Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Pero se hizo de día y Suzara siguió distante y nerviosa, sin dedicarles más que una docena de palabras.
Y en aquel momento, cuando la última bruma de la mañana se alzaba sobre las copas de los árboles en pequeñas nubes, pensó con amarga melancolía en la capacidad que tenían algunas esposas de convencer a sus compañeros en toda suerte de cosas. Tal vez fuera una especie de magia que compartían todas las mujeres...
Examinó el tronco de madera, volviéndolo con manos callosas. Era sólido, no tenía moho ni estaba podrido, y al secarse lentamente había dado pie a una serie de aberturas que surgían del centro. Escogió la abertura más alargada, y colocó en ella una de las cuñas de fino acero.
Las herramientas de acero: las cuñas, el martillo, el hacha, eran las cosas más importantes que Ondeth había llevado consigo de Impiltur. Tenía un cuchillo para cortar pieles, cierto, y también había llevado las espadas cortas de hoja ancha de los niños, de factura chondatania, pero, si pretendían sobrevivir en aquel lugar, tendría que hacer algo más aparte de cazar. Había pensado en llevarse una hoja de acero para el arado, pero hasta la próxima cosecha no había nada que vender y, por tanto, nada con que comprar.
Colocó otra cuña en la abertura, y sopesó el martillo con una mano. Entonces retrocedió un par de pasos y agitó los hombros para relajarse.
Esgrimió el pesado martillo dispuesto a trazar un arco amplio sobre los hombros, para después descargar un golpe plano sobre la cuña. La mitad de la cuña se hundió en la madera, que saltó y tembló, momento en que se produjo el esperado crujido.
Ondeth descargó otro golpe sobre la primera cuña, y un tercero sobre la que había colocado en segundo lugar, hundiéndola en lo más hondo de la madera. Un golpe más y...
Esgrimió de nuevo el martillo y, después de descargar el golpe, el tronco se partió con un crujido agudo como el producido por un relámpago. Dos piezas de tamaño similar cayeron sobre el roble; lo libró de las últimas astillas para cargarlos sin dificultad. La madera parecía sólida, sin que la podredumbre la hubiera afectado. Ardería bien.
El extraño estaba allí cuando Ondeth volvió a levantar la mirada. Ondeth se hubiera sorprendido, pero no era el tipo de personas que se dejan sorprender fácilmente.
—Buenos días —saludó, como si acabaran de cruzarse en cualquiera de las calles enfangadas de Marsember.
—Buenos días tenga usted —respondió el otro hombre. Era un tipo flacucho, delgado hasta el punto de parecer un muerto de hambre, aunque no debía de ser ése el caso. Parecía recio y lucía una chaqueta y un par de botas de lino verde, de factura élfica.
Ondeth lo miró a los ojos, y después volvió a concentrarse en su trabajo. Rodeada por una barba pelirroja bien cuidada, la boca de aquel extraño dibujaba una línea casi imperceptible, pese a su forma amanerada de hablar.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó Ondeth, con corrección, al colocar la madera de mayor tamaño sobre el tronco.
—Puede —respondió el extraño—. ¿Puedo preguntarle por qué está usted aquí?
—Tengo que partir leña —respondió Ondeth—. No crea que no me gustaría que se partiera sola.
—Me refería a que, según parece, van a asentarse aquí, en los bosques del Lobo —aclaró el extranjero, dedicando una fugaz sonrisa al granjero.
—Así es —dijo Ondeth—. ¿Hay algún problema?
—Los elfos aseguran que estas tierras son su coto privado de caza.
—Ya lo había oído. Y no pretendo hacer nada para impedirles que cacen, porque soy muy malo con el arco. Perdí a mi hermano mayor durante la caza del jabalí, cuando vivíamos en Impiltur. Por mí, los elfos pueden seguir cazando; yo soy granjero.
