—¿Y bien? —pregunté—. ¿Nos arriesgamos o intentamos encontrar otro camino?
Quirrenbach se pegó más el maletín al pecho.
—Aunque mi buen juicio me indique lo contrario, creo que deberíamos arriesgarnos. Intuyo (solo lo intuyo, te lo advierto) que puede que nos conduzcan hacia los servicios que ambos requerimos con suma urgencia.
—Puede ser un error.
—Y probablemente no será el primero del día. De todos modos, estoy algo famélico. Seguramente encontraremos algo comestible por aquí… y puede que no sea fulminantemente tóxico.
Nos abrimos paso a empujones por el bazar. A los pocos pasos ya habíamos atraído a un buen grupo de niños optimistas y mendigos malhumorados.
—¿Es que llevo las palabras «adinerado” y “crédulo» escritas en la frente? —preguntó Quirrenbach.
—Es la ropa —dije yo mientras empujaba a otro golfo de vuelta a la muchedumbre—. Me di cuenta de que las tuyas eran de los Mendicantes y ni siquiera te estaba prestando mucha atención.
—No veo la diferencia.
—Significa que venimos de fuera —expliqué—. De más allá del sistema. ¿Quién más llevaría la ropa de los Mendicantes? Eso les garantiza automáticamente que disfrutamos de cierta prosperidad o, al menos, la posibilidad de que la disfrutemos.
Quirrenbach apretó el maletín contra el pecho con renovado entusiasmo. Nos adentramos cada vez más en el bazar, hasta que encontramos un puesto que vendía algo que parecía comestible. En el Hospicio Idlewild habían tratado la flora de mis intestinos para que fuera compatible con la alimentación de Yellowstone, pero había sido un tratamiento de muy amplio espectro, lo que no garantizaba que resultara útil para nada «específico». Era mi oportunidad de comprobar lo poco específico que había sido.
Compramos unas empanadas calientes y grasientas rellenas de alguna carne medio cocida y sin identificar. Tenía muchas especias, probablemente para disimular que la carne estaba pasada. Pero me había comido cosas mucho menos apetitosas en Borde del Firmamento, así que me pareció más o menos aceptable. Quirrenbach engulló el suyo, se compró otro y se lo terminó con la misma temeridad.
—Eh, tú —dijo una voz—. ¿Quitar implantes?
Un crío empezó a tirar del borde de la chaqueta Mendicante de Quirrenbach y lo arrastró hacia el interior del bazar. Las ropas del crío acabarían siendo harapos en un par de semanas, pero en aquellos instantes rozaban el filo de la ruina.
—Quitar implantes —volvió a decir el chico—. Vosotros nuevos aquí, vosotros no necesitar implantes, señores. Madame Dominika, ella los saca, buen precio, rápido, no mucho dolor y sangre. Tú también, tipo grande.
El chico había enganchado los dedos en mi cinturón y también me arrastraba.
—Eh, esto…, no es necesario —dijo Quirrenbach inútilmente.
—Tú nuevo aquí, tienes ropas Mendicantes, necesitas quitar implantes antes de volverse locos. ¿Sabéis qué significa, señores? Grito grande, cabeza explota, cerebro en todas partes, ropas muy asquerosas… no quieren eso, creo.
—No, muchas gracias.
Apareció otro chico y se puso a tirar de la otra manga de Quirrenbach.
—Eh, señor, no escuche a Tom… ¡venga a ver a Doctor Jackal! ¡Solo mata uno cada veinte! ¡La mortalidad más baja de Estación Central! ¡No se vuelva loco, vea a Jackal!
—Sí y tenga daño cerebral permanente —dijo el chico de Dominika—. No escuches; ¡todos saben que Dominika es mejor de Ciudad Abismo!
—¿Por qué dudas? —le pregunté a Quirrenbach—. ¿No es justo lo que esperabas encontrar?
—¡Sí! —dijo Quirrenbach entre dientes—. ¡Pero así no! ¡No en una maldita tienda asquerosa! Esperaba una clínica razonablemente esterilizada y con un buen equipo. De hecho, creo que hay mejores sitios que estos, Tanner, confía en mí…
Me encogí de hombros y dejé que Tom me llevara.
—Quizá una tienda de campaña sea lo mejor que hay, Quirrenbach.
—¡No! No puede ser. Tiene que haber… —Me miró desesperado, deseando que yo tomara el control de la situación y lo sacara de allí. Pero yo me limité a sonreír y a señalar con la cabeza la tienda: una caja azul y blanca con un techo ligeramente combado y cuerdas unidas a clavos de hierro insertados en el suelo.
—Adentro —invité a Quirrenbach a pasar primero.
Estábamos en la antesala de la cámara principal de la tienda, solo nosotros y el crío. Pude ver que Tom tenía una especie de belleza élfica; un género indeterminado cubierto de harapos y la cara enmarcada en cortinas de pelo negro lacio. El nombre del crío podía haber sido Thomas o Thomasina, pero decidí que probablemente fuera lo primero. Tom se balanceaba al ritmo de la música de sitar que surgía de una pequeña caja de malaquita colocada sobre una mesa llena de velas perfumadas.
