En el espejo del cuarto de baño vio que tenía las puntas de las pestañas enroscadas, quemadas. Cuando se pasó el dedo por ellas, se desprendieron.
No fue a la escuela. Dolor de cabeza. Sonó el teléfono a eso de las nueve. No contestó. A mediodía vio pasar por la ventana a Tommy y a su madre. Tommy iba despacio, inclinado hacia delante. Como una persona mayor. Oskar se agachó para que no le vieran.
El teléfono sonaba con un intervalo de una hora. Al final, hacia las doce, contestó:
—Sí, soy Oskar.
—Hola. Me llamo Bertil Svanberg y soy, como quizá sabes, el director de la escuela a la que tu…
Colgó el auricular. Volvió a sonar el teléfono. Estuvo un rato mirándolo mientras sonaba, imaginándose al director con su chaqueta de cuadros tamborileando con los dedos y haciendo aspavientos. Después se vistió y bajó al sótano.
Se sentó y se entretuvo con los rompecabezas, miró en la cajita blanca de madera en la que relucían los cientos de piezas pequeñas del huevo de cristal. Eli sólo se había llevado algunos billetes de mil y el cubo. Cerró la caja de los rompecabezas, abrió la otra, revolvió con la mano entre los billetes. Cogió un puñado y los tiró por el suelo. Los cogió de uno en uno, jugando a «El chico de los pantalones de oro» hasta que se cansó. Doce billetes arrugados de mil y siete de cien estaban tirados a sus pies.
Juntó los billetes de mil en un montón y los dobló. Devolvió los de cien y cerró la caja. Subió al piso, buscó un sobre blanco en el que puso los billetes de mil. Sopesó el sobre en la mano preguntándose cómo hacerlo. No quería escribir; alguien podría reconocer su letra.
Sonó el teléfono.
Acaba de una vez. Entiende que yo no existo.
Alguien quería hablar en serio con él. Alguien quería preguntarle si sabía lo que había hecho. Lo sabía muy bien. Jonny y Tomas seguro que también lo habían entendido. No había más que hablar.
Fue hasta su escritorio y sacó sus letras adhesivas. En medio del sobre pegó una T y una O. La primera M salió algo torcida, pero la otra quedó recta. Igual que la Y.
Cuando abrió el portal de Tommy con el sobre en el bolsillo de la cazadora sintió más miedo que la tarde anterior cuando estuvo en la escuela. Con sigilo y con el corazón desbocado deslizó el sobre en el buzón de Tommy para que nadie le oyera y abriera la puerta o le viera por la ventana.
Pero no vino nadie, y cuando Oskar volvió a su piso se sintió un poco mejor. Un rato. Hasta que volvió de nuevo el hormigueo.
No debería… estar aquí.
. las tres, su madre regresó a casa, tres horas antes de lo habitual. Oskar estaba entonces sentado en el cuarto de estar escuchando el disco de Vikingarna. Ella entró en el cuarto, levantó la aguja y apagó el tocadiscos. Por su cara, adivinó que ella lo sabía.
—¿Cómo estás?
—No muy bien.
—No…
Su madre suspiró y se sentó en el sofá.
—El director de tu escuela me ha llamado. Al trabajo. Me ha contado que… que había habido un fuego ayer por la tarde. En la escuela.
—¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?
—No, pero…
Calló, fijó la vista unos segundos en la alfombra de nudos. Después la levantó y buscó la mirada de Oskar.
—Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miró directamente a los ojos y dijo:
—No.
Pausa.
—¿No?, pues por lo visto ha habido muchos desperfectos en la clase, y… había empezado… en el pupitre de Jonny y en el de Tomas…
—¿Ah, sí?
—Y ellos evidentemente están bastante seguros de que… de que has sido tú.
—Pero no he sido.
Su madre siguió sentada en el sofá y respiraba por la nariz. Estaban a un metro el uno del otro, a una distancia infinita.
—Quieren… hablar contigo.
—Yo no quiero hablar con ellos.
La tarde iba a ser larga. Nada bueno en la tele.
Por la noche, Oskar no podía dormir. Se levantó de la cama, se acercó sigilosamente a la ventana. Le pareció que había alguien sentado en la escalera del tobogán abajo en el parque. Pero no eran más que figuraciones, claro. Sin embargo, siguió mirando la sombra que había allí abajo hasta que se le cerraron los ojos.
Cuando se volvió a meter en la cama seguía sin poder dormirse. Con cuidado dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Sólo el sonido seco de sus propios dedos, nudillos contra hormigón, llamadas a una puerta que se había cerrado para siempre.
Oskar vomitó por la mañana y pudo quedarse en casa un día más. A pesar de que sólo había dormido unas horas por la noche, no era capaz de descansar. Sentía una inquietud que le desazonaba todo el cuerpo, que le hacía dar vueltas y más vueltas por el piso. Cogía cosas, las miraba, las volvía a dejar.
