se ha dado la vuelta para convertir en polvo nuestros sueños mortales. La sinfonía de la plaga.

—¿Y por eso has venido hasta aquí? ¿Para garabatear unas cuantas notas?

—Sí, para garabatear unas cuantas notas. Y, ¿por qué no? Después de todo, alguien tiene que hacerlo.

—Pero tardarás décadas en volver a casa.

—Un hecho que, sorprendentemente, quedó grabado en mi ser consciente antes de que me lo hicieras notar con tanta amabilidad. Pero mi viaje hasta aquí es un simple preludio que ocupará un espacio de tiempo intrascendente comparado con los muchos siglos que espero transcurran antes de que termine la obra. Probablemente yo mismo envejezca casi un siglo en ese tiempo… el equivalente a todos los años de trabajo de dos o tres de los grandes compositores. Por supuesto, visitaré docenas de sistemas y añadiré otros a mi itinerario conforme vayan aumentando su importancia. Seguramente habrá más guerras, más plagas, más edades oscuras. Y, claro está, tiempos de milagros y maravillas. De todo ello sacará provecho mi gran obra. Y, una vez pulida, cuando ya no me haga sentir totalmente asqueado y decepcionado, probablemente me encuentre en el crepúsculo de mi vida. Simplemente no tendré tiempo para mantenerme al día con las últimas técnicas de longevidad, ¿sabes? No mientras dedico todas mis energías al trabajo. Tendré que limitarme a aceptar lo que esté disponible y a esperar poder vivir lo suficiente para ver terminada mi obra maestra. Entonces, ya terminado el trabajo y reconciliados los toscos garabatos que escriba ahora con el trabajo sin duda magistral y fluido que produzca al final de mi vida, cogeré una nave hacia Grand Teton (suponiendo que siga existiendo) y anunciaré el gran estreno de mi obra. El estreno en sí no tendrá lugar hasta que pasen otros cincuenta o sesenta años, dependiendo del alcance del espacio humano en esos momentos. Eso dará tiempo para que se corra la voz hasta las colonias más distantes y para que la gente converja en Grand Teton para la actuación. Yo dormiré mientras se construye el auditorio (ya tengo en mente algo con el lujo adecuado) y mientras se reúne, cría o clona una orquesta digna del acontecimiento. Y, cuando pasen esos cincuenta años, me levantaré de mi sueño, me convertiré en el centro de atención, dirigiré mi obra y, en lo que me quede de vida, disfrutaré de una fama que ningún otro compositor ha llegado a conocer ni conocerá. Los nombres de los grandes compositores se reducirán a meras entradas a pie de página; no serán más que tenues estrellas embrionarias comparados con el brillo cegador de mi propia conflagración estelar. Mi nombre se dejará oír por los siglos de los siglos como un acorde eterno.

Se hizo un largo silencio antes de que yo le respondiera.

—Bueno, supongo que hay que tener un objetivo en la vida.

—Supongo que pensarás que soy monstruosamente presumido.

—No creo que ese pensamiento haya cruzado mi mente, Quirrenbach. —Mientras hablaba, toqué algo en la parte de atrás de uno de los cajones. Esperaba poder localizar un arma de algún tipo, algo con un poco más de garra que la pistola a cuerda, pero parecía que Vadim no las necesitaba. De todos modos, creía tener algo—. Esto es interesante.

—¿Qué has encontrado?

Saqué una caja de metal negro mate del tamaño de una pitillera y la abrí para mostrar seis frascos escarlata metidos dentro de bolsitas. Dentro del mismo estuche había algo parecido a una aguja hipodérmica de acero ornado, con una empuñadura parecida a la de una pistola, marcada con una cobra pintada en delicado bajorelieve.

—No lo sé, ¿alguna idea?

—No, no exactamente… —Examinó el alijo de frascos con lo que parecía curiosidad auténtica—. Pero te diré algo. No parece legal, sea lo que sea.

—Más o menos lo que yo pensaba.

Cuando alargué la mano para recuperar el estuche, Quirrenbach dijo:

—¿Por qué te interesa tanto?

