Un crimen por amor.
Por supuesto, Titus no podría haberlo logrado sin ayuda, pero solo un puñado de amigos íntimos había sabido la verdad y todos habían sido unos buenos cómplices que nunca más volvieron a mencionar el tema. Según dijo Titus, ya estaban todos muertos.
Por eso era tan necesario decírselo a Sky.
—¿Lo entiendes? —le preguntó Titus—. ¿Recuerdas que siempre te decía lo preciado que eras…? Era la verdad literal. Eras el único inmortal entre nosotros. Por eso te crié al principio aislado de los demás; por eso pasaste tanto tiempo solo en la guardería, lejos de los otros niños. En parte quería blindarte frente a las infecciones… no eras menos vulnerable que los otros niños y tampoco lo eres ahora, como adulto. Pero principalmente era para verlo yo mismo. Tenía que estudiar tu curva de desarrollo. Es más lenta para los que han sido tratados, Sky, y se va haciendo más plana conforme creces. Ahora tienes veinte, pero podrías pasar por un joven alto que acaba de llegar a la adolescencia. Cuando llegues a los treinta o cuarenta, la gente dirá de ti que te conservas muy bien. Pero no averiguarán la verdad… al menos hasta que seas mucho, mucho más mayor.
—¿Soy inmortal?
—Sí. Lo cambia todo, ¿verdad?
Sky Haussmann tuvo que admitir que llevaba razón.
Más tarde, cuando su padre se sumergió en uno de aquellos sueños abisales y vacíos que eran el inevitable presagio de su muerte, Sky visitó al saboteador. El prisionero quimérico yacía en el mismo tipo de cama que su padre, atendido por máquinas, pero allí acababan las similitudes. Las máquinas observaban al hombre, pero era lo bastante fuerte como para no necesitar ayuda directa. Demasiado fuerte, de hecho… incluso después de sacarle del cuerpo un cargador entero de balas. Estaba atado a la cama mediante cadenas de plástico, unas anchas argollas que le cruzaban el pecho y las piernas, y dos más pequeñas que le sujetaban la parte superior de los brazos. Podía mover un antebrazo lo bastante como para tocarse la cara, mientras que el otro, obviamente, solo acababa en el arma que había usado para apuñalar a Titus. Aunque el arma ya no estaba, el antebrazo del ciborg terminaba en un muñón cosido con cuidado. Lo habían registrado en busca de otro tipo de armas, pero no llevaba más dispositivos escondidos, salvo los implantes que sus amos habían usado para adaptarlo a sus objetivos.
De algún modo, la facción que había enviado al infiltrado adolecía de una espectacular falta de imaginación, según Sky. Habían puesto demasiado énfasis en que fuera capaz de sabotear la nave, cuando un buen virus, de fácil transmisión, habría sido igual de eficaz. Puede que no hubiera dañado directamente a los durmientes, pero sus posibilidades de llegar a alguna parte sin una tripulación viva hubieran sido casi nulas.
Lo que no quería decir que el quimérico no sirviera para nada.
Era extraño, infinitamente extraño, saberse inmortal de repente. Sky no se preocupó por las frivolidades de la definición. Era muy cierto que no sería invulnerable pero, con cuidado y previsión, podía minimizar los riesgos.
Dio un paso atrás desde la cama del asesino. Pensaron que habían vencido al saboteador, pero nunca se podía estar seguro. Aunque los monitores decían que el hombre estaba tan profundamente dormido como su padre, no se podían correr riesgos. Aquellos seres estaban diseñados para engañar. Podían hacer trucos inhumanos con las pulsaciones del corazón y la actividad neuronal. Aquel antebrazo suelto podría haber cogido a Sky por el cuello y estrangularlo o acercársele tanto como para arrancarle la cara de un mordisco.
Sky encontró un equipo médico en la pared. Lo abrió, estudió los instrumentos ordenados en los estantes y sacó un escalpelo que brillaba con esterilidad azul bajo las tenues luces de la habitación. Le dio unas cuantas vueltas y admiró la forma en que la hoja se desvanecía al darle la vuelta al filo.
Pensó que era un arma delicada; una prueba de excelencia.
Con ella en la mano, se dirigió hacia el saboteador.
—Ya vuelve en sí —dijo una voz que cristalizó mis lentos pensamientos hasta sacarlos de la inconsciencia.
Una de las cosas que aprendes como soldado (al menos en Borde del Firmamento) es que no todos los que te disparan quieren matarte. Al menos, no de inmediato. Había razones para ello y no todas tenían que ver con la mecánica normal de la captura de rehenes. Podían rastrearse los recuerdos de los soldados capturados sin necesidad de recurrir a las vulgaridades de la tortura… solo hacía falta el tipo de tecnología de representación neural que los Ultras podían suministrar, si se les pagaba, y que hubiera algo que mereciera la pena averiguar. Espionaje, en otras palabras, el tipo de conocimientos operativos que los soldados deben saber si quieren tener algún valor.
Pero nunca me había pasado. Me habían disparado y me habían dado, pero en todas las ocasiones nadie pretendía que siguiera vivo, ni siquiera por el período de tiempo relativamente corto que hubiera sido necesario para cribar mis recuerdos. Nunca me había capturado el enemigo, así que nunca había gozado del dudoso placer de despertarme en manos no del todo amigas.
Pero, en aquellos momentos, supe exactamente lo que se sentía.
—¿Señor Mirabel? ¿Está despierto? —Alguien me pasó algo suave y frío por la cara. Abrí los ojos y los entrecerré al notar la luz, que me parecía dolorosamente brillante después de mi período de inconsciencia.
—¿Dónde estoy?
—En un lugar seguro.
Miré a mi alrededor, agotado. Estaba en una silla en el extremo más elevado de una habitación larga e inclinada. A cada lado podía ver el ángulo descendente de las paredes de metal estriado, como si estuviera bajando por unas escaleras mecánicas hacia un túnel suavemente ladeado. En las paredes había ventanas ovales, pero no podía ver mucho, salvo oscuridad adornada por largas cadenas de bombillas de colores enredadas. Estaba muy por encima de la superficie de la ciudad, así que tenía que encontrarme en alguna parte de la Canopia. El suelo consistía en una serie de superficies horizontales que descendían hacia el extremo inferior de la habitación, que debía de estar a unos quince metros de distancia y a un par de metros por debajo de mí. Parecía como si los hubieran añadido después, como si la pendiente de la sala no fuera del todo intencionada. Por supuesto, no estaba solo.
El hombre de mandíbula cuadrada y monóculo estaba de pie junto a mí y jugaba con su barbilla, como si necesitara recordarse a sí mismo su magnífica rectilinealidad. En la otra mano llevaba un trapo, con el que me había ayudado tan amablemente a recuperar la consciencia.
—Tengo que reconocerlo —dijo el hombre—. Calculé mal la dosis en ese rayo aturdidor. Podría haber matado a alguna gente y esperaba que estuviera inconsciente unas cuantas horas más —me puso una mano en el hombro—. Pero está bien, creo. Un tipo realmente fuerte. Espero que acepte mis disculpas… no volverá a pasar, se lo aseguro.
—Será mejor que no lo hagas otra vez —dijo la mujer que acababa de entrar en mi campo visual. La reconocí, claro, y a su compañero, que apareció a mi derecha mientras se llevaba un cigarrillo a los labios—. Te estás volviendo descuidado, Waverly. Este hombre debe haber pensado que intentabas matarlo.
—¿No era esa la idea? —pregunté y descubrí que mi voz no sonaba tan mal como esperaba.
Waverly sacudió la cabeza con seriedad.
—En absoluto. Hacía lo que podía por salvar su vida, señor Mirabel.
—Tienes una forma muy curiosa de demostrarlo.
