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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (3 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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En ese preciso momento, Flor Font-Roent cruzaba por entre las mesas y los ordenadores, como huyendo de puntillas hacia la puerta con la esperanza de que nadie la viera.

Cogí la chaqueta de un tirón y la seguí, dejando atrás a un Octavio que ya comenzaba a elaborar teorías catastróficas para explicarse el retraso de Felicia Fochs. Quizá se lo había pensado mejor y al final no venía. Qué drama. Pero, si venía, tampoco quería estar presente cuando llegara, para no correr el peligro de ahogarme con los litros de baba que segregaría Octavio.

Y, además, quería hablar a solas con mi dienta.

Escena 4

Coincidí con Flor Font-Roent en el ascensor, tal como pretendía.

—Ah, señorita Font-Roent… Quería decirle que no haga mucho caso del comportamiento del señor Biosca. A veces da una imagen un poco deformada de la agencia, pero le prometo que funcionamos bien.

—Sí. La vedad es que yo me la imaginaba muy diferente, una agencia de detectives.

—¿Qué esperaba? ¿Que todos iríamos vestidos con gabardinas mugrientas?

—Una cosa así, sí.

—Alguien capaz de escupir sobre una maleta con un millón de euros sólo porque no le gusta la corbata de su cliente —dije. Ella rió y me gustó su risa—. Como en las novelas.

—Yo no leo muchas novelas de detectives —puntualizó con la vehemencia de un sospechoso de descuartizamiento que proclama su inocencia—. Sólo he leído algunas que utilizan el marco policíaco para abordar temas de más hondura. En general prefiero leer poesía. —Acabada su declaración, hizo una pausa, pensando qué más podía decir para llenar el tiempo que faltaba para que el ascensor llegara abajo. Se decidió por el tópico—: Y usted…, ¿qué lee?

—Bueno… —encogí los hombros levemente—. Cosas de aquellas de Marlowe… —Me refería al personaje de Raymond Chandler, claro, y lo hice de manera despectiva porque estaba seguro de que un espíritu selecto como el de Flor Font-Roent tenía que abominar la novela negra norteamericana.

Su boquita de piñón formó una O perfectamente dibujada.

—¿Lo dice en serio? —exclamó con un énfasis que me pareció francamente excesivo.

—Sí… bien, no es que yo sea un experto, pero…

Me miraba con esa devoción que reservamos para los momentos señalados de la vida, cuando descubrimos un alma gemela.

—«There will we sit upon the rocks
» —recitó de corrido, con el tono complice de un masón que le da la contraseña secreta a un compañero de logia—. «
And see the shepherds feed their flocks, by shallow rivers, to whose falls, melodious birds sing madrigals.
»

Si en ese instante yo hubiera sido capaz de recitar la estrofa que seguía, fuese la que fuese, creo que Flor habría parado el ascensor entre planta y planta y, tras arrancarse la ropa a tirones, se me habría entregado allí mismo. Pero yo me había quedado de piedra y ella debió de interpretar que el silencio se debía a la emoción y la lucha por contener las lágrimas.

—Nunca lo hubiera imaginado —dijo, admirada—. Jamás en la vida hubiera supuesto que un detective, un hombre de acción, pudiera conocer y apreciar la obra de un autor como Christopher Marlowe.

—Hum —hice, mientras pensaba «¿Christopher Marlowe?» Y añadí, en un tono reverencial—: Es que… Christopher Marlowe es mucho Christopher Marlowe.

—No me lo puedo creer —no conseguía apartar sus ojos enormes y brillantes de los míos y yo no me atrevía a desviar la mirada hacia los botones del ascensor, o hacia los números que indicaban en qué piso nos encontrábamos. Aquel viaje se me estaba haciendo más largo que la travesía a nado del Atlántico. Y ella continuaba—:

Vivimos en un mundo tan materialista… queda tan poca gente sensible…

Salvado por el tintinear de la puerta al abrirse. Habíamos llegado. De pronto, nos vimos sumergidos en una nube de perfume excesivo, simultánea a la irrupción de dos mujeres que tenían mucha prisa, hablaban las dos al unísono y no miraban por dónde iban. Entraron antes de dejar salir y aquello provocó una cierta confusión.

