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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (39 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Ves aquello? —me preguntó Sybilline mientras señalaba a una forma piramidal que permanecía más o menos intacta. Era una estructura muy baja, casi perdida en el Mantillo, pero resaltada por los proyectores que la iluminaban desde arriba—. Es el Monumento a los Ochenta. Supongo que conocerás la historia.

—No en detalle.

—Fue hace mucho tiempo. Un hombre intentó escanear personas para introducirlas en ordenadores, pero la tecnología no estaba preparada. Murieron en el proceso de escaneado, lo que ya fue malo de por sí, pero entonces sus simulaciones comenzaron a fallar. Eran ochenta, incluido el inventor. Cuando todo acabó, cuando la mayoría de ellos fallaron, sus familias construyeron el monumento. Pero ha conocido tiempos mejores.

—Como toda la ciudad —añadió Waverly.

Seguimos atravesando la ciudad. Costaba acostumbrarse al viaje en teleférico y mi estómago lo estaba descubriendo. Cuando el vehículo pasaba a través de un lugar con muchos cables, el recorrido era casi tan suave y regular como un volantor. Pero en cuanto los cables comenzaban a escasear (cuando el teleférico atravesaba las partes de la Canopia en las que no había ramas grandes, por ejemplo), la trayectoria se parecía menos a la de un pájaro y más a la de un gibón: arcos amplios y mareantes salpicados de sacudidas al impulsarse hacia arriba. Debería haberme parecido muy natural, ya que se suponía que el cerebro humano había evolucionado precisamente para aquel tipo de vida arbórea.

Pero aquello había pasado hacía demasiados millones de años como para que me sirviera de ayuda.

Al final, los enfermizos arcos del teleférico nos bajaron hasta el suelo. Recordé que Quirrenbach me había contado que los habitantes llamaban Red Mosquito a la gran cúpula fusionada de la ciudad, y allí aquella cúpula bajaba hasta casi tocar el suelo junto al borde del abismo. En aquella región del perímetro interior, la estratificación vertical de la ciudad era menos pronunciada. La Canopia se entremezclaba con el Mantillo; se trataba de una zona intermedia en la que el Mantillo se elevaba para rozar la parte inferior de la bóveda y la Canopia se forzaba a descender bajo tierra, en plazas blindadas en las que los ricos podían pasear sin ser molestados.

El conductor de Sybilline nos llevó a uno de aquellos enclaves, bajó el tren de aterrizaje del teleférico y giró la nave hacia una plataforma de aterrizaje en la que se veían aparcados otros vehículos. El borde de la cúpula era una pared inclinada de color marrón manchado que se torcía hacia nosotros como una ola al romperse. A través de las partes que todavía eran más o menos transparentes, se podía ver la enorme y ancha boca del abismo; la ciudad al otro lado de él no era más que un bosque lejano de luces titilantes.

—He llamado antes para reservar una mesa en el tallo —dijo el hombre de ojos grises como el hierro al salir del asiento del conductor del teleférico—. Se comenta que Voronoff va a comer allí esta noche, así que el sitio estará bastante lleno.

—Qué bien —dijo Sybilline—. Siempre se puede confiar en Voronoff para animar la noche. —Con aire despreocupado abrió un compartimento en el lateral del coche y sacó un monedero negro, dentro del que había pequeños frascos de Combustible de Sueños y una de las ornamentadas pistolas nupciales que había visto a bordo del
Strelnikov
.

Se bajó el cuello y se puso la pistola en la garganta; apretó los dientes mientras se inyectaba un centímetro cúbico del fluido rojo oscuro en el flujo sanguíneo.

Después le pasó la pistola a su compañero, que se inyectó también antes de devolverle el barroco instrumento a Sybilline.

—¿Tanner? —me preguntó—. ¿Quieres un chute?

—Paso —respondí.

—Vale. —Guardó de nuevo el equipo en el compartimento como si lo que acababa de ocurrir no tuviera ninguna importancia.

Dejamos el vehículo y fuimos andando desde la plataforma de aterrizaje hasta una rampa que conducía a una plaza bien iluminada. Era mucho menos miserable que las otras partes de la ciudad que había visto hasta aquel momento: limpia, fresca y llena de gente con aspecto adinerado, palanquines, criados y animales de bioingeniería. Las paredes, de las que salía música, estaban configuradas para mostrar escenas de la ciudad antes de la plaga. Un extraño robot largo y delgado avanzaba por la calle; sobresalía entre la gente gracias a sus patas como cuchillas. Estaba compuesto por superficies afiladas y relucientes, como una colección de espadas encantadas.

—Es uno de los autómatas de Sequard —dijo el hombre de ojos grises—. Solía trabajar en el Anillo Brillante, era uno de los personajes más importantes del Movimiento Aglutinador. Ahora hace estas cosas. Son muy peligrosos, así que ten cuidado.

Rodeamos la máquina con precaución para evitar los arcos bajos de sus extremidades letales.

