Con los muertos no se juega (2 page)

Read Con los muertos no se juega Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
11.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Del decorado anónimo de oficina que configuraba el resto de la agencia, se pasaba de golpe a una sala inmensa, con suelo de parquety las paredes forradas de madera, presidida por una mesa descomunal con tapizados rojos y marquetería. Empotrados en la pared, frente al escritorio, seis aparatos de televisión. En el primero se veía una plaza de aparcamiento subterráneo. De esta manera, Biosca se aseguraba de que nadie le pusiera una bomba lapa bajo el coche mientras él estaba pensando en otra cosa. El segundo reproducía la señal de una cámara ilegal enfocada a la calle desde la fachada del edificio, seguramente para controlar que ninguna amenaza exterior se cerniera sobre nosotros. Durante las ocho, o nueve, o diez horas que se pasaba diariamente en su despacho, Biosca disfrutaba de una panorámica inmóvil de la chapuza dedicada a José Antonio, o a la Falange, o a no sé quién, que afea la avenida Josep Tarradellas desde cuando todavía se llamaba Infanta Carlota. Quizás era eso lo que le había vuelto loco. Las otras cuatro cámaras ofrecían la programación de las tres cadenas nacionales y una autonómica. Un poco más allá, una pantalla de plasma de 52 pulgadas sintonizaba simultáneamente la CNN y la FoxNews. Estaba clarísimo que, si empezaba una guerra nuclear, Biosca sería el primero en saberlo y en ponerse en movimiento hacia algún refugio atómico. A la derecha de la mesa, una máquina destructora de documentos por sistema de picado; al lado, otra que lo hacía por incineración, y más allá una tercera que utilizaba un procedimiento químico. Como detalle complementario, la caja fuerte, desproporcionadamente grande y con una puerta que recordaba a la de Fort Knox. Dentro, en vez de dinero, guardaba todo tipo de aparatos de tecnología punta, comprados en «La tienda del espía».

Otro elemento decisivo del mobiliario era Tonet, el guardaespaldas, que siempre estaba a su lado, inexpresivo e impasible como un mueble. Ciento cincuenta kilos de carne humana y el cerebro de propina. Siempre se le podía ver cerca de Biosca, sentado en una silla reforzada con los ojos bizcos fijos en la tele, muy atento y concentrado aunque estuviera apagada.

No culpé a nuestra dienta al notarle una pequeña vacilación. Aquel era el momento crucial en que algunos clientes potenciales daban media vuelta y huían despavoridos, improvisando una excusa los más enteros y gritando como posesos los de alma más frágil.

Por eso, a la clientela que se presentaba por sorpresa, sin cita previa, acostumbrábamos a tomarle los datos a espaldas del jefe, ahorrándole aquel trago. Era la única manera de tener oportunidades de llegar a fin de mes.

—Pase, pase, por favor, no se quede en la puerta —la animó Biosca, muy satisfecho de ser como era—. Y siéntese, siéntese. Usted también, Esquius.

La recién llegada supo encajar el golpe y aquello me gustó. Bastó con un sutil empujoncito de Amelia para tenerla dentro.

Biosca tenía sesenta años recién cumplidos. Era muy delgado, esquelético, y calvo, con un cráneo huesudo y grande que daba a su cabeza el aspecto de gran bombilla. Sus ojos pequeños casi desaparecían entre arrugas cuando recibía clientes, con una expresión sagaz de «a mí no se me escapa ni una». Su ídolo de ficción era Mr. M de las películas de James Bond y estoy seguro de que cada día se levantaba de la cama con la esperanza de que la reina de Inglaterra le llamase para encargarle que salvara el imperio de la amenaza de algún tipo empeñado en destruirlo con la ayuda de un aparato de esos con lucecitas de colorines. Siempre vestía trajes con chaleco comprados en Saville Road y conducía un Jaguar que era la niña de sus ojos.

La dienta y yo nos habíamos sentado ante Biosca y ella respondía a su primera pregunta.

—Me llamo Flor Font-Roent .

