Nuestro hábitat tenía forma de cigarro puro y giraba en torno a su eje para obtener gravedad, como Idlewild. La hermana Amelia me había contado que el lugar al que íbamos se llamaba Carrusel Nueva Vancouver. Tenía un caparazón de hielo, casi todo de color gris sucio, pero con algunos parches con acres de hielo nuevo y brillante usado para reparar lo que supuse serían impactos recientes. Giraba en silencio y su piel desprendía una docena de perezosas volutas de humo, como los brazos de una galaxia espiral. Había una enorme nave espacial unida al borde, con forma de manta raya, y decenas de diminutas ventanas que rodeaban los filos de las alas. Pero el
Strelnikov
se arqueó hacia uno de los extremos del puro y una tríada de mandíbulas se abrió para recibirlo. Avanzamos hacia el interior de una cámara con paredes cubiertas por un laberinto intestinal de tuberías y tanques de combustible. Vi otras lanzaderas afianzadas en los módulos de aparcamiento: dos lustrosas balandras atmosféricas que parecían flechas verde botella y un par de naves que podrían ser primas de nuestra lanzadera, llenas de ángulos romos y componentes de motor al aire. Había figuras con trajes espaciales pululando alrededor de las naves con cables umbilicales y equipos de reparación. Unos cuantos robots trabajaban en tareas de reparación de cascos, pero la mayor parte del trabajo la realizaban humanos o animales de bioingeniería.
No pude evitar recordar mis temores iniciales sobre aquel sistema. Esperaba entrar en una cultura muchos siglos por delante de la mía en casi todos los aspectos; un campesino a trompicones entre maravillas caleidoscópicas. En vez de eso, me encontraba ante una escena que bien podía haber pertenecido a mi propio pasado… algo de la era del lanzamiento de la Flotilla.
Atracamos con una sacudida. Recogí mis pertenencias (incluidas las cosas que le había quitado a Vadim) y me dispuse a arrastrarme nave arriba hasta la salida.
—Adiós, supongo —me dijo Quirrenbach entre la multitud de personas que esperaban para entrar en Nueva Vancouver.
—Sí. —Si esperaba otro tipo de respuesta, no era su día de suerte.
—Yo… mmm… me pasé a ver cómo estaba Vadim.
—Un pedazo de mierda como ese puede cuidarse solo, ya lo sabes. Tendríamos que haberlo tirado por la esclusa cuando pudimos —forcé una sonrisa—. De todos modos, como él mismo dijo, es parte del color local. Sería una pena privar a la gente de una experiencia cultural única.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo? En NV, quiero decir.
Me llevó un instante darme cuenta de que hablaba de Nueva Vancouver.
—No.
—Entonces, ¿cogerás el primer behemoth para bajar a la superficie?
—Probablemente. —Miré por encima de su hombro hacia donde la gente salía a empujones. A través de otra ventana pude ver el chapado del casco del
Strelnikov
que se había soltado durante la secuencia de atraque y que en aquellos momentos sujetaban con epoxi en su sitio.
—Sí; también yo pretendo bajar lo antes posible. —Quirrenbach dio unos golpecitos en el maletín que apretaba contra su pecho como si fuera un tabardo—. Creo que cuanto antes pueda ponerme a trabajar en mi sinfonía de la plaga, mejor.
—Estoy seguro de que será un éxito clamoroso.
—Gracias. ¿Y tú? Si no es ser demasiado cotilla. ¿Algún plan en concreto cuando llegues abajo?
—Un par, sí.
Sin duda hubiera seguido interrogándome (sin llegar a ninguna parte), pero se produjo una ligera disminución de presión en la gente que nos rodeaba y se abrió un pequeño hueco por el que logré insertarme. En unos momentos me encontré fuera del alcance verbal de Quirrenbach.
Dentro, Nueva Vancouver no tenía nada que ver con el Hospicio Idlewild. No había sol artificial, ni un único volumen lleno de aire. Toda la estructura era un panal repleto de espacios cerrados mucho menores, apretujados como los componentes de una radio antigua. Pensé que no había muchas posibilidades de que Reivich siguiera en el hábitat. Había al menos tres salidas hacia Ciudad Abismo al día y yo estaba bastante seguro de que habría cogido el primer vuelo disponible a la superficie.
De todos modos, estaba alerta.
El cálculo de Amelia había sido de una precisión infalible: los fondos de Yellowstone de los que disponía me daban justo para pagar el viaje a Ciudad Abismo. Y había gastado la mitad en el
Strelnikov
; lo que quedaba bastaba para el descenso. Cierto era que había guardado algo de dinero de Vadim, pero al examinarlo bien me di cuenta de que no era más de lo que me quedaba a mí. Sus víctimas, obviamente recién llegados, no llevaban mucha moneda local con ellos.
Comprobé la hora.