Recordé la jeringa que se le había caído al monje en la cueva de Amelia. No había forma de saberlo con certeza, pero la sustancia que había visto en la jeringa (aun reconociendo la poca luz de la caverna) se parecía mucho al producto químico del alijo de Vadim. También recordé lo que Amelia me había dicho al preguntarle por la aguja: que era algo que el monje no debería tener en Idlewild. Por lo tanto, algún tipo de narcótico… y, quizá, no solo estuviera prohibido en el hospicio de los Mendicantes, sino en todo el sistema.

—Supongo que esto me podría abrir algunas puertas.

—Puede que te abra más que eso —dijo Quirrenbach—. Las mismas puertas del infierno, por ejemplo. He recordado algo. Algo que oí en el enjambre del aparcamiento. Algo sobre unas sustancias muy desagradables que rondaban por ahí. —Miró los frascos color escarlata—. A una de ellas la llaman Combustible de Sueños.

—¿Y puede que sea esto?

—No lo sé, pero es exactamente el tipo de cosa que nuestro amigo Vadim vendería.

—¿De dónde puede haberla sacado?

—No he dicho que sea un experto, Tanner. Solo sé que tiene unos desagradables efectos secundarios y que las autoridades que queden en este sistema no promocionan su uso… ni su posesión, claro.

—Pero tendrá algún uso.

—Sí… pero no sé qué hacen exactamente con él. Por cierto, ese dispositivo es una pistola nupcial. —Quirrenbach debió de entender mi expresión en blanco—. La costumbre local era que marido y esposa intercambiaran de algún modo materia neural cultivada de sus respectivos cerebros. Usaban esa cosa (la pistola nupcial) para implantársela el uno en el otro.

—¿Ya no lo hacen?

—Creo que no desde la plaga —parecía triste—. En realidad, ahora que lo pienso, hay un montón de cosas que no hacen desde la plaga.

Cuando Quirrenbach se fue con sus ganancias (para meditar sobre la siguiente entrega de su ciclo de sinfonías, esperaba yo), fui hacia la consola de red de Vadim. Por primera vez desde que saliéramos volvía a tener peso, al ejecutar el
Strelnikov
un quemado de impulso, ajustando minuciosamente su caída hacia el Cinturón de Óxido. En algún lugar se oían los gemidos profundos y reptiles de la protesta estructural, y no pude evitar preguntarme si habría escogido el viaje en el que finalmente el casco de la nave pasara a mejor vida. Sin embargo, en aquellos momentos los gruñidos y crujidos se fundieron con el ruido de fondo normal de la nave y fui capaz de concentrarme en lo que tenía entre manos.

La consola parecía de anticuario, como algo de lo que los niños se reirían en un museo. Tenía una pantalla plana rodeada de controles en relieve con iconos desgastados y un teclado alfanumérico bajo ella. No sabía cuál era la tecnología punta alrededor de Yellowstone, pero aquello no llegaba ni siquiera al estándar de Borde del Firmamento.

Tendría que valer.

Encontré la tecla que encendía la consola, la pantalla balbuceó una serie de mensajes de calentamiento y anuncios antes de mostrar un complejo árbol de opciones. Los servicios de datos de la nave. Redes a tiempo real… la red de corrientes de datos a solo un par de segundos luz del
Strelnikov
, de modo que se podían establecer conversaciones normales. Las redes de sistemas lejanos, con desfases típicos que iban de segundos a decenas de horas, según la complejidad de la pregunta. No existía ninguna opción explícita para acceder a las redes con tiempos de respuesta mayores que eso, lo que tenía sentido: cualquier pregunta enviada fuera de los hábitats del sistema del cinturón de Kuiper hubiera generado una respuesta mucho después de que el viajero hubiera desembarcado al final del viaje.