El apellido Font-Roent me evocó imágenes de familia barcelonesa de toda la vida; empresarios, consejeros de bancos, directivos del Barça. Biosca también debió de reconocer el linaje de la chica porque su cabeza de bombilla se iluminó como cuando escuchaba lo que para él eran palabras mágicas: «El dinero no es problema; pagaré lo que sea».

—Usted dirá. Puede expresarse con absoluta libertad. Él —me señaló— es Ángel Esquius, nuestro hombre estrella. Es superdotado. —La descendiente de los Font-Roent se volvió hacia mí y, con sus ojos grandes y brillantes, me recorrió de arriba abajo, desde el flequillo a la hebilla del cinturón y otra vez al flequillo, corbata abajo y corbata arriba. Biosca consideró prudente aclarar—: Superdotado. Quiero decir, con un coeficiente de inteligencia muy por encima de la media. Compruébelo usted misma. Diga dos números de cinco cifras.

—Pero…

—Que sí, señorita, que sí. No se preocupe, él ya está acostumbrado. Ya verá. Dos números de cinco cifras.

Ella me miraba con miedo a ofenderme. Pero le daba más miedo contradecir a Biosca. Parecía mucho más peligroso que yo. Le dediqué una sonrisa cómplice, animándola a entrar en el juego, como dando a entender que todo aquello sólo formaba parte del formidable sentido del humor de mi jefe. Interpretar las salidas de tono de Biosca ante los clientes como bromas ingeniosas se había convertido en parte del trabajo de todos los que trabajábamos allí.

—Pues… ¿Dos números de cinco cifras? Cuarenta mil ciento uno y nueve mil quinientos tres —dijo, entre intimidada y desconcertada.

—El segundo número tiene cuatro cifras, no cinco —le hice observar.

—¿Lo ve? —saltó en seguida Biosca, como si con eso su tesis ya hubiera quedado demostrada—. ¿Qué le decía? Ja, ja, ha sido un buen intento, pero no se pilla tan fácilmente a un superdotado. Vamos, vamos, basta de tonterías, Esquius, multiplique mentalmente los dos números.

Sólo calculé las unidades. Total, en aquel momento ya ninguno se acordaba de los números que había dicho Flor, ni tan siquiera ella misma.

—Trescientos millones doscientos veinte mil cuatrocientos trece —dije automáticamente.

—Impresionante, ¿no? —Biosca estalló en una carcajada sonora y la borró de golpe—. Pero no crea, eh, señorita Font-Roent , que tiene truco. Claro que sí. Nunca se lo he pillado, pero tiene truco. De hecho no es superdotado, pero sabe fingirlo. Y eso quiere decir que, al menos, es listo, ¿verdad? —Flor Font-Roent nos miraba alternativamente a los dos y no sabía qué cara poner ni cómo asimilar todo aquello. Yo le sonreía para animarla. «No pasa nada»—.Bueno, diga, diga, cuénteme qué le pasa. Y usted esté atento, Esquius.

Acabada la exhibición circense, pudimos poner manos a la obra.

Escena 3

—Bueno… No sé cómo empezar —murmuró la señorita Font-Roent, después de aclararse la garganta—. Se trata de mi novio. Adrián Gomal. —Utilizaba un tono tan dramático que, por un momento, temí que nos diría que al chico le había dado un ataque de zoofilia y la engañaba con una cabra.

—Adrián Gomal, ¿qué más?

—Adrián Gomal López.

Saqué el bloc de notas y escribí ese nombre encabezando la primera página en blanco. Ella continuó:

—Hace días que tiene un comportamiento extraño que no me puedo explicar. Estoy angustiada y quiero saber qué pasa.

—¿A qué clase de comportamiento se refiere?

Flor se retorcía los dedos.

