—Está desarmado —dijo el hombre lo bastante alto como para que yo lo oyera, al parecer aposta.
—No quiero haceros ningún daño —les dije abriendo los brazos… lentamente—. Llevo ropa Mendicante. Acabo de llegar al planeta. Quería saber cómo llegar a la Canopia.
—¿A la Canopia? —preguntó el hombre como si aquello fuera terriblemente divertido.
—Es lo que quieren todos —añadió la mujer. El arma no se había movido y ella la sujetaba con tanta firmeza que me pregunté si contendría diminutos giroscopios o algún tipo de dispositivo de realimentación biológica que actuara sobre los músculos de su muñeca—. ¿Por qué deberíamos hablar contigo?
—Porque soy inofensivo (desarmado, como ha comentado tu compañero) y curioso, y puede que os entretenga.
—No tienes ni idea de lo que nos entretiene.
—No, probablemente no; pero, como digo, soy curioso. Soy un hombre de recursos —el comentario sonó ridículo en cuanto lo dije, pero seguí adelante—, y he tenido la desgracia de llegar al Mantillo sin tener contactos en la Canopia.
—Hablas canasiano bastante bien —comentó el hombre mientras bajaba la mano de las gafas—. La mayoría de los del Mantillo no son capaces de farfullar un insulto en otra cosa que no sea su lengua materna. —Tiró lo que quedaba del cigarrillo.
—Pero con acento —añadió la mujer—. No lo localizo… es de fuera del planeta, pero no me resulta familiar.
—Soy de Borde del Firmamento. Puede que hayas conocido a gente de otras partes del planeta que hablen con acento diferente. Lleva colonizado el tiempo suficiente para tener diferencias lingüísticas.
—Igual que Yellowstone —dijo el hombre intentando fingir desinterés por el debate—. Pero casi todos nosotros seguimos viviendo en Ciudad Abismo. Aquí la única diferencia lingüística es vertical. —Se rió, como si la observación fuera algo más que una simple constatación de la realidad.
Me limpié la lluvia de los ojos, cálida y viscosa.
—El conductor me dijo que la única forma de llegar a la Canopia era el teleférico.
—Una afirmación precisa, pero eso no quiere decir que podamos ayudarte. —El hombre se quitó el sombrero y dejó al descubierto una melena de cabello rubio atada en una coleta.
—No tenemos ninguna razón para confiar en ti —añadió su compañera—. Un tipo del Mantillo podría haber robado ropas de Mendicante y haber aprendido algunas palabras de canasiano. Nadie en su sano juicio hubiera venido hasta aquí sin haber establecido antes contactos en la Canopia.
Corrí un riesgo calculado.
—Tengo algo de Combustible de Sueños. ¿Eso os interesa?
—Sí, vale, ¿y cómo demonios ha conseguido Combustible de Sueños alguien del Mantillo?
—Es una larga historia —dije, pero metí la mano en el abrigo de Vadim y saqué el estuche de frascos de Combustible—. Tendréis que creer en mi palabra de que se trata del artículo auténtico, claro está.
—No suelo confiar en la palabra de nadie en absoluto —respondió el hombre—. Pásame uno de esos frascos.
Otro riesgo calculado. El hombre podría huir con el frasco, pero todavía me quedarían los otros.
—Te tiraré uno. ¿Qué te parece?
El hombre dio unos pasos hacia mí.
—Pues hazlo.
Le tiré el frasco. Lo cogió con destreza y después desapareció dentro del vehículo. La mujer se quedó fuera, todavía apuntándome con la pequeña pistola. Pasaron unos segundos y después el hombre salió de nuevo del vehículo, sin molestarse en ponerse el sombrero. Sostuvo el frasco en alto.
—Esto… parece bueno.
—¿Qué has hecho?
—Pues iluminarlo, claro. —Me miró como si fuera estúpido—. El Combustible de Sueños tiene un espectro de absorción único.
—Bien. Ahora que sabéis que es real, tírame de nuevo el frasco y negociaremos términos.
El hombre hizo el gesto de tirarlo, pero se arrepintió en el último momento y sostuvo el frasco frente a él como si se burlara.
—No… no nos precipitemos, ¿vale? ¿Dices que tienes más de estos? No hay un gran suministro de Combustible de Sueños últimamente. Al menos del bueno. Debes haber dado con un buen botín —hizo una pausa—. Te he hecho un favor, así que lo consideraremos como un pago justo por este frasco. He pedido que otro teleférico se encuentre aquí contigo dentro de poco. Será mejor que no nos hayas mentido sobre tus recursos —se quitó las gafas y enseñó unos ojos gris hierro de extraordinaria crueldad.
—Me siento agradecido —dije—. Pero ¿qué más daría si estuviese mintiendo?
—Es una pregunta extraña. —La mujer hizo que el arma se desvaneciera, como un truco de magia bien aprendido. Quizá se escondía en una funda de pistola dentro de la manga.
—Ya os lo dije, soy curioso.