Introduje la opción para entrar en las redes de sistemas lejanos y esperé unos cuantos segundos mientras la pantalla se llenaba de más anuncios. Apareció un árbol de submenús. Noticias sobre la llegada y la salida de naves estelares, incluida la entrada del
Orvieto
. El sistema de Yellowstone era todavía un bullicioso núcleo interestelar, lo que también tenía cierto sentido. Si la plaga había comenzado en la última década, muchas naves ya estarían de camino hacia allí. Harían falta décadas para que las noticias de la plaga llegaran a la mayor parte del espacio colonizado por los humanos. Hojeé las opciones.

Las redes de sistemas lejanos transportaban el tráfico de las comunicaciones hacia y desde los hábitats en órbita alrededor de los gigantes de gas del sistema; solían ser estaciones mineras y puestos avanzados para las facciones más solitarias. Había nidos de Combinados, enclaves de Secuestradores Celestes e instalaciones militares o experimentales semiautomatizadas. Busqué sin éxito cualquier referencia a la plaga. De vez en cuando se hablaba de procedimientos de contención o de gestión de crisis, pero parecía como si la plaga (o sus consecuencias) se hubieran convertido en un aspecto tan fundamental de la vida que casi no hacía falta referirse a ella.

Las redes locales me dijeron algo más. Al menos un par de veces logré encontrar referencias a la crisis por su nombre, y supe que le habían dado uno específico y escalofriante: la «Plaga de Fusión». Pero la mayoría de los mensajes asumían una familiaridad total con los hechos básicos de la plaga en sí. Había referencias a los Herméticos, a la Canopia y al Mantillo; y, a veces, a algo llamado el Juego, pero no se explicaba ninguno de los términos.

Pero yo ya había oído hablar de la Canopia. Allí era donde Amelia me había dicho que tendría más posibilidades de encontrar a Reivich. Era un barrio de Ciudad Abismo.

Pero ¿me habría contado ella menos de lo que yo pensaba?

Puse la consola en modo de envío y redacté una pregunta sobre la plaga; una petición de información general para recién llegados. No me podía creer que fuera el primero en querer tal información antes de meterse de lleno en el Cinturón de Óxido, pero también era del todo posible que nadie se molestara en responderme o que no hubiera ningún sistema automatizado de gestión operativo.

Envié mi pregunta y me quedé mirando a la consola durante unos segundos. La pantalla me devolvía la mirada, sin cambios.

No llegaba nada.

Decepcionado y sin haberme acercado más a la verdad, metí las manos en los bolsillos del abrigo de Vadim y saqué el dispositivo de reproducción que me había escondido. El dispositivo casi se montaba solo, las esbeltas piezas negras encajaban con la agradable precisión de los componentes de un rifle. El resultado era un casco negro esquelético lleno de generadores de campo y puertos de entrada, adornado con luminosas cobras verdes y rojas. Un par de oculares estroboscópicos se desplegaron del frontal del casco; los bordes estaban formados de un material que se adaptaba automáticamente a la piel que rodea los ojos. Tenía un par de auriculares que funcionaban de forma similar, y hasta piezas nasales para entradas olfatorias.

Sopesé el casco y después me lo coloqué en la cabeza.

El casco se agarró con fuerza a mi cráneo, como un potro de tortura. Los pequeños oculares se colocaron en su sitio y se me pegaron alrededor de las órbitas. Dentro de cada uno de ellos había un sistema de imágenes de alta resolución que en aquellos momentos me mostraba la misma vista que vería sin el casco, salvo por una cierta y probablemente deliberada granulosidad. Para ver mejor, hubiera necesitado implantes neuronales y un sistema de reproducción más sofisticado, algo que pudiera comunicarse con las señales cerebrales y ajustarse con la sutileza de un rastreo militar.

Abrí mi maletín.

Dentro estaban los experienciales que me había llevado de Borde del Firmamento, todavía envueltos en plástico claro. Quité el plástico y examiné las seis memorias de tamaño bolígrafo, pero no había nada escrito en ellas que me proporcionara una pista sobre lo que contenían. ¿Era simplemente mercancía para vender o contenían mensajes sobre mí de mi yo pre-amnésico?

Había un puerto en la frente del casco en el que se insertaba la punta metálica del experiencial, de modo que sobresaliera como un fino cuerno. Cogí el primero de los seis y lo metí en su sitio.

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