—Creo que no recuerdo tu nombre —le dije al hombre. Él me miró de forma extraña, como si le acabara de preguntar el número del calzado.

—Fischetti.

Atravesamos la calle, esquivamos a otro autómata muy parecido al primero, aunque con unas evidentes manchas rojas en algunos de sus miembros. Después, pasamos por una serie de estanques ornamentales en los que unas rechonchas carpas doradas y plateadas abrían la boca cerca de la superficie. Intenté averiguar dónde estábamos. Habíamos aterrizado cerca del abismo y habíamos estado andando hacia él todo el tiempo, pero al principio parecía estar más cerca.

Finalmente, la calle se ensanchó hasta convertirse en una enorme cámara abovedada, lo bastante grande como para que cupieran las cien mesas que parecía contener. El lugar estaba casi lleno. Hasta vi a unos cuantos palanquines aparcados alrededor de una mesa preparada para la cena, aunque no conseguía imaginarme cómo iban a comer. Bajamos por una serie de escalones hasta el suelo de cristal de la cámara, y después nos acompañaron a una mesa libre en un extremo de la habitación, cerca de una de las enormes ventanas abiertas en la cúpula azul marino de la cámara. Una lámpara de araña de asombroso diseño colgaba del vértice de la cúpula.

—Como dije antes, la mejor vista de Ciudad Abismo —comentó Sybilline.

Ya sabía dónde estábamos. El restaurante estaba en un extremo del tallo que salía de un lateral del abismo, a cincuenta o sesenta metros de la parte superior. El tallo debía medir un kilómetro de largo y parecía tan delgado y frágil como una astilla de cristal marrón. El extremo del abismo se apoyaba en una ménsula de cristal de filigrana; aquello hacía que el resto del conjunto pareciera todavía más peligroso.

Sybilline me pasó el menú.

—Elige lo que quieras, Tanner… o permíteme que elija por ti si nuestra cocina no te resulta familiar. No dejaré que te vayas sin haber disfrutado de una buena comida.

Miré los precios y me pregunté si mis ojos estarían añadiéndole un cero al final de cada número.

—No puedo pagar esto.

—Nadie te está pidiendo que lo hagas. Te lo debemos.

Elegí algunas cosas, lo consulté con Sybilline y después me eché hacia atrás para esperar la comida. Me sentía fuera de lugar, claro está… pero lo cierto era que tenía hambre, y que si me quedaba con aquella gente aprendería mucho más sobre la vida de la Canopia. Afortunadamente, no tuve que charlar con ellos. Sybilline y Fischetti hablaban sobre otras personas y, de vez en cuando, reconocían a alguien de la sala y lo señalaban con discreción. A veces, Waverly interrumpía la conversación para hacer algún comentario, pero nunca pedían mi opinión, salvo en contadas ocasiones y por mera educación.

Miré a nuestro alrededor y sopesé a la clientela. Hasta la gente que había cambiado la forma de su cuerpo o de su cara parecía bella, como actores carismáticos disfrazados de animales. A veces era solo el color de la piel, pero en otras ocasiones habían alterado toda su fisiología para parecerse a algún ideal animal. Vi a un hombre al que le salían de la frente elaboradas púas a rayas, sentado junto a una mujer cuyos ojos agrandados eran cubiertos de vez en cuando por un velo de párpados irisados con aspecto de ala de polilla. Había un hombre con aspecto normal pero que, al abrir la boca, revelaba una lengua negra y dividida que sacaba siempre que podía, como si saboreara el aire. También vi a una mujer esbelta y casi desnuda cubierta de rayas blancas y negras. Ella sostuvo mi mirada durante un instante y sospeché que lo hubiera seguido haciendo de no haber apartado yo los ojos.

En vez de mirarla a ella, bajé la mirada en dirección a las humeantes profundidades del abismo que se abría bajo nosotros, mientras mi vértigo se aplacaba poco a poco. Aunque era de noche, el brillo fantasmal reflejado de la ciudad nos rodeaba. Estábamos a un kilómetro de distancia de la pared, pero el abismo bien podía tener unos quince o veinte kilómetros de ancho, así que el otro lado parecía tan lejano como desde la plataforma de aterrizaje. Las paredes eran casi todas transparentes, salvo por algunos salientes naturales estrechos en los que la roca había caído de los lados. En algunas zonas había edificios construidos en los salientes, conectados a los niveles superiores por medio de tubos de ascensor o pasarelas cerradas. No se podía ver el fondo del abismo; las paredes surgían de una plácida capa de nubes blancas que escondía totalmente los niveles inferiores. Unas tuberías se internaban en la niebla y llegaban hasta la maquinaria de tratamiento atmosférico que estaba más abajo. Las máquinas ocultas suministraban energía, aire y agua a Ciudad Abismo, y eran lo bastante robustas como para seguir funcionando después de la plaga.

Podía ver cosas luminosas volando hacia las profundidades, diminutos triángulos brillantes de colores.