—Aquí no hay leyes —contestó ella—. Hay una especie de ley en la Canopia… pero solo una que se adapta a nosotros; la que nos conviene, como las normas del patio de recreo de los niños. Pero ahora no estamos en la Canopia. Aquí abajo, cualquier cosa vale. Y tenemos muy poca paciencia con los que nos engañan.
—Eso está bien —dije—. Yo tampoco soy un hombre paciente.
Ambos subieron a su vehículo y dejaron las puertas abiertas momentáneamente.
—Quizá te veamos en la Canopia —dijo el hombre, y después me sonrió. No era el tipo de sonrisa que se agradecía. Era el mismo tipo de sonrisa que había visto en las serpientes de los viveros de la Casa de los Reptiles.
Las puertas se cerraron y el vehículo cobró vida con un zumbido subliminal.
Los tres brazos telescópicos del techo del teleférico se movieron hacia fuera y hacia arriba. Después, siguieron extendiéndose hacia fuera a una velocidad cegadora, doblando, triplicando, cuadruplicando su longitud. Se dirigían al cielo. Miré arriba protegiéndome los ojos de la perpetua lluvia perfumada. El conductor del rickshaw me había comentado que los cables que cruzaban las estructuras nudosas de la Canopia a veces bajaban hasta el nivel del Mantillo, como parras colgantes, pero no le había prestado mucha atención. En aquellos momentos pude ver el significado del comentario; uno de los brazos del coche se agarró al cable más bajo con su gancho. Los otros dos brazos se alargaron todavía más, quizá unas diez veces más de su longitud original, hasta que encontraron sus propios cables colgantes y se asieron.
Y después (con suavidad, como si se elevara por propulsión), el teleférico se empujó hacia arriba y empezó a acelerar. El brazo más cercano soltaba el cable, se contraía y tiraba para subir con la velocidad de la lengua de un camaleón, hasta que se aferraba a otro cable. Y, mientras aquello ocurría, el vehículo subía aún más, y entonces otro brazo cambiaba de cables y después otro, hasta que el teleférico se encontró a cientos de metros por encima de mí y se hizo más pequeño. Pero el movimiento seguía siendo espeluznantemente suave, aunque el vehículo siempre parecía a punto de perder su asidero y caer en picado hacia el Mantillo.
—Eh, señor. Todavía aquí.
En algún momento de la subida del vehículo, el rickshaw había vuelto. Había esperado que el conductor hiciera lo más sensato y volviera a la explanada con unas ganancias más o menos jugosas. Pero Juan había mantenido su promesa y probablemente se hubiera sentido ofendido de notar mi sorpresa.
—¿De verdad pensabas que no lo estaría?
—Cuando Canopia baja, nunca sabes. Eh, ¿por qué estás bajo lluvia?
—Porque no voy a volver contigo. —Sin darle a Juan tiempo para demostrar su decepción (aunque por la expresión que había empezado a formársele en la cara se diría que acababa de difamar a todo su linaje), le ofrecí una generosa tarifa de cancelación—. Es más de lo que hubieras ganado llevándome.
Él miró mis dos billetes de siete ferris con tristeza.
—Señor, no quieres quedarte aquí. Esto es ninguna parte; no buena parte de Mantillo.
—No lo dudo —dije, mientras aceptaba la idea de que hasta en un lugar tan descabellado y miserable como el Mantillo hubiera barrios buenos y malos—. La gente de la Canopia —dije después— dijo que me enviarían un teleférico. Claro que puede que mintieran, pero imagino que lo descubriré tarde o temprano. Y si no mentían, tendré que encontrar una forma de subir desde el interior de uno de los edificios.
—Eso no es bueno, señor. Canopia nunca hace favores.
Decidí no mencionar el Combustible de Sueños.
—Probablemente no se atrevieran a descartar la posibilidad de que sea quien digo ser. ¿Qué pasaría si yo resultara ser tan poderoso como digo? No querrían tenerme como enemigo.
Juan se encogió de hombros, como si mi idea no fuera más que una remota posibilidad teórica.
—Señor, tengo que irme ahora. No gusta quedar aquí si tú no vienes.
—Está bien —le dije—. Lo entiendo. Y siento haberte pedido que me esperaras.
Aquel fue el final de nuestra relación; Juan sacudió la cabeza, pero aceptaba que no había forma de persuadirme de lo contrario. Se fue con su rickshaw traqueteante hasta perderse en la distancia y me dejó solo bajo la lluvia… realmente solo, aquella vez. El chico no estaba a la vuelta de la esquina y yo había perdido (o, mejor dicho, me había deshecho) de lo más parecido a un aliado que había encontrado en Ciudad Abismo. Era una sensación extraña, pero sabía que había hecho lo necesario.
Esperé.
Pasó un rato, quizá media hora, lo bastante para que me diera cuenta de que la ciudad oscurecía. Conforme Epsilon Eridani se hundía en el horizonte, su luz, ya de color sepia junto a la cúpula, se volvía del color de la sangre antigua. La luz que llegaba hasta mí tenía que pasar a través del enredo de edificios intermedios, un suplicio que parecía quitarle cualquier entusiasmo real por la tarea de la iluminación. Las torres que me rodeaban se hicieron cada vez más oscuras, hasta que realmente se asemejaron a árboles enormes; y las extremidades retorcidas de la Canopia, encendidas por sus habitantes, eran como ramas de las que colgaban faroles y bombillas de colores. Aunque parecía sacado de una pesadilla, no dejaba de ser bello.
