Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—Ah, por lo visto ahora su señoría pretende que nos aventuremos por los mares de la especulación —respondió la bailarina arpista, esbozando una sonrisa.
Vangerdahast hizo un gesto para dar a entender que así era.
—Dejando a un lado la posibilidad, siempre presente pero remota —prosiguió ella, encogiéndose de hombros—, de que los liches, magos solitarios y resentidos, o cábalas del inframundo entregadas a intereses ambiciosos ansíen nuestras tierras como tablero de juego: illithid, los phaerimm y otros a quienes conocemos poco como para incluirlos en esta apresurada lista, podríamos, por ejemplo, culpar a los zhentarim, a los Magos Rojos de Thay, incluso quizás a la Hermandad Arcana de Luskan o a los archimagos individuales de Calimshan o Halruaa. Estas gentes poseen el conocimiento necesario de lo arcano. Respecto al por qué, debemos acceder a una esfera mucho más amplia en cuanto a especulación se refiere. Quien haya podido pagar por esta magia quizá descienda de Tuigan Khahan y busque venganza. Quizá vengan de Sembia, sean zhentarim o, incluso, los mismos del valle del Arco que tengan intención de debilitar el reino, aunque puede que una familia noble, rival de la casa regente, se haya propuesto exterminar el linaje de los Obarskyr. —El mago del rey enarcó una ceja, pero la arpista añadió suavemente—: Yo empezaría por ahí, señor. Los extranjeros no suelen aventurarse con espadas o bestias, en mitad del reino, sin conocer el terreno de antemano... y su objetivo al dedillo.
—Se me había ocurrido algo parecido —dijo Vangerdahast, con un gesto de asentimiento—. Si superamos la crisis, volveremos a entrevistarnos, lady Emthrara.
—No soy noble —respondió ésta, encogiéndose de hombros.
—En tal caso no considerará una afrenta el que la invite a un pellejo de buen vino —replicó el mago.
—Lo dejaremos para más tarde —rió—. Y espero que sea un buen vino.
—El mejor —prometió Vangerdahast.
Laspeera levantó la mirada al techo cuando el mago de la corte abrió la puerta.
—¿Sabes cuántas veces hace tales promesas? —preguntó Laspeera a su compañera en voz alta.
El mago del reino, mago de la corte de Cormyr, consejero emérito del colegio de magos guerreros, señor mago de Suzail, cetro de las Tierras de Piedra, y señor del consejo de magos, se detuvo en el umbral y se volvió enarcando ambas cejas en un gesto de burlona sorpresa. Las dos mujeres rieron alegremente y lo despidieron con la mano.
—¡No olviden custodiarlo! —exclamó Vangerdahast señalando al abraxus que descansaba sobre la mesa, mientras cerraba la puerta. Al volverse hacia el corredor, se descubrió sonriendo y movió la cabeza. Debía de estar muy cansado...
—Dime —dijo Emthrara tranquilamente cuando la puerta se cerró tras el mago—, ahora que nuestro entretenimiento gratuito ha salido por esa puerta, ¿cómo se las apaña uno para custodiar semejante cosa?
—Primero, ten en cuenta que le encanta escuchar detrás de las puertas —respondió Laspeera, guiñando un ojo—. Podría decirse que nuestro mago del reino tiene oídos en todas partes. Segundo, no tengo ni la menor idea. Voy a invocar una coraza de antimagia a su alrededor, que después rodearé con varias barreras esféricas de fuerza, de diversas clases.
—¿Y servirá de algo? —preguntó la arpista, mirándola fijamente
—Tratándose de magia... ¿quién sabe? —respondió Laspeera, extendiendo de nuevo las manos.