—Ya me parecía a mí. Ha habido otros que al llegar a estas tierras han emprendido la caza del ciervo, y los elfos no han tenido más remedio que actuar. Usted no los ha privado de una sola pieza, pero aun así, está en sus tierras.
—Usted no es elfo —se limitó a responder Ondeth, enarcando una ceja.
—Soy Baerauble Etharr, un amigo de los elfos —respondió el hombre delgado, encogiéndose de hombros y extendiendo su mano.
Ondeth dijo su propio nombre y estrechó la mano de Baerauble. El apretón de aquél se le antojó flácido, falto de práctica, como si hubiera pasado algún tiempo desde la última vez que lo hizo. Se impuso un breve silencio entre ambos.
—¿Puedo preguntarle por qué razón se ha establecido aquí? —preguntó el hombre delgado, en un tono amable—. Es decir, tanto en los bosques del Lobo, como en este lugar en particular.
—Al parecer corren malos tiempos en las tierras de donde procedemos —respondió Ondeth, encogiéndose de hombros—. Plagas, tiranos, malos reyes. Cuando para alguien resulta más fácil enfrentarse a los ataques del trasgo que pagar los tributos, es que ha llegado el momento de liarse la manta a la cabeza y probar suerte con los trasgos.
—Hay pocos trasgos, y los pocos que hay viven lejos, al norte de aquí —objetó Baerauble.
—Supongo que sus elfos los mantienen a raya —respondió Ondeth.
—Protegemos estas tierras —se limitó a decir Baerauble—. Ésa es la razón de que yo esté aquí.
Ondeth recordó la conversación que había tenido con su esposa sobre la gente que los observaba, sobre los fantasmas. ¿Cuánto tiempo hacía que los vigilaba ese tipo extraño?
—Respecto a establecernos en este lugar en particular —dijo Ondeth—, partimos del oeste, de Marsember, y seguimos los senderos de caza que corren paralelos a la costa, en busca de algún terreno abierto donde establecer una granja. Encontramos este lugar, que tiene un buen pedazo de cielo, donde al parecer habían caído algunos árboles viejos, y nos pareció más sencillo que tener que hacerlo nosotros mismos. —Antes de continuar, señaló con un brazo musculoso hacia el sur—: La costa no está muy lejos... no hay nada excepto rocas escarpadas, pero podríamos construir un pequeño puerto si lo necesitáramos... dentro de un tiempo. Aquí la tierra es fértil, y dará una buena cosecha. ¿Ha reclamado estas tierras como suyas? —Y sopesó el martillo, como si con ello pretendiera dar a entender que estaba dispuesto a disputar los derechos a cualquier otro.
—No, yo estoy aquí... invitado por los primeros en llegar —respondió el recién llegado, sorprendiendo a Ondeth al sonreír tímidamente, como si estuviera preocupado.
—Esos elfos de usted los mataron. —Era una afirmación, no una pregunta.
—¿Lo sabía? —preguntó el flacucho.
—Descubrí fragmentos de huesos y espadas rotas cuando aré la tierra. No es necesario ser el sabio Alaundo para concluir que antes hubo otros. No se lo he dicho a Suzara; sólo conseguiría preocuparla.
Se produjo otra pausa en la conversación.
—¿También han venido a matarnos? —preguntó Ondeth, malhumorado, rompiendo el silencio y levantando la mirada del martillo.
Baerauble volvió a parecer sorprendido. Ondeth se preguntó si se estaba pasando con aquel extraño, pero había dicho que era amigo de los elfos, y probablemente no había visto un solo humano en la pasada década.
—Quizá. Me han enviado para averiguar cuáles son sus intenciones —respondió Baerauble, pestañeando.
—Pretendo trabajar la tierra —dijo Ondeth, haciendo un gesto de asentimiento—. Mis hijos ponen algunas trampas. Mi hermano partirá mañana para Marsember, con intención de traer a su esposa y a su familia. Si quieren matarnos, sería de agradecer que lo hicieran antes de que llegaran los pequeños.