Finalmente, una de las luces colgantes se desenganchó como una estrella caída que dejara el firmamento, y su intensidad fue creciendo conforme se me acercaba. Cuando mis ojos se adaptaron a la noche, pude ver que la luz que descendía era un teleférico, y que se dirigía hacia mí.
Sin prestar atención a la lluvia, observé paralizado cómo frenaba el teleférico hasta bajar casi a la altura de la calle, mientras los cables cantaban al tensarse y distenderse. El único faro del vehículo barrió la calle mojada y después me enfocó.
No lejos de mis pies, algo hizo que el agua de un charco saltara cómicamente hacia arriba.
Y después oí el disparo.
Hice lo que cualquier antiguo soldado habría hecho en aquellas circunstancias: no me paré a considerar la situación ni a determinar el tipo ni el calibre del arma que usaban contra mí, ni la ubicación del tirador… ni siquiera me paré a pensar si yo sería realmente el blanco o solo un intercesor desafortunado.
Corrí a toda velocidad hacia la base en sombras del edificio más cercano. Resistí el impulso, perfectamente sensato, de huir que me pedía que lanzara mi maletín al aire, ya que sabía que sin él me perdería rápidamente en el anonimato del Mantillo. Perderlo sería como ofrecerme voluntario para que me dispararan.
Los disparos me persiguieron.
Por la forma en que cada disparo aterrizaba aproximadamente un metro detrás de mis tobillos, sabía que la persona que me disparaba tenía cierta habilidad. No les habría costado matarme… solo tenían que adelantar un poco su línea de fuego y yo me había dado cuenta de que su puntería les permitiría hacerlo. En vez de ello, les apetecía jugar conmigo. No tenían prisa por ejecutarme de un tiro en la espalda, aunque hubieran podido hacerlo en cualquier momento.
Llegué al edificio con los pies hundidos en el agua. La estructura de los laterales era de losas macizas, sin pequeñas hendiduras ni grietas en las que poder esconderme. Los disparos cesaron, pero la elipse del foco permanecía estable, el rayo de potente luz azul convertía en cortinas la lluvia entre el teleférico y yo.
Una figura vestida con gabán surgió de la oscuridad. Primero pensé que sería uno de los dos con los que había hablado antes, pero cuando el hombre salió a la luz pude ver que no conocía su cara. Era calvo y tenía una mandíbula tan cuadrada que resultaba caricaturesca; uno de los ojos se escondía tras un monóculo pulsante.
—No te muevas —dijo— y no sufrirás ningún daño.
Se le abrió el abrigo y un arma quedó al descubierto, más voluminosa que la pistola de juguete que llevaba la mujer de la Canopia; de algún modo parecía revelar intenciones más graves. La pistola consistía en un rectángulo negro con mango, acabado en cuatro boquillas oscuras. Los nudillos del hombre estaban blancos por donde agarraba el arma, y el dedo índice acariciaba el gatillo.
Disparó con el arma a la altura de la cadera; algo salió zumbando de la pistola hacia mí, como un rayo láser. Dio en el lateral del edificio y produjo una nube de chispas. Empecé a correr, pero su puntería mejoró en la segunda ocasión. Sentí un dolor punzante en el muslo y, de repente, ya no corría. De repente lo único que hacía era gritar.
Y entonces, hasta gritar se me hizo demasiado difícil.
Los médicos lo habían hecho muy bien, pero no se podía esperar que nadie hiciera milagros. Las máquinas de observación que se amontonaban alrededor de la cama de su padre eran testigos de ello; expresaban una lenta y solemne liturgia de deterioro biológico.
Habían pasado seis meses desde que el durmiente se despertara e hiriera al padre de Sky y todos se enorgullecían de haber mantenido con vida a Titus Haussmann y a su agresor todo aquel tiempo. Pero tras estirar al máximo tanto los suministros como la experiencia médica, estaba claro que nunca había existido una posibilidad realista de devolverles a ambos la salud.
La reciente serie de disputas entre las naves no había contribuido a mejorar las cosas. Los problemas habían aumentado unas cuantas semanas antes de que se despertara el durmiente, al descubrir a un espía a bordo del
Brasilia
. La organización de seguridad había seguido la pista del agente hasta el
Bagdad
, pero la administración del
Bagdad
había declarado que el espía no había nacido en su nave y que probablemente saliera del
Santiago
o del
Palestina
. Otros individuos habían sido señalados como posibles agentes y se habían producido protestas por encarcelaciones injustas y violaciones de la ley de la Flotilla. Las relaciones normales habían quedado suspendidas en un frío punto muerto, y casi no existían relaciones comerciales entre las naves; ningún tráfico humano, salvo el de las pesimistas misiones diplomáticas, que siempre acababan en fracasos y recriminaciones.