—No está tan mal —dije—. Es decir, en realidad no hay sangre por todas partes. Ni tejido cerebral desparramado.
—No —respondió Quirrenbach y, de repente, tomó una decisión—. Aquí no, ahora no. Me voy, Tanner. Puedes quedarte o seguirme; es cosa tuya.
Hablé lo más bajo que pude.
—Lo que dice Tom es cierto. Necesitas quitarte los implantes ahora, si los Mendicantes no lo hicieron por ti.
Él levantó la mano y se la pasó por la pelusilla de la cabeza.
—Puede que solo intentaran asustarnos con esas historias para convencernos.
—Quizá pero ¿quieres correr ese riesgo? Vas a llevar ese hardware en la cabeza como si fuera una bomba de relojería. No pierdes nada con quitártelo. En todo caso, siempre puedes volver a ponértelo.
—¿Que me lo quite una mujer llamada Madame Dominika en una tienda de campaña? Casi preferiría arriesgarme con una navaja roñosa y un espejo.
—Lo que quieras. Siempre que lo hagas antes de volverte loco.
El chico arrastraba a Quirrenbach hacia la tela que nos separaba de la otra habitación.
—Hablando de dinero, Tanner… ninguno de los dos está lo que se dice forrado. No sabemos si podremos pagar los servicios de Dominika, ¿no?
—Buena observación —cogí a Tom por el cuello de la camisa y lo levanté con delicadeza para llevarlo de vuelta a la antesala—. Mi amigo y yo necesitamos vender cierta mercancía rápidamente, a no ser que Madame Dominika se dedique a la caridad. —Como vi que el comentario no surtía efecto en Tom, abrí el maletín y le mostré lo que había dentro—. Vender por dinero. ¿Dónde?
Aquello pareció funcionar.
—Tienda verde y blanca, cruzando mercado. Di que Dominika te envía, no te timan mucho.
—Eh, espera un momento —Quirrenbach estaba a medio camino de la división de la tienda. Ya podíamos ver la sala principal, en la que una mujer extraordinariamente grande estaba sentada detrás de una larga camilla mirándose las uñas; el equipo médico colgaba de aguilones colocados sobre la camilla y el metal brillaba a la luz de las velas.
—¿Qué?
—¿Por qué tengo que ser yo el conejillo de indias? Pensaba que tú también tenías que quitarte implantes.
—Llevas razón. Y volveré lo antes posible. Solo necesito convertir en dinero parte de mis posesiones. Tom dijo que podría hacerlo en el bazar.
Su cara pasó de la incomprensión a la furia.
—¡Pero no puedes irte ahora! ¡Pensaba que estábamos juntos en esto! ¡Compañeros de viaje! No traiciones una amistad casi antes de empezarla, Tanner…
—Eh, cálmate. No estoy traicionando nada. Para cuando termine contigo tendré el dinero suficiente —chasqueé un dedo para llamar la atención de la mujer—. ¡Dominika!
Con ademanes lánguidos se dio la vuelta para mirarme mientras formaba con los labios una interrogación silenciosa.
—¿Cuánto tardarás con él?
—Una hora —respondió ella—. Dominika muy rápida.
Asentí con la cabeza.
—Es tiempo más que de sobra, Quirrenbach. Siéntate tranquilamente y deja que haga su trabajo.
Él miró la cara de Dominika y pareció calmarse un poco.
—¿De verdad? ¿Volverás?
—Claro que sí. No voy a meterme en la ciudad con implantes en la cabeza. ¿Es que crees que estoy loco? Pero necesito dinero.
—¿Qué piensas vender?
—Algunas de mis cosas. Algunas de las cosas de nuestro amigo común Vadim. Tiene que haber mercado para este tipo de cosas o no las hubiera guardado.
Dominika intentaba sentarlo en la camilla, pero Quirrenbach había conseguido seguir de pie. Recordé la forma tan impulsiva con la que había cambiado de idea cuando comenzamos a saquear la habitación de Vadim… primero se había resistido al robo, pero después se había lanzado manos a la obra con sumo entusiasmo. En aquellos momentos observé un cambio similar.
—Maldita sea —murmuró sacudiendo la cabeza. Me miró con curiosidad, después abrió su propio maletín y revolvió las partituras hasta alcanzar un compartimento escondido debajo. Sacó algunos de los experienciales que le había quitado a Vadim—. De todos modos, no se me da bien regatear. Cógelo y consígueme un buen precio, Tanner. Supongo que cubrirá los gastos de esto.
—¿Confías en mí para que lo haga?
Me miró con los ojos entrecerrados.
—Limítate a conseguirme un buen precio.
Cogí los artículos y los puse con los míos.
Detrás de él, la mujer voluminosa flotaba por la habitación como un dirigible sin ancla, con los pies a pocos centímetros del suelo. Estaba sujeta por un arnés de metal negro unido a la pared mediante un brazo neumático de complejas articulaciones, que escupía vapor al flexionarse. Rollos de grasa escondían la región indeterminada en la que se unían cabeza y torso. Tenía las manos extendidas como si se secara unas uñas recién pintadas. Cada uña se desvanecía dentro de (o se convertía en) una especie de dedal. Cada dedal tenía algo médico y especializado en la punta.