—¿Cuánta gente tiene intención de traer a este asentamiento? —preguntó el extraño, haciendo una mueca de desagrado.
—Podría hablarle de una docena —se encogió de hombros Ondeth—, quizá de dos docenas de personas dispuestas a abandonar Marsember, a cambio de un pedazo de tierra seca. —Al cabo de un momento, preguntó—: ¿No irán sus elfos a destruir también Marsember?
—Los elfos reclaman el bosque virgen —respondió el hombre alto, haciendo un gesto de negación—, esta parte del gran bosque conocida como Cormanthir... lo que ustedes llaman los bosques del Lobo, o Cormyr. Marsember es, como usted ha señalado muy bien, un pantano. Así que dos docenas... ¿Granjeros, como usted?
—Algunos. Otros lo más probable es que se dediquen a cazar. Quizá vengan más. No puedo erigirme en portavoz de todos los humanos que habitan las costas occidentales.
—Dejen en paz al
rothé
... al búfalo de los bosques. Encontrarán todos los ciervos que necesiten para alimentar el asentamiento, pero si ahuyentan las manadas del territorio, los elfos adoptarán medidas. Para las hogueras y las casas cojan todas las ramas que hayan caído de forma natural, pero nunca talen madera. Si lo hacen así, creo que los dejarán en paz.
—Eso sería muy generoso por su parte —se apresuró a decir Ondeth—. ¿Y dónde se encuentran esos señores elfos a quienes debemos estar tan agradecidos?
Baerauble observó al hombretón, mientras fruncía el entrecejo.
—He pasado cuatro meses aquí con mi familia —prosiguió Ondeth—, y usted es la primera criatura racional que he visto desde que partimos de Marsember. Ahora viene y me dice que esta tierra pertenece a los elfos, y que si pretendo quedarme aquí, yo y mi familia tendremos que seguir las órdenes de los supuestos elfos. Necesito una buena razón para hacer tal cosa... una buena razón. De modo que mi pregunta es... ¿dónde están sus elfos?
—Lo llevaré en presencia de los elfos —respondió el hombre delgado, tras permanecer inmóvil durante algunos segundos. Al mirarlo, Ondeth pensó que una brisa fuerte podría llevárselo consigo.
Con ambas manos, el recién llegado trazó un amplio círculo en el aire, acotando un área del suelo a su alrededor, como si fuera una de las mujeres veteranas de la casa, explicando a Suzara qué tamaño tendría el tejido que iban a poner. En ésas andaba, cuando escupió un torrente de palabras roncas. No era élfico ni la lengua de los comerciantes, pero las palabras fluyeron ricas, sinuosas, poderosas, palabras que estuvieron a punto de hacerlo temblar. Graves, ya eran antiguas cuando los dragones legendarios aún eran jóvenes. Al mover el hombre barbudo las manos, trazaron sus dedos cicatrices de luz en el aire, líneas luminosas que siguieron relampagueando a medida que se expandían.
Ondeth dio un paso atrás y levantó el martillo, más bien para protegerse de la magia que para atacar al recién llegado. El fulgor se ensanchó envolviéndolos a los dos, y hubo un momento en que fue cegador.
Al remitir el fulgor, era obvio que estaban en algún otro lugar.
—¡Es un mago! —exclamó Ondeth, que de inmediato reparó en la estupidez de sus palabras—. Podía habérmelo advertido —añadió—. Cuando descubra que me he marchado, Suzara se morirá de miedo.
—Usted quería ver a los elfos de Cormanthir. Observe —replicó el mago, impávido.
Estaban en algún lugar profundo del bosque, bajo la sombra fría y verde de la vegetación. No había altibajos del terreno en aquel bosque. Ondeth se sintió como si estuviera en un recibidor verde: los pilares formados por los árboles gigantescos y cubiertos de hiedra, las hojas que dibujaban un techo de cristal verde como el jade. Había tal viveza en todo cuanto lo rodeaba que le pareció como si el resto del mundo hubiera estado cubierto de niebla.