—No sé cómo decirle… A Adrián le pasa algo y es demasiado orgulloso para decírmelo, y yo le quiero ayudar. —Después de un largo silencio lleno de suspiros, se lanzó—: Lo noté por primera vez el miércoles pasado. —Yo apunté en la libreta: «Mier. 27 de febrero»—. Fuimos a cenar juntos y nos prometíamos una noche maravillosa, pero enseguida observé que él estaba nervioso, disperso, preocupado por alguna tormenta interior. —Anoté: «Tormenta interior»—. Le tenía que repetir las cosas tres veces para que me hiciera caso. Le pregunté: «¿Qué te pasa?» Y él: «No nada, nada». Y, cuando acabamos de cenar, me dijo que no se encontraba bien y se fue a toda prisa. El jueves, no me llamó a las nueve de la noche, como hacía cada día y, cuando finalmente me decidí y le llamé yo, a las nueve y cuarto, me mandó a paseo de mala manera. «¡Me duele la cabeza!», me dijo, con un tono que nunca antes había utilizado conmigo. Al día siguiente, viernes, le estuve esperando en el bar donde solemos quedar, y no se presentó. Y el sábado y el domingo no nos pudimos ver.

Le llamé y le llamé y le llamé, y él nada, no estaba, no contestaba. Y le juro que yo no le he dado ninguna, ni la más mínima, razón que justifique esta actitud arisca.

El rostro de Biosca se había iluminado con una mueca entre triunfal y sarcàstica que significaba: «cuernos». La especialidad de la casa.

—¿Hace mucho que salen juntos? —pregunté.

—Nos conocemos de toda la vida. —Liberó tímidamente una sonrisa tibia, como si ya oyera los arpegios del arpa que en las películas anuncian un flash-back—. Nuestras familias son vecinas desde hace años. Bueno, ahora ya no somos vecinos, porque él hace ya tiempo que no vive con sus padres, porque… Pero salir, salir, lo que se dice salir, sólo hace dos años que salimos.

—¿De qué trabaja Adrián?

—Estudia medicina. Tercero de medicina. Bueno, va a la facultad por las tardes y, por las mañanas, trabaja de celador en el hospital de Traumatología de Collserola.

Incorporé esos datos a la anamnesis que estaba confeccionando.

—¿Qué edad tiene?

—Como yo. Veintisiete años.

Abrí la boca, pero me tragué el comentario. En mi lugar, lo emitió Biosca, con la expresión eufórica que exhibía cuando encontraba un imbécil en su camino.

—¿Veintisiete y todavía está en tercero de medicina? —rió.

Flor Font-Roent dudó, como buscando las palabras que pudieran mostrar a Adrián Gomal bajo la luz más favorable posible.

—Es que… Adrián… Es un poco… rebelde, inquieto. No me malinterpreten: es un alma sensible, un hombre que ha sufrido mucho porque se ha puesto mucho a prueba. Ha viajado por todo el mundo, ha intentado pintar, escribir poesía, encontrar un camino artístico… Y todo eso le ha retrasado la carrera. —Apunté: «Alma sensible» y subrayé ambas palabras y añadí tres signos de exclamación—: Nunca se ha llevado demasiado bien con su padre, y por eso decidió marcharse de casa y buscar trabajo, para demostrarle que podía salir adelante y abrirse camino él solito. Hay gente que le considera poca cosa, pero yo lo conozco bien, y sé que su potencial está sumergido. Adrián se encuentra inmerso en una lucha interior que ha de resolver y que, a la larga, le enriquecerá y le hará más fuerte y más capaz.

Pensé «Dios mío» y me abstuve de apuntar en el cuaderno todo lo que me venía a la cabeza. Incluso Biosca se había quedado un poco aturdido ante aquellas manifestaciones.

—Es decir, que no está en buenas relaciones con su familia —aventuré.

—Bueno, no. —Flor Font-Roent se resignó a ser más exacta—. En realidad, su padre le echó de casa y le dijo que, o se espabilaba o se olvidara de él. —Consideró que aquello exigía una aclaración exculpatoria—: Miren… los Gomal son nuevos ricos. No hace ni veinte años que hicieron fortuna. Y ya se sabe cómo es esa gente: buscan respetabilidad al precio que sea. Están en su derecho y no lo critico. Pero esto hace que estén demasiado pendientes de la imagen familiar.