Era como si hubiera algo que tenía que
hacer
. Algo que fuera absolutamente necesario que hiciera. Pero no podía saber qué
era.
Por un momento creyó que era
eso
cuando quemó los pupitres de Jonny y de Tomas. Después pensó que era
eso
cuando dejó el dinero a Tommy. Pero no era
eso
. Era otra cosa.
Una gran representación teatral que ya había terminado. Ahora daba vueltas al escenario vacío y sin luces recogiendo lo que se había quedado olvidado. Aunque había
otra
cosa… Pero ¿qué?
Cuando llegó el correo a eso de las once había una sola carta. Le dio un vuelco al corazón cuando la recogió, le dio la vuelta.
Era para su madre. En la esquina superior, a la derecha, llevaba el membrete Distrito escolar Ängby Sur. La rompió en pedazos, sin abrirla, tiró los trozos de papel al servicio. Se arrepintió. Demasiado tarde. No le preocupaba lo que pudiera poner en ella, pero habría
más
complicaciones si actuaba de esa manera que si dejaba las cosas como estaban.
Pero no tenía importancia.
Se desnudó, se puso su albornoz. Permaneció ante el espejo de la entrada, observándose a sí mismo. Haciendo como si fuera otra persona. Inclinándose para besar el cristal del espejo. Justo en el momento en que sus labios rozaron la fría superficie, sonó el teléfono. Y casi sin pensar levantó el auricular.
—Sí, soy yo.
—Sí.
—Hola, soy Fernando.
—¿Qué?
—Sí. Ávila. El maestro Ávila.
—Ah, sí. Hola.
—Sólo quería saber si… vas a venir hoy a entrenar.
—Estoy… un poco enfermo.
Se quedó en silencio al otro lado. Oskar podía oír la respiración del maestro. Uno. Dos. Luego:
—Oskar: si lo has hecho o no, a mí no me importa. Si te apetece hablar, hablamos. Si no lo deseas, no lo hacemos; pero quiero que vengas a entrenar.
—Y eso… ¿por qué?
—Porque Oskar, no puedes quedarte como
snigeln
, ¿cómo se dice…?, el caracol. En el caparazón. Si no estás enfermo, enfermarás. ¿Estás enfermo?
—… Sí.
—Entonces necesitas entrenamiento físico. Te vienes esta tarde.
—¿Y los otros?
—¿Los otros? ¿Qué pasa con los otros? Si se meten contigo, les doy un bufido y dejarán de hacerlo. Pero no lo harán. Allí toca entrenar. Oskar no contestó.
—¿Estás de acuerdo? ¿Vendrás?
—Sí…
—Bien. Nos vemos.
Oskar colgó el auricular y le volvió a rodear el silencio. No quería ir a entrenar. Pero quería ver al maestro. Tal vez podía ir un poco antes, ver si estaba allí. Luego, volver a casa cuando empezara.
No es que Ávila fuera a aceptar eso, pero…
Dio otras cuantas vueltas por el piso. Preparó la bolsa para ir a entrenar, más que nada por tener algo que hacer. Menos mal que no le había pegado fuego al pupitre de Micke, porque Micke podía estar entrenando. Aunque a lo mejor había ardido también, puesto que estaba al lado del de Jonny. ¿Cuánto se habría quemado en realidad?
¿A quién se lo podía preguntar…?
Hacia las tres volvió a sonar el teléfono. Oskar dudó antes de cogerlo, pero después de aquel rayo de esperanza que había sentido tras ver la carta, ya no podía dejar de contestar.
—Sí, soy Oskar.
—Hola, soy Johan.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Regular.
—¿Hacemos algo esta tarde?
—¿A qué hora… entonces?
—Sí… pues a las siete, o así.
—No, a esa hora voy a… entrenar.
—¿Ah, sí? Bueno. Lo siento. Adiós.
—¿Johan?
—¿Sí?
—He… oído que ha habido fuego. En la clase. ¿Ha sido mucho… lo que se ha quemado?
—No. Algunos pupitres, sólo.
—¿Nada más?
—Noo… unos pocos… papeles y eso.
—Bueno.
—Tu pupitre se libró.
—Sí. Bien.
—Vale. Adiós.
—Adiós.
Oskar colgó el teléfono con una sensación extraña en el estómago. Había creído que
todos sabían
que había sido él. Pero no había sonado así al hablar con Johan. Y, además, su madre le había dicho que era
mucho
lo que se había quemado. Pero claro, puede que ella hubiera exagerado.
Oskar prefirió creer a Johan. Puesto que él lo había
visto.
—¡Uf! Pues…
Johan colgó el auricular mirando indeciso alrededor. Jimmy meneaba la cabeza, expulsando el aire a través de la ventana de la habitación de Jonny.
—Es lo peor que he oído.
Con voz apenada dijo Johan:
—No es tan fácil.
Jimmy se volvió hacia Jonny, que estaba sentado en su cama dando vueltas entre los dedos a una borla de la colcha de la cama.
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿La mitad de la clase ha ardido?
Jonny asintió.