Se encontraban diseminados alrededor de los humanos, formando una línea desigual que parecía abrirse como en señal de recibimiento o como unas garras amenazadoras. Al principio no pudo distinguir a los elfos del propio bosque. Entonces Ondeth observó que iban vestidos con túnicas hechas de sombras sólidas, verdes y amarillas, y que el resto de su ropa estaba tejida de oro.
El elfo más cercano era hembra, sus rasgos se dibujaban con toda claridad. Vestía como los demás. Ondeth vio que su túnica era en realidad una cota de malla, hecha de unos anillos tan finos que apenas podía distinguirlos. Llevaba una lanza fina de marfil, y la punta era de oro.
Volvió la mirada para observarlos. De pronto Ondeth se sintió tan basto y sucio como un gran trasgo maloliente, vestido como iba con la chaqueta sudada y sus pantalones de lana.
Pero entonces ella le sonrió, fue un fulgor de blanco puro que asomó por entre la comisura de sus labios, y fue como si el sol de la mañana acabara de atravesar las copas de los árboles. Fue una sonrisa fugaz, pero bastó para levantar el ánimo de Ondeth por encima de los árboles.
Aquella sonrisa no le pertenecía. Baerauble el mago se inclinó con suma formalidad para corresponder a la elfa, aunque en su rostro no tardó en dibujarse una sonrisa. Ondeth sintió una punzada de celos.
—¿Qué...? —empezó a decir cuando el mago levantó la mano, deteniendo la pregunta antes de que brotara de sus labios.
—Ha empezado —dijo Baerauble—. La caza.
Todos los elfos miraban en una misma dirección, de donde provino el estruendo producido por un cuerno imponente. La llamada de un segundo cuerno de caza se unió al primero, y después otro, todos ellos acompasados de modo que dieran forma a una sola melodía armoniosa. Los elfos que formaban la línea cambiaron de posición y dispusieron las lanzas.
Entonces las luces asomaron por entre las copas de los árboles. Fulgores de un azul suave, verdes, como el hongo adherido a la madera podrida. Bolas de luz amarillas y anaranjadas danzaron entre los árboles, a las que se unieron unas esferas de un color rojo tan intenso como el ojo que no perdona de un dragón.
A Ondeth le parecieron las linternas que uno sostiene durante la procesión. Pero, al danzar y agitarse a través del follaje, al granjero no le cupo duda alguna de que eran de naturaleza mágica, una magia controlada por los elfos que se acercaban.
Batidores. Aquellas luces y los cuernos también eran los encargados de levantar la caza, de dirigirla hacia los elfos que acechaban en el claro. Pero ¿qué bestia tan poderosa necesitaba de tantos esfuerzos?
La respuesta no tardó en llegar. Ondeth oyó un estampido en las profundidades del bosque, un crujir de ramas y árboles procedente de varios lugares a la vez, que pronto se aunó y se volvió tan frenético y elevado que incluso llegó a enmudecer la cacofonía producida por los cuernos de caza.
Los árboles se agitaron y lanzaron sus hojas por doquier, cuando unas bestias pasaron en estampida junto a ellos en dirección al bosque, con la mirada desorbitada y resoplando. Al pasar en dirección a los elfos, sus cascos hicieron temblar la tierra, como si se tratara del estallido de un trueno. Eran ésos los pequeños búfalos del bosque, emprendiendo una huida tan salvaje y desaforada que parecían una manada de ciervos. Ondeth vio los ojos inyectados en sangre temblar de miedo, y no pudo evitar tragar saliva cuando vio cómo cargaban en pos de la línea de elfos, que permanecían de pie tranquilamente, a la espera, lanza en ristre...