—Me gustaría engañarla, señorita Font-Roent —dijo Biosca—. Me gustaría engatusarla, enredarla bien enredada, decirle cualquier cosa, chuparle la pasta y enviarla a casita a hacer ganchillo. Pero no es eso lo que usted espera de mí. Yo no soy político, soy detective y mi trabajo consiste en buscar la verdad. Y la verdad es que el comportamiento de su querido Adrián desprende un penetrante olor a cuernos, señorita. Ya sabe a lo que me refiero. Otra mujer.

Flor se puso muy colorada, como si Biosca le hubiera leído los pensamientos.

—No es esto lo que me preocupa… —replicó con voz temblorosa. Y continuó hablando para bloquear el llanto que le arrugaba los labios—. A mí me asusta que, no se… que tenga problemas. De trabajo, o de salud, o posiblemente una crisis interior…

—¿Tiene una foto de ese… —dijo Biosca, interrumpiéndose a tiempo— …de ese novio que dice que tiene?

—Sí —contestó ella. Y se lanzó a buscarla dentro de su bolso, metiendo la cabeza dentro y, probablemente, embadurnando sus efectos personales de lágrimas y mocos. Los hombros se le movían de una manera convulsa.

—También necesitaría —dije, para entretener el tiempo mientras ella restañaba el llanto dentro del bolso— los datos concretos de sus actividades. La dirección de Adrián y sus horarios de trabajo y de universidad.

La fotografía que me entregó mostraba un chico de pelo rubio y corto y sonrisa expansiva, con mucha más pinta de deportista que de artista diletante y alma torturada. Tenía una de esas miradas desvergonzadas y directas capaces de convencer a cualquiera de cualquier cosa, y su sonrisa proclamaba que, cuando era bueno era muy bueno, y cuando era malo, sabía pedir perdón. Tenía
good looks
(como decía aquella amiga mía inglesa) y una de las ventajas de los que poseen
good looks
es que siempre tienen derecho a segundas oportunidades.

Me excusé, les dejé solos para que acabasen de formalizar el contrato y hablaran de dinero y de plazos y fui a por Beth. Con la excusa de entretener la espera y de liberar un poco de nervios, Octavio le había propuesto una clase de defensa personal y le acababa de aplicar una llave y aprovechaba para sobarla como sin querer. Amelia me miró suplicándome que hiciera alguna cosa.

—Otra llave bastante efectiva, Beth —dije con voz de maestro—, es ésta.

Agarré a Octavio de la oreja y lo trasladé, haciendo «ay, ay, ay», hasta el otro extremo de la sala.

Octavio me miró con los ojos llenos de odio y de lágrimas.

—¿No sabes pedir bien las cosas?

Le dediqué con la mejor de mis sonrisas.

—¿Puedes ayudarme, Beth?

Beth asintió con la cabeza con aquel entusiasmo juvenil que me recuerda a mis hijos cuando eran pequeños y abrían los regalos de Reyes. Le encargué que pasara los datos de mi cuaderno al ordenador, que hiciera fotocopias a color de la foto.

—Y… ¿Encontrarás un momento para ir a la Facultad de Medicina y preguntar por este chico?

Daba saltos de alegría.

—¿Me estás pidiendo que te ayude?

—Claro. Trabajas en la agencia, ¿no? ¿Quieres hacerlo?

—¡Pues claro que sí!

—No te hagas notar, pero averigua todo lo que puedas. El concepto que tienen de él sus compañeros, si se salta muchas clases, si tiene algún ligue por ahí…

—No temas, Esquius. ¡Me voy a romper los cuernos, ya lo verás!

Other books

The Shark God by Charles Montgomery
Fates and Traitors by Jennifer Chiaverini
Game of Queens by Sarah Gristwood
Impostors' Kiss by Renea Mason
Wallace at Bay by Alexander Wilson
Summer at Seaside Cove by Jacquie D'Alessandro