—Son planeadores —me explicó Sybilline al seguir mi mirada—. Es un viejo deporte. Yo solía hacerlo, pero las corrientes térmicas son una locura cerca de las paredes. Y la cantidad de aparatos respiratorios que tienes que llevar… —sacudió la cabeza—. Aunque lo peor es la niebla. La velocidad es genial si vuelas justo sobre la niebla, pero en cuanto te metes en ella pierdes todo sentido de la orientación. Si tienes suerte, vas hacia arriba y sales al aire limpio antes de golpear contra la pared. Si no, piensas que abajo es arriba y te metes en una presión cada vez mayor, hasta que te cueces vivo. O te conviertes en un cuadro interesante pegado a una de las paredes del abismo.

—¿Los radares no funcionan en la niebla?

—Sí… pero eso no sería divertido, ¿no crees?

Llegó la comida. Comí con precaución, ya que no quería ponerme en ridículo. Y era buena. Sybilline decía que los mejores alimentos seguían creciendo en órbita y que luego los bajaban en behemoth. Aquello explicaba los ceros de más después de cada precio.

—Mirad —dijo Waverly cuando estábamos con el último plato—. Ahí está Voronoff, ¿no?

Señalaba con discreción al otro lado de la sala, donde un hombre acababa de levantarse de una de las mesas.

—Sí —respondió Fischetti con una sonrisa de satisfacción—. Sabía que estaría por aquí.

Miré al hombre del que hablaban. Era una de las personas menos llamativas de la sala, un hombre pequeño y de aspecto inmaculado con el pelo negro peinado en cuidadosos rizos y la cara neutral y agradable de un artista del mimo.

—¿Quién es? —pregunté—. He oído hablar de él, pero no sé dónde.

—Voronoff es una celebridad —dijo Sybilline. Me tocó de nuevo el brazo, como para revelar otra confidencia—. Es un héroe para algunos de nosotros. Es uno de los postmortales más viejos. Lo ha hecho todo; domina todos los juegos.

—¿Es una especie de jugador?

—Más que eso —intervino Waverly—. Se ha metido en todas las situaciones extremas que te puedas imaginar. Él hace las reglas y los demás las seguimos.

—He oído que tiene algo pensado para esta noche —anunció Fischetti.

Sybilline dio una palmada.

—¿Un salto a la niebla?

—Creo que podríamos tener suerte. ¿Por qué vendría a comer aquí si no? Debe estar hasta las narices de la vista.

Voronoff se alejó de su mesa, acompañado por el hombre y la mujer que habían estado sentados a su lado. Todo el mundo los observaba, notaban que iba a pasar algo. Hasta los palanquines se habían dado la vuelta.

Los observé a los tres dejar la habitación, pero el ambiente de expectación no se fue con ellos. Al cabo de unos minutos entendí la razón: Voronoff y los otros dos aparecieron en un balcón que rodeaba la cúpula del exterior del restaurante. Llevaban trajes y máscaras protectoras, casi no se les veía la cara.

—¿Van a volar en planeadores? —pregunté.

—No —respondió Sybilline—. Eso está del todo pasado de moda por lo que respecta a Voronoff. Un salto a la niebla es algo mucho, mucho más peligroso.

Estaban colocándose arneses relucientes en la cintura. Estiré el cuello para ver mejor. Cada arnés estaba unido a una tira de cuerda enrollada, mientras que el otro extremo estaba atado al lateral de la cúpula. La mitad de los comensales estaban ya arremolinados en aquel lado del restaurante para poder verlo todo mejor.

—¿Ves esa bobina? —me preguntó Sybilline—. Cada saltador debe calcular la longitud y elasticidad de su cuerda. Después tienen que calcular el mejor momento para el salto, basándose en sus conocimientos de las corrientes térmicas del abismo. ¿Ves cómo prestan mucha atención a lo que hacen los planeadores de más abajo?

En aquel instante la mujer saltó del borde. Debía haber decidido que era el mejor momento para hacerlo.

A través del suelo la observé caer hasta quedar reducida a una pequeña mota humana que se dirigía hacia la niebla. El cable era tan delgado que casi resultaba imposible verlo colgado tras ella.

—¿Cuál es la idea? —quise saber.

—Se supone que es muy emocionante —dijo Fischetti—. Pero el truco consiste en caer lo bastante para entrar en la niebla; desaparecer completamente de la vista. Pero no demasiado. Y aunque calcules la longitud de cuerda correcta, todavía pueden asarte las corrientes térmicas.

—Ha calculado mal —dijo Sybilline—. Vaya, chica tonta. La corriente la está llevando hasta ese afloramiento.

Observé cómo el reluciente punto que era la mujer se incrustaba en la pared del abismo. Se produjo un momento de silencio aturdido en el restaurante, como si hubiera ocurrido lo indecible. Esperaba que los gritos de horror y los lamentos rompieran el silencio. Pero, en su lugar, hubo una educada ronda de aplausos y algunos murmullos de condolencia.

—Yo le podría haber dicho lo que iba a pasar —dijo Sybilline.

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