—Tenía que actuar rápido. Estaba a punto de caer en la emboscada de un grupo de cerdos. ¿Sabe algo sobre los cerdos, señor Mirabel? Probablemente no quiera saberlo. Forman uno de los grupos de inmigrantes menos salubres con los que hemos tenido que tratar desde la caída del Anillo Brillante. Habían montado una cuerda trampa atravesando la calle, conectada a un arco. Normalmente no acechan hasta caída la noche, pero hoy debían de tener hambre.
—¿Con qué me disparaste?
—Como ya he dicho, con un rayo aturdidor. Un arma bastante humanitaria, en realidad. El rayo láser es solo un precursor, establece un camino ionizado a través del aire, por el que se puede descargar un flujo eléctrico paralizante.
—Pero es doloroso.
—Lo sé, lo sé —levantó las manos como para defenderse—. A mí me han dado unas cuantas veces. Me temo que lo había calibrado para aturdir a un cerdo, no a un humano. Pero quizá haya sido lo mejor. Sospecho que habría ofrecido resistencia si no llego a darle tan fuerte.
—De todos modos, ¿por qué me salvaste?
Él pareció enfadarse.
—Supongo que era lo más decente.
Entonces intervino la mujer.
—Al principio lo juzgué mal, señor Mirabel. Me puso nerviosa y no confié del todo en usted.
—Solo os hice una pregunta.
—Lo sé… es culpa mía. Pero todos estamos bastante nerviosos últimamente. Cuando nos fuimos me sentí mal por lo ocurrido y le dije a Waverly que te echara un ojo. Y eso hizo.
—Un ojo, sí, Sybilline.
—¿Y dónde se supone que estamos? —pregunté.
—Enséñaselo, Waverly. Probablemente le apetezca estirar las piernas.
Casi esperaba estar atado a la silla, pero era libre de moverme. Waverly me ofreció un brazo para que me apoyara, mientras yo comprobaba el funcionamiento de mis piernas. El músculo de la pierna en la que había dado el rayo todavía parecía de gelatina, pero podía sostenerme. Pasé junto a la mujer y bajé la serie de superficies en distintos niveles hasta llegar a la parte más baja de la habitación. En aquel extremo había un par de puertas dobles que se abrían al aire nocturno. Waverly me condujo hasta un balcón inclinado con una barandilla de metal. El aire cálido me golpeó en la cara.
Miré hacia atrás. El balcón rodeaba el edificio en el que me había despertado y se elevaba a ambos lados del mismo. Pero el edificio no era realmente un edificio.
Era la barquilla inclinada de un dirigible. Por encima de nosotros, el compartimento de gas del dirigible era una masa oscura colgada de dos ramas de la Canopia. El dirigible debió de quedar atrapado cuando llegó la plaga, atrapado como un globo en un árbol. El compartimento era tan impermeable que seguía estando completamente hinchado, siete años después de la plaga. Pero estaba torcido y distorsionado por la presión de las ramas que se habían formado en torno a él; no pude evitar preguntarme si realmente sería tan fuerte; y qué pasaría con la barquilla si el compartimento se perforara.
—Tuvo que ser muy rápido —dije tras haber visualizado al dirigible intentando desviarse del camino hacia el que se dirigía el edificio deformado.
—No tanto —dijo Waverly, como si hubiera dicho algo muy tonto—. Era un dirigible para turistas… había docenas de ellos en los viejos tiempos. Cuando empezaron los problemas nadie estaba ya muy interesado en hacer turismo. Dejaron el dirigible aquí anclado mientras el edifico crecía a su alrededor, pero las ramas tardaron más o menos un día en atraparlo del todo.
—¿Y ahora vivís aquí?
—Bueno, no exactamente. En realidad no es muy seguro. Por eso no nos tenemos que preocupar demasiado por llamar la atención.
Detrás de nosotros, la puerta volvió a abrirse y salió la mujer.
