—Khan era un puto imbécil descuidado, ¿sabes?… Nunca deberían haberlo dejado al mando después de las revueltas del 15… Si yo me hubiera salido con la mía, el capullo hubiera pasado congelado el resto del viaje, o tirado en el espacio… Perder su masa nos habría dado justo la ventaja en la desaceleración que buscábamos…
—¿De verdad, señor?
—¡Literalmente no, maldito imbécil! ¿Qué pesa un hombre? ¿Una decena de millones menos que la masa de una de nuestras naves? ¿Qué clase de puñetera ventaja sería esa?
—No mucha, señor.
—No valdría una mierda, no. Tu problema, Titus, es que te tomas todo al pie de la letra… como un puto amanuense pendiente de cada palabra, con la pluma dispuesta sobre el pergamino…
—No soy Titus, señor. Titus era mi padre.
—¿Qué? —Durante un segundo, Balcazar lo fulminó con la mirada, con sus ojos amarillos llenos de desconfianza—. Bah, ¡qué más da, maldito idiota!
Pero, en realidad, era uno de los mejores días de Balcazar. No había tenido lapsus de surrealismo total. Podía llegar a estar mucho peor: tan poéticamente indirecto como una esfinge, si estaba de humor. Quizá alguna vez hubiera existido un contexto que dotara de significado hasta a sus afirmaciones más dementes, pero a Sky le parecían solo desvarios en un prematuro lecho de muerte. No era problema suyo. Balcazar pocas veces requería réplica cuando entraba en modo de soliloquio. Si Sky le hubiera respondido de verdad (o incluso atrevido a cuestionar algún detalle específico y nimio del monólogo interior de Balcazar), la conmoción, probablemente, le hubiera provocado el fallo de varios órganos, a pesar del relajante que le había administrado Rengo.
Eso sí que sería conveniente
, pensó Sky.
—Supongo que ahora podrá decirme de qué va esto, señor —dijo Sky después de unos minutos.
—Claro, Titus, claro.
Y con la misma tranquilidad que si se tratara de dos amigos recordando los buenos tiempos ante un par de pisco sours, el capitán le contó que se dirigían a un cónclave de miembros de alto rango de las tripulaciones de la Flotilla. Sería el primero en muchos años, precipitado por la llegada inesperada de noticias desde el sistema de Sol. Un mensaje de casa, en otras palabras, que contenía elaborados proyectos técnicos. Era el tipo de suceso exterior que bastaba para lograr una especie de unidad en la Flotilla, incluso en medio de una guerra fría. Era el mismo tipo de regalo que quizá hubiera aniquilado al
Islamabad
, cuando Sky era todavía muy joven. Ni siquiera en aquellos momentos se sabía con certeza si Khan había decidido beber de aquel cáliz envenenado o si el accidente había pasado por un puro capricho maligno cósmico. Y había llegado otra promesa que podía aumentar la eficiencia de los motores, si hacían ciertos cambios sin importancia a la topología del confinamiento magnético; todo muy seguro, decía el mensaje… verificado infinitas veces en casa, con modelos de motores como los de la Flotilla; el margen de error era realmente despreciable si se tomaban ciertas precauciones…
Pero, al mismo tiempo, había llegado otro mensaje.
«No lo hagáis”, decía el otro mensaje. “Intentan engañaros».
No importaba mucho que el segundo mensaje no ofreciera ninguna razón plausible que explicara el intento de engaño. La duda que introducía bastaba para darle al cónclave un punto de tensión completamente nuevo.
Finalmente el
Palestina
, donde se celebraría la reunión, entró en su campo visual. Toda una nube de taxis lanzadera se dirigía a él desde las otras tres naves transportando a sus oficiales de mayor rango. La elección del lugar de encuentro se había realizado a toda prisa, pero aquello no quería decir que el proceso hubiera carecido de dificultad. Pero el
Palestina
era la elección obvia. En cualquier guerra, pensó Sky, fría o no, siempre beneficiaba a todos los participantes acordar un campo neutral, ya fuera para negociación, para intercambio de espías o (si todo lo demás fallaba) para las primeras demostraciones con las nuevas armas… y el
Palestina
era la nave que había asumido el papel.
—¿Realmente piensa que es una trampa, señor? —preguntó Sky cuando Balcazar finalizó una de sus sesiones de toses—. Quiero decir, ¿por qué iban a hacer algo así?
—¿Por qué narices iban a hacer qué?
—Intentar matarnos, señor, transmitiendo datos técnicos erróneos. No hubieran obtenido ningún beneficio en casa. Es increíble que tan siquiera se molesten en enviarnos nada.
—Exactamente. —Balcazar escupió la palabra, como si aquella obviedad fuera más que despreciable—. Tampoco ganarían nada por mandarnos algo útil… y les supondría mucho más trabajo que enviarnos algo peligroso. ¿Es que no lo ves, pequeño idiota? Dios nos ayude a todos si uno de los de tu generación llega a ponerse al mando… —dejó la frase en el aire.