—Todos en la clase le odian.
—Y tú… —Jimmy se dirigió de nuevo a Johan—, y tú dices que… ¿qué es lo que has dicho?: «Unos pocos papeles». ¿Crees que se lo va a tragar?
Johan agachó la cabeza avergonzado.
—No sabía qué decirle. Pensé que iba a sospechar si le decía que…
—Bueno, bueno. Lo hecho, hecho está. Ahora, esperemos a que venga.
Johan posaba sus ojos en Jonny y en Jimmy alternativamente. Pero las miradas de ambos estaban vacías, concentradas en las imágenes de la tarde que se avecinaba.
—¿Qué pensáis hacer?
Jimmy se inclinó hacia delante en la silla, sacudió un poco de ceniza que le había caído en la manga del jersey y dijo lentamente:
—Él prendió fuego. Todo lo que teníamos de
nuestro
padre. Así que lo que pensamos hacer, eso es algo en lo que tú no tienes por qué… interesarte tanto. ¿O no?
Su madre llegó a las cinco y media. Las mentiras, la desconfianza de la tarde anterior flotaban aún entre ellos como una niebla fría y su madre se fue directamente a la cocina y empezó a hacer un ruido innecesariamente alto con los cacharros. Oskar cerró su puerta. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo.
Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo, al sótano. A la plaza. Coger el metro. Y sin embargo no había ningún sitio… ningún sitio en el que él… nada.
Oyó cómo su madre iba hacia el teléfono, marcaba un número con muchas cifras. El de su padre, probablemente. Oskar sintió un pequeño escalofrío.
Se echó el edredón por encima, se sentó con la cabeza contra la pared, escuchando retazos de la conversación entre sus padres. Si él pudiera hablar con su padre. Pero no podía. Nunca funcionaba.
Se colocó el edredón haciendo como si fuera un jefe indio, impasible ante todo, mientras la voz de su madre subía de tono. Después de un rato empezó a gritar y el jefe indio se derrumbó en la cama, apretando el edredón, las manos contra los oídos.
Había tanto silencio dentro de la cabeza. Es… el espacio.
Oskar convirtió rayas, colores y puntos ante sus ojos en planetas, en lejanos sistemas solares a través de los cuales viajaba. Aterrizó en un cometa, voló un rato sobre el, saltó y se quedó flotando libremente en el espacio hasta que tiraron del cobertor y abrió los ojos.
Allí estaba su madre. Con los labios apretados. Su voz, un cortante
staccato
al hablar:
—Bueno. Ahora me ha contado tu padre… que él… el sábado… que tú… ¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dónde estuviste? ¿Me puedes contestar a eso?
Su madre tiró del edredón, justo sobre su cara, y el cuello se le tensó como una soga.
—Ya no vas a volver a ir allí más. Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por qué no me has dicho nada? Desde luego… ese cabrón. Ésos no deberían tener hijos. No va a volver a verte. Se puede quedar allí bebiendo todo lo quiera. ¿Me oyes? No le necesitamos para nada. Estoy tan…
Su madre se dio media vuelta, alejándose de la cama salió de la habitación dando un portazo que hizo temblar las paredes. Oskar oyó cómo enseguida volvió a marcar el largo número, lanzó un taco al equivocarse en uno y empezó de nuevo. Unos segundos después de que hubiera marcado la última cifra, empezó otra vez a gritar.
Oskar se deslizó fuera de la cama, cogió la bolsa de gimnasia y salió al pasillo, donde su madre estaba tan ocupada gritando a su padre que no notó siquiera que él se ponía las botas y, sin atárselas, se dirigía hacia la puerta.
No le vio hasta que estaba ya en el rellano de la escalera.
—¿Oye? ¿Adónde vas?
Oskar dio un portazo y bajó las escaleras corriendo, siguió corriendo con las botas desatadas hacia la piscina.
—Roger, Prebbe…
Jimmy señalaba con el tenedor de plástico a los dos que salían del metro. El bocado de ensalada con gambas que Jonny acababa de darle a su rollito se le quedó atragantado a medio camino y se vio obligado a tragar una vez más para poderlo pasar. Miró a su hermano con cara interrogante, pero la atención de Jimmy se hallaba concentrada en los dos que se acercaban pesadamente hasta el puesto de salchichas, saludando.
Roger era delgado y tenía el pelo largo y lacio, cazadora de cuero. La piel de la cara marcada por cientos de pequeños cráteres y aparentemente consumida porque tenía los huesos muy marcados y los ojos parecían extrañamente grandes.
Prebbe llevaba una cazadora vaquera con las mangas cortadas y debajo una camiseta, y nada más, aunque la temperatura no subía de los dos grados. Era grandote. Desbordado por todos sitios, con el pelo rapado. Un cazador de montaña que hubiera perdido la forma física.
Jimmy les comentó algo, señalando, y ellos fueron los primeros en dirigirse hacia la caseta del transformador que había al lado de los raíles del metro. Jonny dijo en voz baja: