—¿Quién era? —preguntó Fischetti.
—No lo sé, Olivia no se qué. —Sybilline cogió de nuevo el menú y comenzó a consultar los postres.
—Ten cuidado, te perderás el siguiente. Creo que va a ser Voronoff… ¡sí! —Fischetti golpeó la mesa mientras su héroe saltaba del balcón y se dejaba caer elegantemente hacia la niebla—. ¿Habéis visto lo tranquilo que estaba? Eso es clase, sí señor.
Voronoff cayó como un nadador experto, su trayectoria era tan recta y certera como si estuviera atravesando vacío. Pude ver que todo era cuestión de elegir el momento adecuado: había esperado al instante exacto en que las corrientes térmicas se comportarían como él deseaba, para que trabajaran para él y no contra él. Conforme seguía cayendo casi parecía que lo apartaran amablemente de las paredes del abismo. Una pantalla en el centro de la sala ofrecía una imagen lateral de Voronoff, tomada por lo que parecía ser una cámara voladora que lo perseguía en su caída. Otros comensales seguían la trayectoria con sus gemelos de teatro, monóculos telescópicos o elegantes impertinentes.
—¿Tiene todo esto algún sentido? —pregunté.
—El riesgo —contestó Sybilline—. Y la emoción de hacer algo nuevo y peligroso. Si algo nos ha dado la plaga, ha sido eso: la oportunidad de probarnos a nosotros mismos; de mirar a la muerte a la cara. La inmortalidad biológica no es de mucha ayuda si te golpeas contra una pared de roca a doscientos kilómetros por hora.
—Pero ¿por qué lo hacen? ¿La posibilidad de ser inmortal no hace que vuestras vidas sean todavía más preciadas?
—Sí, pero eso no quiere decir que no necesitemos recordar la muerte de vez en cuando. ¿Qué sentido tiene vencer a un antiguo enemigo si te niegas la emoción de recordar cómo era antes de hacerlo? La victoria pierde su sentido sin el recuerdo de lo que has conquistado.
—Pero podrías morir.
Ella levantó la vista del menú.
—Razón de más para no joderla en el momento del salto.
Voronoff estaba a punto de terminar la caída. Casi no podía verlo.
—Está acumulando tensión —dijo Fischetti—. Empieza a frenar. ¿Habéis visto con qué maestría lo ha calculado?
La cuerda estaba estirada al máximo y empezaba a frenar la caída de Voronoff. Pero había calculado tan bien el momento perfecto como esperaban sus admiradores. Desapareció durante tres o cuatro segundos bajo la capa blanca hasta que la bobina comenzó a contraerse y lo levantó de vuelta hacia nosotros.
—De libro de texto —comentó Sybilline.
Hubo algunos aplausos pero, en comparación con los anteriores, mucho más entusiastas. La gente comenzó a golpear las mesas con los cubiertos para demostrar su admiración ante el salto de Voronoff.
—¿Sabéis qué? —dijo Waverly—. Ahora que ha dominado el salto a la niebla, se aburrirá y tratará de encontrar algo todavía más absurdamente peligroso. Recordad mis palabras.
—Ahí va el otro —dijo Sybilline cuando el último saltador se tiró desde el balcón—. Parece haber elegido bien el momento… al menos, mejor que la mujer. Lo más decente hubiera sido dejar que Voronoff subiera antes de tirarse, ¿no?
—¿Cómo subirá? —pregunté.
—Se izará. Tiene una especie de torno motorizado en el arnés.
Observé al último saltador sumergirse en las profundidades. Mi ojo inexperto me decía que el salto era al menos tan bueno como el de Voronoff… las corrientes térmicas no parecían desviarlo hacia los lados y su postura al caer parecía la de un asombroso bailarín. La multitud se había callado y observaba la caída atentamente.
—Bueno, no es un aficionado —dijo Fischetti.
—Solo ha copiado el cálculo de Voronoff —dijo Sybilline—. Yo estaba observando la forma en que el vórtice afectaba a los planeadores.
—No puedes culparlo por eso. No se obtienen puntos por originalidad, ¿sabes?
Siguió cayendo y el arnés se convirtió en un punto verde brillante que bajaba hacia la niebla.
—Esperad —dijo Waverly mientras señalaba a la cuerda sin desenrollar del balcón—. Debería haberse quedado ya sin cuerda, ¿no?
—Voronoff ya no tenía al llegar a ese punto —coincidió Sybilline.
—El muy idiota ha puesto demasiada cuerda —dijo Fischetti. Le dio un sorbo a la copa de vino y estudió las profundidades con renovado interés—. Ya ha alcanzado el límite, pero es demasiado tarde.
Llevaba razón. Cuando el punto verde brillante alcanzó la altura de la niebla, el hombre seguía cayendo igual de rápido. La pantalla lo mostró en una última vista lateral antes de que se desvaneciera en la capa blanca; después solo quedó el tirante filamento de su cuerda. Pasaron los segundos, primero los tres o cuatro que había tardado Voronoff en reaparecer y después diez… y después veinte. A los treinta segundos la gente ya empezaba a sentirse un poco incómoda. Obviamente habían visto ocurrir aquel tipo de cosas antes y tenían cierta idea sobre lo que esperar.
Pasó casi un minuto antes de que saliera el hombre.
Ya me habían dicho lo que les pasaba a los pilotos de los planeadores cuando profundizaban demasiado, pero no me había imaginado algo tan malo. El hombre había penetrado demasiado en la niebla. La presión y la temperatura habían podido con la endeble protección de su traje. Estaba muerto: cocido vivo en unos pocos segundos. La cámara se regodeó en el cadáver, trazando con cariño el horror de lo que le había pasado. Sentí náuseas y aparté la mirada de la pantalla. Había visto cosas horribles durante mis años de soldado, pero nunca sentado ante una mesa y digiriendo una comida abundante y lujosa.
Sybilline se encogió de hombros.
—Bueno, tenía que haber usado una cuerda más corta.
Más tarde, caminamos por el tallo de vuelta a la plataforma de aterrizaje, en la que nos esperaba el teleférico de Sybilline.
—Bueno, Tanner, ¿adonde podemos llevarte? —me preguntó.
No es que estuviera disfrutando de su compañía, tenía que admitirlo. Había empezado con mal pie y, aunque me sentía agradecido por el viaje turístico al tallo, la frialdad con la que habían reaccionado ante las muertes de los saltadores de niebla había hecho que me preguntara si no hubiera sido mejor acabar en las manos de los cerdos que habían mencionado.
Pero no podía desaprovechar una oportunidad semejante.
—Supongo que volveréis a la Canopia en algún momento, ¿no?
Ella pareció alegrarse.
—Si quieres venir con nosotros, no hay ningún problema en absoluto. De hecho, insisto.
—Bueno, no te sientas obligada. Ya has sido lo bastante generosa. Pero si no os supone una molestia…
—En absoluto. Sube al coche.
El vehículo se abrió, Fischetti subió al asiento del conductor y los demás a la parte de atrás. Nos elevamos; el movimiento del teleférico empezó a resultarme familiar, aunque no del todo cómodo. El suelo desaparecía con rapidez; alcanzamos los intersticios de la Canopia y mantuvimos un ritmo casi regular conforme el teleférico escogía su ruta por uno de los caminos de cables.
En aquel momento fue cuando realmente empecé a pensar que tendría que haber probado suerte con los cerdos.
—Bueno, Tanner… ¿has disfrutado de tu comida? —me preguntó Sybilline.
—Como tú dijiste, es toda una vista.
—Bien. Necesitabas energía. O, al menos, la necesitarás. —Con gran agilidad, metió la mano en un compartimento dentro de la tapicería del vehículo y sacó una desagradable pistolita—. Bueno, para dejar claro lo que ya es obvio, esto es un arma y te estoy apuntando con ella.
—Un diez en capacidad de observación —miré a la pistola. Parecía hecha de jade y tenía demonios rojos grabados. La boca del cañón era pequeña y oscura, y ella lo sostenía con firmeza.
—Lo que intento decirte —continuó Sybilline— es que no deberías pensar en hacer nada impropio.
—Si hubierais querido matarme podríais haberlo hecho ya una docena de veces.
—Sí. Pero tu razonamiento solo tiene un fallo. Sí que queremos matarte. Pero no a la vieja usanza.
Debería haber sentido un temor inmediato en cuanto sacó la pistola, pero mi mente había tardado unos segundos en asimilar la situación y decidir que, de verdad, era la mala como parecía.
—¿Qué me vais a hacer?
Sybilline hizo una señal a Waverly.
—¿Puedes hacerlo aquí?
—Tengo las herramientas, pero preferiría hacerlo en el dirigible —Waverly asintió con la cabeza—. Puedes seguir apuntándolo con la pistola hasta entonces, ¿no?
Les pregunté de nuevo qué iban a hacerme, pero de repente nadie parecía interesado en lo que yo tenía que decir. Me había metido en un buen lío, aquello estaba claro. La historia de Waverly de que me había disparado para protegerme de los cerdos nunca me había parecido muy convincente pero ¿cómo se la iba a discutir? Seguía diciéndome que si hubieran querido matarme…
Buen argumento. Pero, como Sybilline había dicho, aquel razonamiento tenía cierto fallo…
No tardamos mucho en llegar al dirigible atrapado. Mientras nos balanceábamos hacia arriba, tuve una excelente vista de la nave atrapada, colgada a una altura precaria sobre la ciudad. No había luces de la Canopia cerca de ella, ni señales de ocupación humana en las ramas que la soportaban. Recordé que me habían dicho que era un lugar agradable y discreto.
Aterrizamos. Para entonces Waverly también había encontrado una pistola; y cuando salí a la rampa de conexión que llevaba a la barquilla, Fischetti me cubría con una tercera arma. Lo único que podía hacer era saltar.
Pero no estaba tan desesperado. Todavía.
Dentro de la barquilla, me escoltaron de vuelta a la silla en la que me había despertado hacían tan solo un par de horas. Aquella vez Waverly me ató al asiento.
—Bueno, manos a la obra —dijo Sybilline de pie con la cadera inclinada y la pistola en la mano, como si se tratara de una elegante boquilla para fumar—. Ya sabes que no es neurocirugía.
Se rió.
Waverly pasó los siguientes minutos dando vueltas alrededor de mi silla y emitiendo extraños gruñidos que podrían haber indicado disgusto. De vez en cuando me tocaba el cuero cabelludo y lo examinaba con dedos delicados. Después, al parecer satisfecho, sacó algunos instrumentos de alguna parte a mis espaldas. Fuera lo que fuera, parecía médico.
—¿Qué vais a hacer? —le pregunté, intentando de nuevo sacarles una respuesta—. No conseguiréis mucho torturándome, si es lo que tenéis pensado.
—¿Piensas que voy a torturarte? —Waverly tenía uno de los dispositivos médicos en la mano, una complicada cosa en forma de sonda hecha de cromo y con parpadeantes luces de estado integradas—. Me divertiría, lo reconozco. Soy un sádico colosal. Pero, aparte de mi propia satisfacción, no serviría a ningún otro propósito. Hemos rastreado tus recuerdos, así que sabemos lo que podrías contarnos si te causáramos dolor.
—Estás faroleando.
—No, es cierto. ¿Tuvimos que preguntarte tu nombre? No, no lo hicimos. Pero sabíamos que te llamabas Tanner Mirabel, ¿no?
—Entonces sabéis que digo la verdad. No tengo nada que ofreceros.
Él se inclinó sobre mí y sus lentes hacían ruiditos mientras absorbían datos visuales en un espectro de gama desconocido.
—Realmente no sabemos lo que sabemos, señor Mirabel. Suponiendo que sea tu verdadero nombre. Ahí dentro está todo muy borroso, ¿sabes? Restos de recuerdos confusos… partes completas de tu pasado a las que no podemos acceder. Comprenderás que eso no nos predispone demasiado a confiar en ti. Quiero decir, aceptas que es una respuesta razonable, ¿verdad?
—Acaban de reanimarme.
—Ah, sí… y los Mendicantes del Hielo suelen hacer un trabajo maravilloso, ¿no es así? Pero en tu caso no se podría restaurar el conjunto ni siquiera con su habilidad.
—¿Trabajáis para Reivich?
—Lo dudo. Nunca había oído hablar de él. —Miró a Sybilline, como si necesitara consultar su opinión al respecto. Ella hizo lo que pudo por disimularlo, pero me di cuenta de que fingía el equivalente facial a un encogimiento de hombros; abrió los ojos mucho durante un instante como si dijera que tampoco había oído hablar de Reivich.
Y parecía de verdad.
—De acuerdo —dijo Waverly—. Creo que puedo hacer esto rápida y limpiamente. Resulta útil que no tengas otros implantes en la cabeza que estorben.
—Hazlo de una vez —le pidió Sybilline—. No tenemos toda la puta noche.
Waverly me puso el instrumento médico en el cráneo, de modo que pude sentir su fría presión en la piel. Escuché un «clic» cuando empujó el gatillo…
El jefe de seguridad estaba de pie frente a su prisionero y lo estudiaba como un escultor estudia las primeras cinceladas de un trabajo en curso; satisfecho con el esfuerzo que ha tenido lugar, pero muy consciente de la labor que le queda por delante. Había mucho por hacer, pero se prometió a sí mismo que no cometería errores.
Sky Haussmann y el saboteador estaban prácticamente solos. La sala de tortura era un anexo lejano y casi olvidado de la nave, solo accesible a través de una de las rutas de tren que todos suponían en desuso. Sky había equipado él mismo la sala y las cámaras que la rodeaban con presión y calor, conectándola al sistema linfático de tuberías de suministro de la nave. En principio, una inspección detallada del consumo de potencia/aire podría haber revelado la existencia de la habitación pero, como posible problema de seguridad, el asunto se le hubiera comunicado a Sky en persona. Nunca había pasado; dudaba que pasara alguna vez.
El prisionero estaba en la pared, atado a ella con piernas y brazos extendidos y rodeado de máquinas. Cables neurales se le hundían en el cráneo, conectados a los implantes de control enterrados en su cerebro. Aquellos implantes eran sumamente rudimentarios, incluso para los quiméricos, pero hacían su trabajo. En general, estaban unidos a las regiones del lóbulo temporal asociadas con las experiencias religiosas profundas. Los epilépticos llevaban mucho tiempo hablando de la sensación de divinidad que notaban cuando una actividad eléctrica intensa pasaba por aquellas regiones; lo único que hacían los implantes era someter al saboteador a una versión suave y controlada de los mismos impulsos religiosos. Probablemente así lo habrían controlado sus dueños y así había sido el quimérico capaz de entregarse tan desinteresadamente a su causa suicida.
Sky lo controlaba a través de los mismos canales de devoción.
—¿Sabes? Nadie te menciona últimamente —comentó Sky.
El saboteador lo miró con sus ojos de media luna inyectados en sangre, bajo pesados párpados.