El reloj de Vadim tenía esferas concéntricas para las veintiséis horas locales de Yellowstone y las veinticuatro horas del sistema. Me quedaban un par de horas antes del vuelo. Pensaba matar el tiempo paseando por NV, buscando fuentes de información, pero descubrí rápidamente que había grandes zonas del hábitat no accesibles para la gente que llegaba en naves tan humildes como el
Strelnikov
. La gente que había llegado en las lanzaderas de alta combustión era segregada de la escoria como nosotros mediante paredes de cristal blindado. Encontré un lugar en el que sentarme y beberme un par de tazas de café malo (el único artículo universal, según parecía) y observé pasar a las dos corrientes inmiscibles de humanidad. El lugar en el que estaba sentado era una sucia vía pública, los asientos y las mesas luchaban por su espacio frente a tuberías industriales de un metro de grosor que iban desde el suelo al techo, como árboles de cobra real. Las tuberías principales se ramificaban en tuberías más pequeñas que se retorcían por el aire como intestinos oxidados. Palpitaban de forma inquietante, como si solo una capa de metal delgado y remaches derrumbados contuvieran las presiones titánicas. Se había llevado a cabo cierto esfuerzo por aburguesar los alrededores entretejiendo follaje con las tuberías, pero se notaba que el intento no había sido muy entusiasta.
No todos los que arrastraban los pies por aquella zona parecían pobres, pero casi todos tenían cara de desear estar en otra parte. Reconocí algunas caras de la lanzadera lenta y quizá a una o dos del Hospicio Idlewild, pero a la mayoría no los había visto nunca. Dudaba que todos vinieran de fuera del sistema de Epsilon Eridani; era más probable que NV fuera la puerta de entrada para los viajeros del sistema. Hasta vi algunos Ultras que presumían de sus ostentosas modificaciones quiméricas, pero había otros tantos al otro lado del cristal.
Recordé haber tratado con ellos: la tripulación del capitán Orcagna a bordo del
Orvieto
; la mujer con el agujero en el vientre que habían enviado a recibirnos. Al pensar en cómo Reivich había sabido de nuestra emboscada, me pregunté si, a fin de cuentas, no nos habría traicionado Orcagna. Quizá Orcagna hubiera preparado mi amnesia de reanimación para ralentizar mi caza.
O quizá me estaba volviendo paranoico.
Al otro lado del cristal, vi algo aún más extraño que los fantasmas ciborgs vestidos de negro que tripulaban las bordeadoras lumínicas: unas cosas que parecían cajas de pie y que se deslizaban con siniestra elegancia entre la multitud. Los demás parecían no reparar en las cajas… solo se apartaban con cuidado cuando pasaban cerca de ellos. Sorbí mi café y me di cuenta de que algunas de las cajas tenían torpes brazos mecánicos sujetos en la parte delantera (aunque no la mayoría) y que casi todas las cajas tenían ventanas oscuras también en la parte de delante.
—Creo que son palanquines.
Suspiré al reconocer la voz de Quirrenbach, que se había sentado en el asiento frente al mío.
—Bien. ¿Has terminado ya tu sinfonía?
Fingió no oírme como un maestro.
—He oído hablar de esos palanquines. Las gentes que están dentro se llaman herméticos. Son los que todavía llevan implantes y no quieren deshacerse de ellos. Las cajas son como pequeños microcosmos ambulantes. ¿De verdad crees que sigue siendo tan peligroso?
Dejé el café en la mesa con irritación.
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Perdona, Tanner… solo intentaba mantener una conversación —miró los otros asientos a mi alrededor—. No es que te rebose la compañía, ¿no?
—Quizá es que no busco ninguna.
—Venga, vamos. —Chasqueó los dedos para llamar al sucio criado dispensador de café—. Estamos juntos en esto, Tanner. Te prometo que no te seguiré a todas partes cuando lleguemos a Ciudad Abismo pero, hasta entonces, ¿tanto te costaría ser amable conmigo? Nunca se sabe, quizá hasta pueda ayudarte. Puede que no sepa mucho sobre este sitio, pero parece que sé ligeramente más que tú.
—Ligeramente es la palabra.
Cogió una taza de café de la máquina y se ofreció a llenar la mía. Rechacé la invitación, pero intenté hacerlo con forzada cortesía.
—Dios, es horrible —dijo él tras el primer sorbo.
—Por fin estamos de acuerdo en algo —dije intentando hacer una broma—. De todos modos, ya creo saber lo que hay dentro de esas tuberías.
—¿Esas tuberías? —Quirrenbach miró a nuestro alrededor—. Ah, ya veo. No, son tuberías de vapor, Tanner. Muy importantes.
—¿Vapor?
—Utilizan su propio hielo para evitar que NV se sobrecaliente. Alguien del
Strelnikov
me lo dijo: bombean hacia el interior el hielo de la superficie como si fuera escarcha, después lo hacen recorrer el hábitat a través de todos esos huecos entre las áreas habitables principales (ahora nos encontramos en uno de esos huecos) y después la escarcha absorbe todo el exceso de calor y se funde gradualmente hasta empezar a hervir, de modo que obtienes tuberías llenas de vapor sobrecalentado. Después expulsan el vapor de vuelta al espacio.
Pensé en los geiseres que había visto en la superficie de NV al acercarnos.
—Cuánto gasto.