—No; él primero —dijo levantando un dedo hacia mí, con el dedal coronado por lo que parecía un diminuto arpón esterilizado.
—Gracias, Dominika —dije—. Pero será mejor que atiendas primero a Quirrenbach.
—¿Volverás?
—Sí… cuando haya adquirido algunos fondos.
Sonreí y dejé la tienda, con el chillido de fondo de los taladros al acelerarse.
El hombre que miraba mis pertenencias tenía una lupa de cristal zumbante y chasqueante atada a la cabeza. Delgadas cicatrices le recorrían el cráneo pelado, como un jarrón roto reparado de forma chapucera. Examinaba todo lo que le enseñaba con unas pinzas, sosteniendo el objeto cerca de su lupa como si se tratara de un anciano lepidopterista. Junto a él, y fumando un cigarrillo, había un joven que llevaba el mismo tipo de casco que yo le había quitado a Vadim.
—Puedo usar parte de esta porquería —dijo el hombre de la lupa—. Probablemente. Dices que es real, ¿no? ¿Todo probado?
—Los episodios militares se extrajeron de los recuerdos de los soldados después de los combates en cuestión, como parte del procedimiento normal de recogida de información de los servicios de inteligencia.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo cayeron en tus manos?
Sin esperar una respuesta, metió la mano bajo la mesa, sacó una pequeña caja de lata cerrada con una goma elástica y contó una docena de billetes de moneda local. Como ya había notado antes, los billetes llevaban cantidades extrañas: de catorce, cuatro, veintisiete, tres.
—No es asunto tuyo de dónde los haya sacado —respondí.
—No, pero eso no me impide preguntarlo —frunció los labios—. ¿Algo más, ya que me haces perder el tiempo?
Lo dejé examinar los experienciales que le había cogido a Quirrenbach y observé cómo los labios se le doblaban primero de desprecio y después de asco.
—¿Y bien?
—Ahora me estás insultando y eso no me gusta.
—Si los artículos no valen nada —aduje—, dímelo y me largo.
—Los artículos sí valen algo —dijo tras examinarlos de nuevo—. De hecho, son justo el tipo de cosa que hubiera comprado hace un par de meses. Grand Teton es popular. La gente no se cansa de esas formaciones de montañas de cieno.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Esa mierda ya ha llegado al mercado, ese es el problema. Estos experienciales ya están ahí afuera, perdiendo valor. Debe de haber… ¿qué? ¿Grabaciones de tercera y cuarta generación? Una mierda muy barata.
Pero, a pesar de todo, sacó unos cuantos billetes más, aunque no tanto como había pagado por mis experienciales.
—¿Tienes algo más en la manga?
Me encogí de hombros.
—Depende de lo que busques, ¿no?
—Usa tu imaginación. —Le pasó uno de los experienciales militares a su secuaz. La barbilla del joven mostraba el primer vello de una barba tentativa. Sacó el experiencial que estaba usando en aquellos momentos y metió dentro el mío, sin ni siquiera quitarse las gafas—. Cualquier cosa negra. Negro mate. Sabes a lo que me refiero, ¿no?
—Tengo una idea bastante aproximada.
—Entonces escúpelo o sal de mis instalaciones. —Junto a él, el joven comenzó a retorcerse en el asiento—. Eh, ¿qué es esa mierda?
—¿Tiene ese casco la suficiente resolución espacial como para estimular los centros de placer y dolor? —pregunté.
—¿Qué pasa si la tiene? —Se inclinó sobre el chico que se retorcía y le dio un buen golpe en la cabeza que hizo que saliera volando el casco reproductor. El joven, babeante y todavía en medio de las convulsiones, se derrumbó en el asiento con los ojos vidriosos.
—Entonces probablemente no debería haber accedido al azar —respondí—. Imagino que habrá dado con una sesión de interrogatorios de la CN. ¿Alguna vez te han cortado los dedos?
El hombre de la lupa se rió entre dientes.
—Desagradable. Muy desagradable. Pero a mucha gente le gustan estas cosas… lo mismo que pasa con los cacharros negros.
Era un buen momento para averiguar la calidad de la mercancía de Vadim. Le pasé uno de los experienciales negros, uno de los que llevaban el pequeño dibujo del gusano plateado en relieve.
—¿Te refieres a esto?
Al principio pareció escéptico, hasta que examinó el experiencial con más atención. Para el ojo experto debían de tener todo tipo de indicadores subliminales que los distinguieran de las malas falsificaciones.
—Es una grabación de buena calidad si se trata de una grabación, lo que quiere decir que vale «algo», tenga lo que tenga. Eh, cerebro podrido, prueba esto. —Se arrodilló, recogió el casco reproductor y se lo colocó al joven en la cabeza. Después se dispuso a insertar el experiencial. El joven comenzaba a recuperarse cuando vio el experiencial, momento en el que empezó a dar zarpazos al aire intentando evitar que el hombre se lo metiera en el casco.