Vangerdahast había dado seis pasos a lo largo del silencioso recibidor, en dirección a la escalera posterior que conducía al piso inferior, entre otros lugares a las cocinas, donde quizás encontraría un tazón de sopa caliente, cuando un paje de palacio exclamó jadeante:
—¡Señor mago, señor mago! El sabio señor Alaphondar me envía para informarle a usted de que los clérigos han llevado a cabo su cometido, un cometido adecuado según sus propias palabras, y han llegado a la conclusión de que Aunadar Bleth no presenta indicio alguno de contagio.
—¿Y bien? —preguntó Vangerdahast, haciendo un gesto de asentimiento y esbozando una sonrisa.
—Él y el señor mago Halansalim tienen a lord Bleth bajo su cuidado, en la estancia del Pétalo Rojo, donde esperan a que usted tenga a bien personarse de inmediato.
—Bien —respondió el mago del reino—, ¿entonces a qué está esperando? —Y subiéndose las puntas de la túnica hasta las rodillas como una damisela, echó a correr. Mucho hubo de correr el paje para alcanzarlo.
—Incólume, han diagnosticado todos los clérigos. Incólume cuando sus tres compañeros yacen inconscientes, uno de ellos muerto... y pese a todo, usted... —dijo Vangerdahast, espaciando las palabras con amenazante suavidad— salió... ileso... del aliento de la bestia. Es muy curioso. ¿No le parecería a usted curioso, Aunadar Bleth, que alguien bajo su mando resultara ileso en un combate con una bestia emponzoñadora que hubiera derribado a todos sus compañeros?
—¿Qué está diciendo? —respondió fríamente el joven noble, cuyo rostro había enrojecido por la ira. Lo habían hechizado, examinado y volteado de un lado a otro durante varias horas, y el cansancio y la irritación se reflejaban en su cara.
Alaphondar y el anciano mago guerrero también lo observaban impasibles desde el otro extremo de la habitación. Ambos tenían varillas en las manos, y cuando Aunadar llevó la mano de forma instintiva hacia la vaina de su espada, los extremos de ambas varillas se alzaron para llamar su atención y retorcerse a modo de advertencia.
Los labios del joven se estrecharon al dibujar una expresión de enfado, pero dejó caer la mano a un lado.
—¿Que qué estoy diciendo? —El tono de voz de Vangerdahast era estudiadamente suave al caminar de un lado a otro, con las manos cogidas a la espalda. Aunadar lo siguió con la mirada—. Hasta el momento no he dicho nada en absoluto. Tan sólo me he limitado a preguntar, a preguntarle su opinión, pues la mía ya la conozco. Aunque ya se sabe que los gordos con túnica no tienen en muy alta estima la valentía y la destreza con la espada de la juventud, ¿no?
—¡Ya estoy harto de sus insultos, viejo! —exclamó Aunadar, volviéndose para mirar al mago—. ¡Soy un Bleth, no un advenedizo de tres al cuarto con unas varillas y un título de cortesano! ¡Quizá yo no haya enseñado al rey todo lo que sabe, pero mi padre y sus antepasados ya caminaban por estas tierras junto a los Obarskyr! ¡Pocos se han atrevido en todo este tiempo a dudar de nuestra valentía!
La elocuencia de Aunadar tan sólo recibió un completo silencio por respuesta... un silencio frío. Cuando también él guardó silencio, sus últimas palabras cayeron como piedras en el abismo, vistas por unos ojos que aquella noche parecían grises por la edad, pero tan tranquilos como si pertenecieran a una figura pintada en un cuadro.
Pertenecían, de hecho, al mago del reino.
—Según creo recordar —dijo el mago del reino—, los Bleth siempre han sido muy duchos en historia antigua y en alimentar disputas que conducían a enfrentamientos abiertos. Ya que ha mencionado la longevidad, permítame informarle que yo, nacido en el seno de una familia humilde, desciendo de un caballero de quien quizá sus tutores le hayan hablado: Baerauble Etharr. Eso significa que mis ancestros han estado limpiando la suciedad de Cormyr desde mucho antes de que la tierra del noble conociera la bota de los pies de un Obarskyr... o de un Bleth. La longevidad, según parece, no es garantía de posición. —Cambió el tono triste de su voz, al añadir con voz de trueno—: Ni siquiera, a juzgar por lo que tenemos entre manos, supone garantía de lealtad.
