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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (4 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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En el bar, a base de preguntas discretas e indirectas, me enteré de que, si buscaba un celador serio, consciente, diligente, responsable y trabajador, para nada estaba hablando de Adrián Gornal.

Cuando Adrián acabó su turno y lo seguí por los pasillos del hospital, se cruzó como mínimo con cuatro personas que le preguntaron qué le pasaba, que no tenía buen aspecto. Él dijo que no se encontraba muy bien y que estaba pensando en pedir la baja. Me imaginé que habitualmente debía de ser una persona charlatana y comunicativa, con chistes cómplices para compañeros y piropos más o menos groseros para las compañeras, pero una oscura tormenta interior le estaba privando de su euforia.

Como lo demostraba, además, su tendencia a beber más de la cuenta. Al salir del hospital, se metió en dos bares donde le conocían y se atizó dos coñacs en cada uno sin saborearlos, de manera compulsiva, mientras parecía seguir discutiendo violentamente consigo mismo. Salió de los dos establecimientos diciendo: «Apúntamelo en la cuenta» y los dos propietarios, como si se hubieran puesto de acuerdo, le hicieron notar que su cuenta ya no admitía más añadidos. De todas formas, consiguió largarse sin pagar.

El cogió su coche (un Seat Ibiza amarillo con la puerta del conductor abollada) y yo el mío, y le seguí hasta el barrio de Gracia, donde vivía. Su piso estaba en un edificio pobre, que se aguantaba en pie sólo porque, cuando los obreros habían puesto los ladrillos, Isaac Newton todavía no había descubierto la ley de la gravedad. Cuando vi en su ventana los destellos de luz azulada del televisor, deduje que esa noche no tenía pensado salir y me fui a casa para redactar el informe de la jornada.

Al día siguiente, jueves, pasé por la agencia. Sólo asomé un momento la cabeza para preguntarle a Beth si quería bajar conmigo a tomar un café. Aceptó encantada.

Hacía pocos días que aquella chica había dejado de ser adolescente y todavía hacía menos que nos llenaba la agencia con su entusiasmo juvenil. A Biosca y a mí nos tenía instalados en el mismo altar que Sherlock Holmes, Poirot, Marlowe (Philip) y Sam Spade y fijaba sus ojos en nosotros como si fuéramos estrellas de cine y como si esperase nuestra aprobación para poder entrar a formar parte de este club de privilegiados. Se había tomado muy en serio el trabajo que le había encargado y traía escritas muchas páginas en su cuaderno.

Ella pidió una Coca-cola con un Donut y yo un café con leche y sacarina.

Había estado en la Facultad de Medicina y había hablado con unos cuantos alumnos del curso de Adrián Gornal. Quienes lo conocían aseguraban que, desde principio de curso, sólo se había presentado media docena de veces a las clases. Había uno que recordaba que Adrián había metido en el bolso de una de sus compañeras un aparato genital extraído del depósito. Qué divertido.

Todas las notas de Beth se convirtieron, en mi cuaderno, en una sola palabra. «Farsante.» Pobre Flor Font-Roent. Qué disgusto le esperaba.

Y, como mi caso era pura rutina y acabamos en seguida y yo me sentía muy a gusto con Beth y quería continuar un ratito más en su compañía, le pregunté por el caso de Felicia Fochs.

—Ah —exclamó la jovencita—, ¡ése sí que es interesante! —«Ése sí» que delataba que «el otro no». Se puso seria y respetuosa y añadió—: Lo tendrías que llevar tú, y no el baboso de Octavio.

Con un gesto di a entender que no tenía ningún interés en ejercer de guardaespaldas de actrices histéricas. Porque se trataba de eso, ¿verdad? Pura paranoia y puro histerismo.

Mi suposición abrió de par en par los ojos dorados de Beth.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó—. ¿Es verdad que eres superdotado?

Escena 3

Beth me contó que el día anterior Felicia Fochs y su hermana habían irrumpido en la agencia literalmente envueltas en una nube de histerismo, salpicando gritos y lágrimas a su alrededor. Bueno, más Felicia que su hermana, que parecía más irritada que alarmada y que, a los chillidos de la actriz, sumaba sus rapapolvos, insultos y excusas.

Era un caso de acoso telefónico.

Las Fochs vivían en una urbanización llamada Torres del Cielo, en las afueras de Barcelona, en una casa aislada de las otras, en medio del bosque. Desde hacía una semana, por las noches, cuando estaban solas en casa, Felicia recibía llamadas anónimas, tanto en su teléfono móvil como en el fijo del domicilio. Un desconocido amenazaba con violarla y asesinarla si ella no accedía a entregarse a él en un lugar solitario. En más de una ocasión, el acosador había demostrado que estaba realmente cerca de la casa, con observaciones sobre detalles que sólo podía saber alguien que estuviera vigilando en ese mismo momento desde el exterior. Llamaba desde un teléfono móvil y utilizaba un distorsionador de voz.

La hermana de Felicia, la locutora de radio, aseguraba que hacía tres días, el sábado pasado, había visto al comunicante anónimo en el jardín del chalet. En el preciso momento en que Felicia estaba recibiendo una llamada y aquella voz distorsionada le decía que estaba muy próximo a ella, la hermana encendió ele golpe las luces del jardín y miró por la ventana. Había alguien justo al otro lado de la cerca, en la calle, alguien con la mano puesta al lado de la mejilla, como hablando por teléfono, una sombra que, al encenderse las luces, se volvió de espaldas y echó a correr. Un visto y no visto. Emilia Fochs, sin embargo, aseguraba que le había hecho pensar en un tal Raúl Vendrell, un ex novio de Felicia. Beth estaba muy contenta porque Biosca le había encargado que investigara al tal Raúl.

—¿Y no han podido localizar el número desde el que llama? —pregunté.

—No. Cuando llaman, o bien no contesta, o bien está desconectado.

—Seguramente —dije—, será un móvil de tarjeta comprado anónimamente en unos grandes almacenes.

—Es lo que dijo Octavio, como si él lo hubiera hecho muchas veces —rió Beth. Y añadió, tan entusiasmada como si estuviera explicando una aventura apasionante—: Resulta que Felicia Fochs es una miedica increíble. Ella, que últimamente hizo aquella peli de la
Reina de la Luz
, ¿no la has visto? Que hacía de supermujer y se enfrentaba a un rinoceronte mutante…

Moví la cabeza para indicarle que no había visto el film pero que ya podía hacerme una idea, y ella se sonrojó al interpretar que los superdotados nos ofendíamos si alguien suponía que íbamos a ver según qué.

—Total —abrevió—, que es una miedosa que por cuatro llamaditas de nada ya se hizo pipí encima. Venía temblando y tartamudeando como si ya la hubieran violado tres o cuatro veces. En cuanto vio la caja fuerte de Biosca creo que en seguida pensó en meterse dentro, fortificarse y no salir nunca más.

—No te rías —la corté, muy serio—. Un acoso de este tipo no es para tomárselo a broma. Dices que el individuo tiene control de sus movimientos; eso significa que está en las inmediaciones de su casa. Y, si utiliza un distorsionador de voz, es probablemente porque teme que Felicia lo reconozca, o sea, que se trata de algún conocido.

Beth abrió la boca de tal manera que casi se le dislocó la mandibula.

—¡Claro! —exclamó, y se puso a escribir rápidamente en su cuaderno—. Alguien que la controla de cerca, alguien que ella conoce…

—Además —añadí, encantado de poder deslumbrar a aquella chica tan guapa—, un distorsionador de voz es caro y no es fácil de conseguir. Indica un grado de preparación y de elaboración excepcional. Se ha tomado demasiadas molestias como para pensar que se trate de un bromista inofensivo. ¿Pero nadie en la agencia dijo nada de todo esto?

Ella negó con la cabeza mientras copiaba cada una de mis palabras, al dictado. Levantó la mirada.

—No… El barullo que montaban Felicia Fochs y su hermana no nos dejaba pensar.

—Por eso —sentencié—, lo mejor es distanciarse, para poder ver las cosas con perspectiva. A veces, si las cosas te las explica una tercera persona las emociones no te tocan de tan cerca y no te obnubilan.

Beth estuvo a punto de lanzar un grito de fervor. E hizo todo lo posible por transcribir mi frase palabra por palabra, «…Las emociones no te tocan de tan cerca y no te obnubilan.»

—Pero si apuntas cada cosa que digo, no acabaremos nunca, y esta mañana todavía tengo trabajo —dije, benevolente y modesto, mientras hacía una señal al camarero para que me cobrase.

—Claro, claro. Perdona —cada vez se ruborizaba más, la pobre, y descubrí que me encantaba ver aquellos coloretes en su rostro limpio de malicia.

—Acaba de contármelo —le pregunté—. ¿Qué medidas han tomado, Biosca y Octavio?

—Ah. Sí, claro. Bueno, los planes más inmediatos de Octavio no iban más allá de tocarle el culo a Felicia Fochs, ya te lo puedes imaginar. —Reímos—. Y Biosca… Bueno, descartó la colaboración de la policía porque las Fochs ya acudieron a la policía municipal y a la nacional y a la guardia civil y al juzgado de guardia y nadie les ha hecho caso. O, como mínimo, no les han hecho tanto caso como ellas querían. No hay ningún cuerpo policial que pueda poner guardias cada noche vigilando la casa. Era divertido porque, a medida queBiosca iba hablando, Felicia Fochs se iba poniendo más y más pálida, que parecía que estuviera a punto de desmayarse. Decía Biosca: «Este tío, poca broma, éste es de los que, si no se les para a tiempo, acaban haciendo un disparate», y Felicia se agarraba al borde de la mesa como si estuviera cayendo por un precipicio. «¿Usted cree?», gemía. Y Biosca: «Todos los asesinos en serie han empezado haciendo cosas así, tonterías sin importancia, como manías que parece que no conducen a ninguna parte y, de pronto, cuando menos te lo esperas, ¡ñac!» Al oír aquel ñac, Felicia Fochs pegó un saltito y gritó: «Por favor, por favor, pagaré lo que sea»…

—…¡Que era lo que él quería escuchar! —exclamamos al unísono. Y nos reímos, felices de estar juntos.

Me cobraron. Ya teníamos que separarnos, pero todavía nos resistíamos.

—Finalmente, Biosca decidió que Octavio fuera a casa de las Fochs para vigilar desde dentro y organizar un sistema de grabación de las llamadas entrantes. Imagínate cómo se puso Octavio. Era el hombre más feliz del mundo. Sacó su pistolón y empezó a hacer todas esas posturitas que tanto le gustan.

Nos despedimos y, dos travesías más allá, me pregunté por qué no lo habíamos hecho con los besos rituales en la mejilla. Me dije que debía de ser porque éramos compañeros de trabajo y los compañeros de trabajo evitan este tipo de formalismos. Si no, la llegada al trabajo, cada mañana, sería un embrollo de besitos y apretones de mano. Lo lamenté.

Y, de vuelta a mi caso, aquel día fue cuando conocí a Ramón Casagrande.

Escena 4

Ramón Casagrande era un individuo alto y delgado, convulso y movedizo como una cola de lagartija, con unos brazos largos que no podían estarse quietos. Trabajaba de visitador médico y entraba y salía de las consultas de los doctores, seguramente ofreciéndoles pociones mágicas que curaban hasta los pies planos. A primera vista, me pareció que Adrián Gornal iba tras él, haciéndole la pelota como si quisiera pedirle algún favor importante. Después resultó que eran amigos y, tan pronto como el celador terminó su turno, se fueron alegremente a tomar unas cervezas y jugar al billar en un bar de la Avenida de Sarriá. Milagrosamente, Adrián Gornal había recuperado su sonrisa y una elocuencia que me permitió imaginármelo seduciendo a Flor. Codazos de complicidad, golpecitos amistosos en el hombro, guiños, carcajadas contagiosas, chistes que hacían felices a todos los que le rodeaban.

Pensé que estaba fingiendo.

Cenaron con abundancia de vino y licores y, después, se fueron a una macrodiscoteca de Cerdanyola llamada Crash y situada muy cerca de una salida de la autopista C-58.

Noche de juerga y borrachera con un estilo que no le pegaba nada a un alma sensible. Flor Font-Roent no aprobaría en absoluto aquel comportamiento de su novio.

Ramón Casagrande saludó con efusión y familiaridad a los gorilas de la entrada.

El local había sido diseñado por un arquitecto que, muy considerado, tuvo en cuenta las necesidades concretas de los trabajadores de mi ramo. En el primer piso, había una especie de segunda discoteca añadida, metida en algo que parecía una urna de cristal y reservada para los clientes más maduros. Allí, en lugar de música tecno a toda pastilla, sonaban grandes éxitos de los años sesenta, setenta y ochenta. Al tener las paredes de cristal y estar alzada sobre la planta del local de abajo, lo dominaba por completo, lo cual me permitía controlar los movimientos de los dos a quienes vigilaba con total discreción y comodidad, sentado en una butaca y con una copa en la mano.

Era jueves por la noche, y abajo no había demasiada gente. Adrián y su amigo se acodaron en la barra y pidieron unas copas. Pronto captaron la atención de tres chicas aburridas que se les acercaron y se pusieron a hablar con ellos. Era evidente que el polo de atracción magnético que las había arrastrado hasta ellos era Adrián y sus
good looks
, y no Casagrande, más introvertido y torpe en el trato personal. Adrián bromeaba y se dejaba querer. El otro no paraba de moverse y disfrutaba de las ventajas de contar con un cómplice seductor como el que le acompañaba. No obstante, en seguida, me pareció que el amigo de mi objetivo tenía la cabeza ocupada por unas preocupaciones que le impedían concentrarse en faenas tan complicadas como ligar, por ejemplo.

Adrián mariposeando alrededor de Casagrande con ocultas intenciones y Casagrande en Babia. Eso también lo apunté en mi cuaderno, aunque no sabía cómo podría formularlo en el informe destinado a Flor. Lo que menos me interesaba de aquella escena era la presencia de las tres chicas y la posible infidelidad de mi objetivo. Había algo mucho más turbio en todo aquello.

Sonó mi móvil.

—¿Ángel Esquius? —dijo una voz femenina y tímida, como de teleoperadora convencida de que la enviarán al cuerno.

—Sí, yo mismo.

—Soy María. —Pensé: «¿María? ¿María? ¿A qué María conozco?» Ella tuvo que insistir, con cierto desasosiego—: María, la amiga de Monica, su hija. Es que Monica me dijo… Pero bueno, si ahora estás ocupado…

María, claro, María. La propietaria de un restaurante.

—¡Ah, María! ¡Sí, sí, claro! —manifesté con un entusiasmo excesivo para compensar la carencia anterior—. Perdona, es que estaba dormido… —«¿Pero qué dices, Esquius? ¿Durmiendo con
Sex Bomb
sonando de fondo a toda pastilla, con el añadido de un rumor de conversaciones y tintineo de copas?»—. Sí, sí, le pedí a Monica que me llamaras… Había pensado que quizá podríamos quedar un día, para charlar un poco, o ir a cenar, o no sé…

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