—No siempre han usado hielo. Antes utilizaban enormes radiadores, como alas de polilla, de cien kilómetros de largo. Pero las perdieron cuando se rompió el Anillo Brillante. Traer el hielo fue una medida de emergencia. Ahora tienen que tener un suministro permanente o todo el hábitat se convierte en un asador gigante. Lo sacan de Ojo de Marco, la luna. Hay cráteres cerca de los polos en sombra perpetua. Podían haber usado hielo de metano de Yellowstone, pero no hay ninguna forma barata para traerlo hasta aquí.
—Sabes mucho.
Se le iluminó la cara y le dio unos golpecitos al maletín que llevaba en el regazo.
—Detalles, Tanner, detalles. No puedes escribir una sinfonía sobre un lugar a no ser que lo conozcas íntimamente. Ya tengo planes para mi primer movimiento, ¿sabes? Muy sombrío al principio, instrumentos de viento desolados, que se convierten en algo con un ímpetu rítmico más fuerte. —Movió un dedo en el aire como si trazara la topografía de un paisaje invisible—.
Adagio… allegro energico
. Eso será la destrucción del Anillo Brillante. Ya sabes, creo que se merece una sinfonía entera por derecho propio, ¿tú qué crees?
—No lo sé, Quirrenbach. La música no es mi fuerte.
—Pero eres un hombre culto, ¿no? No hablas mucho, pero piensas bien lo que dices. ¿Quién dijo que el sabio habla cuando tiene algo que decir, pero el tonto habla porque tiene que hacerlo?
—No lo sé, pero seguro que no era un gran conversador.
Miré mi reloj (ya lo sentía como mío) deseando que las gemas verdes giraran en un instante para señalar que había llegado la hora de salir hacia la superficie. Al parecer no se habían movido desde la última vez que había mirado.
—¿Qué solías hacer en Borde del Firmamento, Tanner?
—Era un soldado.
—Ah, pero eso no es nada raro, ¿no?
Por puro aburrimiento (y porque sabía que no perdía nada por hacerlo), amplié mi respuesta.
—La guerra se abrió paso en nuestras vidas. No te podías esconder de ella. Ni siquiera donde yo nací.
—¿Qué es…?
—Nueva Iquique. Un soñoliento pueblo costero lejos de los principales centros de batalla. Pero todos conocían a alguien asesinado por el otro bando. Todos tenían alguna razón teórica para odiarlos.
—¿Y tú odiabas al enemigo?
—La verdad es que no. La propaganda estaba diseñada para hacer que lo odiaras… pero si te parabas a pensarlo, era obvio que los otros le contaban las mismas mentiras sobre nosotros a su propia gente. Por supuesto, algunas cosas eran ciertas. De la misma manera, no hacía falta mucha imaginación para sospechar que también nosotros habíamos cometido algunas atrocidades.
—¿Es cierto que la guerra se remonta a lo ocurrido en la Flotilla?
—En última instancia, sí.
—Así que tenía más que ver con el territorio que con la ideología, ¿no es eso?
—Ni lo sé ni me importa. Todo pasó hace mucho tiempo, Quirrenbach.
—¿Sabes mucho de Sky Haussmann? He oído que todavía hay gente en tu planeta que lo adora.
—Sé un par de cosas sobre Sky Haussmann, sí.
Quirrenbach parecía interesado. Casi podía oír cómo su mente tomaba nota para una nueva sinfonía.
—Parte de tu educación cultural normal, ¿no?
—No del todo, no. —Sabía que no perdía nada contándoselo, así que le enseñé la herida del centro de la palma de mi mano—. Es una marca. Quiere decir que la Iglesia de Sky me pilló. Me infectaron con un virus adoctrinador. Me hace soñar con Sky Haussmann hasta cuando no quiero. No lo pedí y tardará en salir de mi sistema, pero hasta entonces tengo que vivir con ese cabrón. Recibo una dosis de Sky cada vez que cierro los ojos.
—Eso es terrible —dijo sin conseguir evitar un tono de fascinación—. Pero supongo que una vez que te despiertas estás razonablemente…
—¿Cuerdo? Sí, del todo.
—Quiero saber más sobre él —dijo Quirrenbach—. No te importa hablar sobre eso, ¿no?
Cerca de nosotros, una de las tuberías elefantinas comenzó a soltar vapor con una exhalación aguda e hirviente.
—No creo que sigamos mucho tiempo más juntos.
El parecía alicaído.
—¿De verdad?
—Lo siento, Quirrenbach… trabajo mejor solo, ¿sabes? —Intenté como pude hacer que mi rechazo sonara menos negativo—. Y tú también necesitarás tiempo para estar a solas y trabajar en tus sinfonías…
—Sí, sí… más tarde. Pero ¿y por ahora? Tenemos que hacer muchas cosas, Tanner. Todavía me preocupa la plaga. ¿Realmente crees que corremos peligro aquí?
—Bueno, dicen que todavía quedan restos. ¿Tienes implantes, Quirrenbach? —Él se quedó en blanco, así que seguí—. La hermana Amelia (la mujer que cuidó de mí en el Hospicio) me dijo que a veces les quitaban implantes a los inmigrantes, pero en aquel momento no lo entendí.