—¿Qué está insinuando? —exigió saber el joven noble, que levantó la voz para convertir un reto en casi una súplica.
—Necesito saber... la corona necesita saber... dónde reside su lealtad en este particular —respondió el anciano mago, extendiendo las palmas de las manos.
Se miraron a los ojos en silencio.
—Necesito saber —prosiguió Vangerdahast— si puedo confiar en el hombre que podría convertirse en nuestro próximo rey, o príncipe consorte, dependiendo de las decisiones de la reina Filfaeril y de la princesa real. Necesito saber si debería ayudar al hombre que podría proporcionar amor verdadero y apoyo a la heredera de la corona... o si acaso debo despedazarlo, para evitar que pueda arruinar la prosperidad del reino.
—¿Y qué quiere exactamente que haga? —preguntó Aunadar Bleth, humedeciéndose los labios, que notó de repente secos. De pronto, su mirada se detuvo en las manos y labios inquietos del mago guerrero, situado en la otra punta de la estancia. Halansalim murmuraba un hechizo... una magia que, sin duda, revelaría si aquel joven noble ocultaba alguna cosa. El sudor perlaba la frente de Aunadar. Vangerdahast miró a los dos, pero no dijo una palabra. ¿Acaso había un solo noble en todo el reino que no tuviera algún que otro secreto?
—Jure lealtad a la corona —ordenó el mago cortesano—. Oh, no me cabe ninguna duda de que sería capaz de arrodillarse ante Azoun y poner la espada a sus pies. Eso bastaría si nuestro buen soberano volviera a ocupar el trono, y entonces yo me ocuparía de que se lo honrara por esta humillación sin importancia. Pero lo que yo necesito es saber qué esconde usted en su corazón.
—Supongo que la alternativa —dijo lord Bleth con cierta amargura en el tono de su voz, mientras volvía la mirada hacia el mago guerrero que permanecía vigilante— consiste en poner a prueba mi intelecto, hasta que los leales magos de Cormyr lo hayan examinado por completo.
El mago real asintió lentamente en silencio.
—En ese caso, lo juro —respondió Bleth, hincando una rodilla en tierra—. Por las palabras que usted quiera, y por cualquier cosa que pueda desear. Seré leal a la corona de la bella tierra Cormyr, lo juro por mi vida.
El mago levantó una mano, cuando de pronto, sin fanfarrias, apareció una espada en ella. El acero era una reliquia de tiempos pasados, y su hoja ancha y pesada tenía profundamente grabadas unas runas de trazo angular. Bleth jamás había estado tan cerca de aquella espada. Contuvo su aliento de forma involuntaria en presencia de tanto poder, de tanta belleza, cuando Vangerdahast puso la hoja a la altura de sus labios, y tendió la empuñadura a Bleth.
—Este acero es Symylazarr, Fuente de Honor, en el cual todos los líderes de las familias más importantes del reino juran fidelidad al monarca. Bese usted la cabeza de dragón de la empuñadura, y repita lo que acaba de decir —ordenó el veterano mago, cuando los otros dos hombres presentes en la habitación dieron, al mismo tiempo, un paso al frente.
El joven noble hizo cuanto le ordenaron.
—Es más, juro por mi honor hacer cuanto esté en mi mano para ayudar a la princesa Tanalasta —añadió convencido, Bleth.
—Bien dicho. —Vangerdahast asintió impávido y, tras un gesto, la antigua espada volvió a desaparecer, de forma tan repentina y con tanto silencio como había aparecido.