Una de ellas era Felicia Fochs y tuve que reconocer que era tanto o más bonita al natural que en foto. Pero sólo la vi de pasada. En seguida arrastré a Flor hacia la calle para no oír el chillido de agonía que sin duda emitiría Octavio en el momento en que el ascensor llegara al quinto piso.

Una vez en la ancha acera de la avenida Josep Tarradellas, agarré la mano derecha de mi dienta y me despedí, evitando así que me arrastrara a la cafetería más cercana para iniciar una tertulia de horas sobre Christopher Marlowe, su época y circunstancia, y la poesía en general.

—Bien, señorita Font-Roent, ha sido un placer, nos mantendremos en contacto, ahora tengo que empezar a trabajar para usted.

Fue una auténtica huida.

ACTO SEGUNDO
Escena 1

No era verdad que tuviera que empezar a trabajar para nadie, a aquellas horas de la tarde. El caso de Adrián Gornal me parecía de lo más simple y me veía capaz de dejarlo listo en lo que quedaba de semana. Pura rutina. Podía permitirme el lujo de ir a casa paseando tranquilamente, disfrutando de un ensayo de primavera soleada y cálida. Bajé Josep Tarradellas por el centro, en dirección a la Estación de Sants, enfilé Entenza, pasé por delante de la siniestra cárcel Modelo y crucé el Parque del Escorxador y llegué a la Gran Vía. Los niños ya habían salido de los colegios y gritaban y se perseguían por la calle; los transeúntes parecían relajados finalmente, después de un día agotador, incluso más de uno se podía permitir la libertad de una sonrisa.

Compré comida preparada en el asador del barrio y me encerré en mi piso, que todavía me parecía demasiado grande. Desde la muerte de mi mujer, había pasado por unas cuantas épocas diferentes, de acuerdo con mi estado de ánimo: al principio, el desorden más absoluto y caótico, con suciedad por los rincones y ceniceros llenos y círculos de vasos pegajosos sobre todos los muebles; después, la reforma interior y exterior: vendí los mejores muebles y tiré los peores, pinté personalmente todas las habitaciones de la casa y creé un decorado personal, muy diferente del que compartía con Marta. No se trataba de echarla, y supongo que ella lo habría entendido, sólo era un ejercicio para acabar de convencerme de que ella ya no estaba y que nunca más estaría. Inmediatamente había seguido la época tic posters en las paredes pegados con cinta adhesiva, numerosas compañías femeninas de una sola noche, demasiado whisky y largas noches melancólicas escuchando música o adormilándome delante de la tele. Y, poco a poco, había acabado desembocando en aquel otro escenario de pocos cuadros pero buenos y bien enmarcados, y pocos muebles pero sin polvo ni manchas, y la disciplina de cada cosa en su sitio, y yo circulando por allí con la naturalidad de quien ya ha asumido una rutina cómoda y reconfortante, sin excesos.

Cambié los zapatos por zapatillas.

En el contestador había una llamada de Monica.

—Papá, soy yo. ¿Cómo estás? —Todavía me preguntaba «cómo estás», con el tono grave que había utilizado el día que enterrábamos a mi mujer—. ¿Puedes llamarme cuando llegues? Es por la comida del sábado, que esta semana la anulamos. Llámame.

Mientras se calentaban las croquetas y el estofado de rabo de buey, me planté ante mi colección de vídeos y deuvedés policíacos con la intención de escoger una película para ver mientras cenaba. Entonces, me di cuenta de que tenía a Marlowe en la cabeza y me decidí por
Adiós, muñeca
de Dick Richards, donde era Robert Mitchum quien encarnaba el mítico detective.

Con el disco en la mano, llamé a Monica. Y, mientras esperaba que respondiera, sujetando el auricular entre la mejilla y el hombro, puse el disco en el lector y, con el mando a distancia, escogí la versión inglesa con subtítulos en inglés, para estudiar mientras me divertía.

—¿Sí?

—¿Mónica?

—Ah, papá. ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Y tú?

—Yo bien. Todos bien. Pero, ¿y tú? ¿Cómo estás?

—Muy bien, muy bien, de verdad. ¿Qué dices? ¿Que este sábado no comemos juntos?

—Es que vamos con Ori a esquiar. —Oriol es mi hijo mayor, está casado y tiene dos gemelos maravillosos pero un poco alborotadores—. ¿Quieres venir?

—¡No, no!

—Sí, hombre, ven. Alquilaremos un apartamento y cabes perfectamente.

—No, no. Si… tengo trabajo. Me han encargado un caso muy importante…

—Es que me sabe mal que estés solo todo el fin de semana, encerrado en casa, sin hacer nada…

—No podré quedarme en casa encerrado sin hacer nada. Precisamente os quería decir que yo tampoco podía ir a comer el sábado porque estaré ocupado. ¿Sabes Felicia Fochs, la modelo, la cantante? Pues tengo que hacerle de guardaespaldas.

—¿Qué dices? ¿A Felicia Fochs?

—Sí, sí, Felicia Fochs. O sea que imposible. Ni comida ni esquiada ni nada de nada. Montaremos guardia las veinticuatro horas del día, haciendo turnos, Octavio, Ferrán y yo, como mínimo una semana, o sea que imposible. —Ferrán era otro de los empleados de la agencia que en aquellos momentos estaba haciendo un seguimiento en Valencia.

—Me sabe mal.

—Que no te sepa mal. Ya le pediré un autógrafo a Felicia Fochs para ti.

—Pero, escucha… Es que quería decirte otra cosa.

—Dime.

—Pues… El otro día, en el gimnasio, conocí a una mujer maravillosa. —Me lo temía. Otra cita a ciegas. Tendría que haberlo sospechado desde el primer momento. ¿Por qué, tanto ella como su hermano tenían que dar por supuesto que yo estaba solo, aburrido y desesperado de una vida sin objetivos ni emociones?—. Espléndida, una belleza, inteligente y muy simpática. Tiene un restaurante.

—Ah, mira que bien —dije, sin entusiasmo.

—Quiere conocerte, papá. La verdad es que le he hablado mucho de ti, quizás he exagerado un poco diciendo lo guapo y extrovertido que eres, pero sé que no la decepcionarás.

—¿Tú le has hecho el artículo y ella te ha pedido que le montes una cita conmigo?

—Bueno… no, no exactamente. He hecho un poco de trampa, porque María no es muy lanzada. Es simpática, pero no lanzada, no sé si sabes ver la diferencia. Y es muy animada, y muy habladora, y muy culta, pero no daría nunca el primer paso, ¿entiendes? Le he dicho que yo te había hablado de ella y que tú la querías conocer y le he dado tu número para que te llamara para quedar. Como si tú ya me lo hubieras pedido, ¿entiendes? O sea que, cuando te llame, ya sabes de qué va. ¿Te va bien?

—Sí, sí, claro.

—No, no, dime la verdad. ¿Te va bien?

—Que sí, que sí, de verdad.

—Porque, si no quieres, me lo dices y no pasa nada, ¿eh? Pero es que me sabe mal que te quedes todo el fin de semana solo…

—Con Felicia Fochs, no te olvides de Felicia Fochs, que no está nada mal. —No sé negarles nada a mis hijos y menos a Monica. Esta debilidad, en los últimos años, me había llevado ya a unas cuantas citas con candidatas a rehacer mi vida, y a algunas situaciones poco memorables.

—¿Seguro que no quieres venir a esquiar?

—Seguro, seguro. ¿No ves que, además del trabajo, ahora tendré el compromiso de tu amiga, la del restaurante?

Dando la conversación por terminada, yo ya había apretado el botón correspondiente del mando a distancia y en la pantalla de la tele aparecían los títulos de crédito: calles de Los Ángeles, de noche, años treinta o cuarenta. Y música de blues. La despedida todavía se alargó un poco. Pensé que Monica, cuando fuera madre, sería un pelín sobreprotectora. Tenía que prevenirla al respecto. Por fin, pude colgar el auricular y me instalé con la bandeja en el sofá del comedor para poder ver la película mientras comía.

Es aquella historia en la que Marlowe conoce al gigantesco Moose Malloy, que busca el amor de su vida, la pequeña Velma. En el libro, Moose Malloy lleva una chaqueta que tiene pequeñas bolas de golf en lugar de botones, camisa marrón, corbata amarilla y un sombrero con dos plumas. En la película, el actor Jack O'Halloran vestía de una manera más discreta. Supongo que el director de casting tuvo mucho trabajo para encontrar aquel gigante que competía en corpulencia con Robert Mitchum y no se le podía obligar a hacer el payaso. Además, tardaba un poco en salir. Primero, se veía aMarlowe con un vaso en la mano, mirando por una ventana y diciendo: «La primavera pasada fue la primera en que me sentí cansado al darme cuenta de que empezaba a hacerme viejo. Quizá tuvo la culpa el asqueroso tiempo que sufrimos en Los Ángeles y los no menos asquerosos casos que tuve. Perseguir maridos huidos y, después de encontrarlos, perseguir a sus mujeres para que me pagasen. O quizá sólo era la triste realidad de que estoy cansado y me siento viejo». En la película, Marlowe y Moose Malloy no se conocían en Central Avenue, delante del Florian's, sino cerca de un local llamado Diana y, antes de comenzar a hablar, ya los habían tiroteado desde un coche. En seguida me di cuenta de que no era aquel Marlowe el que invadía mis pensamientos. Cuando me acabé el rabo de buey y Marlowe ya le había preguntado al otro cómo era su Velma y Malloy había contestado «Velma es encantadora como unas braguitas de encaje», pero todavía no habían empezado a golpear a Marlowe en la cabeza, apagué el televisor y me trasladé a mi ordenador para conectarme a Internet.

Aquella noche me enteré, así, de que Christopher Marlowe era un poeta inglés que vivió entre 1564 y 1593 y que fue contemporáneo de William Shakespeare, a quien influyó notablemente. Escribió poesía y obras de teatro, entre las que cabría destacar
Tamerlán, El Judío de Malta
y
Fausto
. Hasta aquí, nada particularmente estimulante. Pero, de pronto, venía un dato que lo animaba todo: murió prematuramente a los veintinueve años, en una pelea de taberna. Y una dosis de misterio: el artículo acababa diciendo que, en opinión de algunos historiadores, el asesinato del escritor fue planeado y premeditado, para evitar unas posibles declaraciones comprometedoras sobre ciertos nobles en un juicio que tenía pendiente.

Busqué más datos. Nunca es tarde para aprender cosas nuevas.

Escena 2

El de Adrián Cornal era un caso sin sorpresas. Desde el primer momento, me encontré exactamente con aquello que había esperado. Un caso de cuernos flagrantes.

El hombre del alma sensible trabajaba en un hospital pequeño, dedicado a la especialidad de traumatología y situado en la parte alta de la ciudad, más allá de la Ronda de Dalt, entre la avenida del doctor Andreu y el Museo de la Ciencia. En cuanto lo vi, montando guardia ante una puerta, sentado y despatarrado, con la bata gris de celador descolorida, adiviné con qué clase de ciudadano tenía que vérmelas. Yo no sé cómo se abrochan la bata ni cómo se sientan las almas sensibles, pero estoy seguro de que no lo hacen de aquella manera. La imagen que ofrecía era, más bien, de alma atormentada. Podía servir de ilustración para un artículo sobre las desventuras de un jugador moroso perseguido por la mafia, o sobre los últimos minutos de un suicida, o sobre un crápula pensando la manera de explicarle a su mujer que ha pillado unas purgaciones. Había perdido la sonrisa simplona que lucía en la foto que yo llevaba en el bolsillo y se le veía ceñudo, amargado, incluso moviendo los labios en una íntima discusión consigo mismo. Descuidaba el trabajo. Era el encargado de controlar que ninguna visita se colara en la zona de urgencias y en dos ocasiones tuvo que salir corriendo detrás de gente que había traspasado inocentemente la frontera. En las dos ocasiones su comportamiento fue grosero y agresivo, impropio de un alma sensible.

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