—Admito que debe ser un lugar poco ortodoxo para despertarse. —Se unió a Waverly junto a la barandilla y se inclinó con valentía sobre ella. Puede que hubiera un kilómetro hasta llegar al suelo—. Pero tiene su utilidad, por ejemplo en cuanto a la discreción. Y bien, señor Mirabel, supongo que necesitarás buena comida y hospitalidad… ¿me equivoco?
Le di la razón y pensé que si me quedaba con aquella gente a lo mejor me proporcionaban los recursos necesarios para entrar en la Canopia propiamente dicha. Aquel era el argumento racional para estar de acuerdo. La otra parte nacía de un alivio y una gratitud profunda, así como del hecho de que estaba tan cansado y hambriento como ella se imaginaba.
—No quiero abusar.
—Tonterías. Te hice un flaco favor en el Mantillo y después Waverly multiplicó aquel error al ajustar su arma para atontar a un jamón, ¿verdad, Waverly? Bueno, no lo mencionaremos más… siempre que nos hagas el honor de permitir que te proporcionemos comida y descanso. —La mujer sacó algo negro del bolsillo, lo abrió y alargó una antena antes de hablar al aparato—. ¿Cariño? Ya estamos listos. Nos encontraremos en el extremo superior de la barquilla.
Cerró el teléfono de golpe y se lo volvió a meter en el bolsillo. Caminamos por el lateral de la barquilla y usamos la baranda para no resbalarnos por la cuesta. En el punto más alto habían cortado la barandilla, de modo que no había nada entre el suelo y yo, salvo un montón de aire. Waverly y Sybilline (si es que se llamaba así) podrían haberme empujado por el borde si hubieran querido hacerme daño, especialmente en mi estado de desorientación general. Aún es más, tuvieron múltiples oportunidades de hacerlo mientras dormía.
—Aquí viene —dijo Waverly señalando a la curva hundida del compartimento de gas. Observé el descenso del teleférico. Se le parecía mucho al vehículo en el que había visto por primera vez a Sybilline, pero no pretendía ser ya un experto en el tema. Los brazos del coche se agarraron a los cables enredados en torno al compartimento, deformando el dirigible, pero sin llegar a perforarlo. El vehículo se acercó más, sus puertas se abrieron y una rampa salió para cubrir el hueco hasta la barquilla.
—Detrás de ti, Tanner —dijo Sybilline.
Crucé el puente. Solo tenía un metro de largo aproximadamente, pero no había protección en ninguno de los lados y tuve que esforzarme por controlar los nervios para cruzar. Sybilline y Waverly me siguieron alegremente. La vida en la Canopia debía haberles dado a todos una protección inhumana contra el vértigo.
Había cuatro asientos en la parte de atrás y una ventana que nos separaba del conductor. Antes de que se cerrara la ventana, vi que el conductor era el hombre de pómulos salientes y ojos grises que había visto con Sybilline.
—¿Adónde me lleváis? —pregunté.
—A comer. ¿Adónde si no? —Sybilline me puso una mano en el antebrazo, con confianza—. El mejor lugar de la ciudad, Tanner. Al menos, el lugar con la mejor vista.
Un vuelo nocturno por Ciudad Abismo. Con solo las luces para trazar la geometría de la ciudad casi se podía fingir que la plaga no había tenido lugar. Las formas de los edificios se perdían en la oscuridad, salvo donde las ramas superiores se enganchaban a los tentáculos y las sartas de estrellas de las ventanas encendidas, o a los garabatos de neón de los anuncios cuyo significado no podía descifrar, escritos en los crípticos ideogramas canasianos. De vez en cuando pasábamos alguno de los edificios antiguos a los que no había afectado la plaga, con su silueta rígida y regular entre los edificios cambiados. A menudo, aquellos edificios también estaban dañados, aunque no a causa de las mutaciones físicas. Otras estructuras adyacentes habían atravesado a sus vecinos con sus extremidades o les habían socavado los cimientos. Algunos se habían enrollado alrededor de otros edificios como enredaderas. Se habían producido incendios, explosiones y disturbios durante los días de la plaga y pocas cosas habían salido indemnes.