Al levantarse, el joven noble parecía tranquilo, sosegado, y casi tan regio como si la espada, o el mismo rito por el que acababa de pasar, hubiera despedido algún tipo de magia. Por primera vez se dirigió al mago como a un igual, como a un aliado:
—A mí —dijo algo inquieto, cogiendo a Vangerdahast por una de las mangas— me preocupa Tanalasta y el futuro del reino. ¿Se dará cuenta la princesa de lo que tiene que hacer? ¿Será buena regente o algún otro podría estar interesado? Y si... que el buen Dios no lo quiera, muere Azoun, ¿quién reinará si la princesa titubea?
—Eso, ¿quién? —preguntó a su vez el mago de la corte, estudiando el pulido suelo de baldosas. Ya corrían rumores por los pasillos, tanto entre los cortesanos como entre los sirvientes de palacio—. ¿Quién reinará? —El mago real se encogió de hombros sin levantar la cabeza—. Ya se verá —dijo con aire ausente, y después añadió—: Aunadar Bleth, cuenta usted con todo nuestro agradecimiento. Puede retirarse.
El noble se puso tieso como un palo, mientras sus mejillas se cubrían de un velo rosáceo.
—¿Una despedida regia? ¿Quién le coronó a usted rey? —preguntó, molesto—. ¡Mi juramento es para con la corona! ¿Qué derecho tiene para convocar, ordenar o pedir que se retire a ningún cormyta de buena cuna?
—Disfruto de un derecho legal, si se molesta en comprobarlo en los polvorientos legajos de Rhigaerd, y reconoce en ellos la firma de Azoun. Me otorga autoridad para actuar en defensa del reino, en caso de que él no pudiera cumplir con sus deberes de monarca, por cualquier motivo —replicó Vangerdahast en voz baja, pestañeando al noble como sorprendido ante lo que acababa de oír.
—Ese poder se concedió al tutor de Azoun cuando el rey aún era un niño, no a un viejo chiflado cuando el muchacho se convirtió en adulto y fue coronado rey, por no mencionar su boda y el hecho de tener hijas —respondió Bleth, dibujando una desdeñosa sonrisa.
—En realidad nada de lo que usted dice tiene mucha importancia, ¿me equivoco, joven Bleth? —dijo Vangerdahast, haciendo un gesto de indiferencia—. Está malgastando mi tiempo, mientras el reino discurre por la cuerda floja. Si pretende poner a prueba mi autoridad, salga por esa puerta y traiga aquí a un guardia. Ordénele hacer cualquier cosa, que yo ordenaré hacer lo contrario. Ya veremos a quién obedece, y su pregunta quedará respondida.
—¡Bah! ¡Un guardia! ¡Al único que reconocen es al que paga su soldada! ¿Y si yo, o cualquier otro noble, me negara a obedecer?
—Ah, verá —dijo Vangerdahast, como si nada—, soy de la opinión de que los sapos no viven tan mal.
En ese momento se abrieron las puertas que daban a la estancia del Pétalo Rojo y una mujer despeinada, y con el rostro lívido, se abalanzó hacia ellos flanqueada por sendos soldados. Gwennath de Tymora tenía aspecto de necesitar una noche de sueño ininterrumpido, y de haber perdido su oportunidad de comunicar personalmente las noticias que traía.
—Nobles señores, el sabio Dimswart ha averiguado, no sé cómo, que el aliento de la bestia era portador de un veneno —jadeó sin molestarse en saludar, mientras clavaba su mirada en los ojos del mago de la corte—. El veneno contagia una enfermedad sanguínea, resistente a la magia convencional. Por esa razón, mi hechizo no surtió efecto alguno en la persona del difunto duque. ¡Esta enfermedad sanguínea, resistente a la magia, devora los órganos internos y destruye el cuerpo desde el interior! En cuanto el cuerpo ha sido devorado, la naturaleza resistente de la enfermedad impide que se pueda resucitar al paciente.
Ladeó la cabeza como a punto de desmayarse, y Vangerdahast la cogió con aire ausente de los hombros para mantenerla en su lugar.