Sky esperó a que terminara de toser y, después, de resollar.
—Pero debe haber alguna motivación…
—Pura malicia.
Estaba pisando terreno peligroso, pero siguió adelante.
—La malicia bien podría estar en el mensaje que nos advierte que no apliquemos los cambios.
—Ah, ¿y estás dispuesto a arriesgar cuatro mil vidas para probar tu pequeña especulación de colegial?
—No es asunto mío tomar esa decisión, señor. Solo digo que no envidio su responsabilidad.
—¿Y qué sabrás tú de responsabilidad, de todas formas, insolente enano gilipollas?
Muy poco, pensó Sky. Pero algún día… quizá un día no muy lejano, todo podría cambiar. Pensó que sería mejor no responder, así que siguió conduciendo el taxi en un silencio solo roto por las labores cardiovasculares del viejo.
Pero pensó mucho. Sobre algo que Balcazar había dicho; aquella observación acerca de que sería mejor enterrar a los muertos en el espacio en vez de transportarlos hasta el mundo de destino. Tenía cierto sentido, si se pensaba bien.
Cada kilogramo que contenía la nave era otro kilogramo a desacelerar a partir de la velocidad de crucero interestelar. La masa de las naves era de cerca de un millón de toneladas… diez millones de veces la masa de un hombre, como había dicho Balcazar. Las sencillas leyes de la física de Newton le indicaban a Sky que al disminuir la masa de una nave en aquella cantidad se obtendría un aumento proporcional de la velocidad a la que desaceleraría la nave, suponiendo la misma eficiencia de los motores.
Una mejora de una diezmillonésima parte no era muy espectacular… pero ¿quién decía que bastaba con la masa de un solo hombre?
Sky pensó en los pasajeros muertos que el
Santiago
transportaba: los durmientes a los que su estado médico no les permitía la reanimación. Solo la sentimentalidad humana decía que debían llevarlos hasta Final del Camino. Y, ya puestos, la enorme y pesada maquinaria que los mantenía también podía descartarse. Pensó en el tema un poco más y comenzó a creer que no sería imposible librarse de toneladas de masa. Así dicho, parecía casi convincente. La mejora seguiría siendo mucho menor que una milésima parte del peso. Pero ¿quién decía que no se perderían más durmientes en los años siguientes? Podían salir mal un millón de cosas.
Era un asunto peligroso eso de estar congelado.
—Quizá deberíamos esperar a ver, Titus —dijo el capitán sacándolo de sus pensamientos—. No sería un mal enfoque, ¿no?
—¿Esperar a ver, señor?
—Sí. —En aquellos momentos el capitán mostraba una fría claridad, pero Sky sabía que podía desaparecer tan fácilmente como había aparecido—. Esperar a ver lo que los otros hacen sobre el asunto, quiero decir. Ellos también habrán recibido el mensaje, como sabes. Habrán debatido lo que hacer también, por supuesto… pero no podrán venir a discutirlo en el cónclave.
El capitán parecía bastante lúcido, pero Sky tenía problemas para seguirlo. Hizo lo que pudo por disimularlo.
—Hace mucho tiempo que no los menciona, ¿no?
—Por supuesto. Uno no va por ahí soltándolo, Titus… tú más que nadie deberías saberlo. Las lenguas sueltas hunden barcos, o algo así. O hacen que los descubran.
—¿Descubran, señor?
—Bueno, sabes de sobra que nuestros amigos de las otras tres naves ni siquiera parecen saber nada sobre ellos. Hemos introducido espías en los puestos más importantes de las otras naves y no se ha mencionado nada sobre ellos.
—¿Podemos saberlo con certeza, señor?
—Bueno, creo que sí, Titus.
—¿Sí, señor?
—Por supuesto. Tú pegas bien la oreja a las paredes del
Santiago
, ¿no? Sabes que la tripulación conoce los rumores sobre la sexta nave, aunque la mayoría no le dé crédito.
Sky ocultó su sorpresa lo mejor que pudo.
—La sexta nave es solo un mito para la mayoría de ellos, señor.
—Y así la mantendremos. Nosotros, por otro lado, sabemos la verdad.
Sky pensó para sí,
así que es real. Después de todo este tiempo, la puñetera cosa realmente existe. Al menos en la mente de Balcazar
. Pero el capitán parecía hablar como si Titus también lo hubiera sabido. Como la sexta nave podría ser un asunto de seguridad, independientemente de lo poco que se supiera, era muy posible que Titus lo supiera. Y Titus había muerto antes de poder pasarle a su sucesor aquella información en concreto.
Sky pensó en Norquinco, su amigo de los tiempos en los que viajaba en los trenes. Recordaba bien que Norquinco estaba convencido de la realidad de la sexta nave. A Gómez tampoco había costado mucho convencerlo. Había pasado un año aproximadamente desde la última vez que hablara con ellos, pero Sky se imaginó a los dos junto a él en aquellos momentos, asintiendo en silencio y disfrutando de la forma en que se estaba viendo obligado a aceptar tranquilamente aquella verdad; aquella cosa que tan firmemente había negado. Casi no había pensado en el tema desde la conversación en el tren, pero en aquellos instantes se devanaba los sesos intentando recordar lo que le había contado Norquinco.
—La mayoría de los que se creen el rumor —dijo— asume que la sexta nave está muerta, que solo flota detrás de nosotros.
—Lo que solo nos demuestra que existe un ápice de verdad bajo el rumor. Está a oscuras, claro, sin luces que demuestren presencia humana, pero podría ser un subterfugio. Su tripulación podría seguir viva y dirigiéndola en silencio. No podemos adivinar su fisiología, claro está, y seguimos sin saber lo que ocurrió realmente.
—Sería bueno saberlo. Especialmente ahora. —Sky hizo una pausa y corrió lo que sabía sería un importante riesgo—. Dada la gravedad de la situación actual, con este mensaje técnico de casa, ¿hay algo más sobre la sexta nave que tenga que saber, cualquier cosa que nos pueda ayudar a tomar una decisión?
Para gran alivio de Sky, el capitán negó con la cabeza sin rencor.
—Has visto lo mismo que yo, Titus. Lo cierto es que no sabemos nada más. Me temo que esos rumores resumen tanta información como tenemos realmente.
—Una expedición debería resolver el asunto.
—Como nunca te cansas de decirme. Pero considera los riesgos: sí, está justo dentro del alcance de nuestras lanzaderas. Aproximadamente a medio segundo luz de nosotros la última vez que pudimos localizarla con precisión en el radar, aunque en alguna ocasión tuvo que haber estado mucho más cerca. Sería más fácil si pudiéramos llenar el depósito una vez allí. Pero ¿qué pasa si no quieren visitas? Han mantenido la ilusión de que no existen durante más de una generación. Puede que no estén dispuestos a perder eso sin luchar.
—A no ser que estén muertos. Parte de la tripulación piensa que los atacamos y que los borramos de los archivos históricos.
El capitán se encogió de hombros.
—Quizá sea lo que ocurrió. Si pudieras borrar un crimen como ese, lo harías, ¿no? Pero puede que algunos sobrevivieran y decidieran no llamar la atención, de modo que pudieran cogernos por sorpresa una vez más avanzado el viaje.
—¿Crees que este mensaje desde casa será suficiente para sacarlos al descubierto?
—Quizá. Si los anima a jugar con su motor de antimateria y el mensaje es una trampa…
—Iluminarán medio cielo.
El capitán se rió entre dientes, un sonido cruel y húmedo que pareció ser la señal que necesitaba para dormirse de verdad. El resto del viaje transcurrió sin incidentes, pero la mente de Sky volaba de todos modos, intentando digerir lo que había aprendido. Cada vez que pronunciaba las palabras era como si se diese una bofetada en la mejilla; un castigo por su propia presunción al dudar de Norquinco y de los demás creyentes.
La sexta nave existía. La sexta nave existía
…
Y aquello tenía el potencial necesario para cambiar cualquier cosa.
Me bajaron de nuevo al Mantillo. Me desperté en el teleférico cuando descendía a través de la noche, con la lluvia golpeando las ventanas del vehículo. Durante un instante pensé que estaba con el capitán Balcazar y que lo acompañaba por el espacio hasta su reunión a bordo de la otra nave de la Flotilla. Los sueños parecían hacerse más insistentes y me metían cada vez más en el interior de los pensamientos de Sky, de modo que resultaba más duro sacudírmelo de encima cuando me despertaba. Pero en el compartimiento del teleférico solo estábamos Waverly y yo.
No estaba muy seguro de que aquello mejorara las cosas.
—¿Cómo te sientes? Creo que hice un buen trabajo.
Estaba sentado frente a mí con una pistola. Recordé que me había empujado una sonda contra la cabeza. Levanté una mano para tocarme el cuero cabelludo. Tenía una zona afeitada sobre la oreja derecha, todavía cubierta de sangre reseca, y sentía algo duro enquistado bajo la piel.
Dolía como mil demonios.
—Creo que necesitas más práctica.
—La historia de mi vida. Pero eres un tipo extraño. ¿Qué es esa sangre que te sale de la mano? ¿Tienes alguna enfermedad que deba saber?
—¿Por qué? ¿Supondría alguna diferencia?
Debatió la pregunta consigo mismo unos segundos antes de responder.
—No, probablemente no. Si puedes correr, nos vales.
—¿Os valgo para qué? —me toqué de nuevo la cabeza—. ¿Qué me has puesto dentro?
—Bueno, deja que te lo explique.
No esperaba que fuera tan hablador, pero comencé a entender por qué tenía sentido que yo entendiera algunos de los hechos. No era tanto porque se preocuparan por mi bienestar, sino por la necesidad de prepararme de la forma adecuada. En juegos anteriores había quedado claro que el cazado era mucho más entretenido si sabía exactamente lo que ocurría y sus posibilidades de ganar.