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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (61 page)

BOOK: Déjame entrar
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—¿Por qué… vienen?

—Para ayudarnos, claro.

—¿Hace falta?

Jimmy sonrió meneando la cabeza, como si Jonny en realidad no entendiera ni jota de cómo funcionaba aquello.

—¿Qué habías pensado hacer con el profe, entonces?

—¿Ávila?

—Sí. ¿Creías que nos iba a dejar entrar sin más y… eh?

Jonny no tenía respuesta para eso, así que siguió a su hermano hasta la parte de atrás de la caseta de ladrillos. Roger y Prebbe estaban a la sombra con las manos en los bolsillos y calentándose los pies dando patadas. Jimmy sacó del bolsillo de la cazadora una pitillera plateada, apretó el botón y se la acercó a los dos.

Roger se quedó observando los seis cigarrillos liados a mano que había en ella, y dijo:

—Liado y listo, se agradece… —y pescó el más grueso entre dos dedos delgados.

Prebbe hizo una mueca que le hizo parecerse a un Teleñeco en el balcón.

—Pierden fuerza si no se fuman pronto.

Jimmy, ofreciéndole la pitillera, dijo:

—Puta vieja. Los lié hace una hora. Y esto no es esa mierda marroquí que tú sueles traer. Esto es auténtico.

Prebbe suspiró y cogió uno de los cigarrillos, Roger le dio fuego.

Jonny miraba a su hermano. La cara de Jimmy era una silueta afilada contra la luz que salía del andén del metro. Jonny le admiraba. Se preguntaba si él alguna vez sería un tipo así y se atrevería a decirle «puta vieja» a alguien como Prebbe.

Jimmy también cogió un cigarrillo, lo encendió. El papelillo liado en el extremo ardió un momento antes de que se formara el ascua.

Dio una calada profunda y Jonny quedó envuelto en el aire dulzón al que siempre olía la ropa de Jimmy.

Fumaron en silencio un rato. Luego Roger alargó el cigarrillo a Jonny.

—¿Quieres darle una calada?

Jonny estaba a punto de alargar la mano para cogerlo, pero Jimmy le dio una palmada en el hombro a Roger.

—Idiota. ¿Quieres que se vuelva como tú, eh?

—Sería agradable.

—Para ti, puede. Pero no para él.

Roger se encogió de hombros, retirando su invitación.

Eran las siete y media cuando dejaron de fumar, y Jimmy, cuando habló, lo hizo con exagerada claridad, cada palabra una complicada escultura que tenía que salir de su boca.

—Bueno. Éste… es Jonny. Mi hermano.

Roger y Prebbe asintieron complacidos. Jimmy agarró la barbilla de Jonny con un gesto algo torpe y giró su cabeza de perfil hacia los otros dos.

—Mirad aquí, la oreja. Se lo ha hecho él. De esto es de lo que vamos a… ocuparnos.

Roger dio un paso al frente, entornó los ojos mirando la oreja de Jonny y chascando la lengua dijo:

—Joder. Parece increíble.

—No necesito la opinión… de ningún… experto. Sólo tenéis que escucharme. Esto es lo que vamos a hacer…

Las verjas del callejón entre las paredes de ladrillo estaban abiertas. Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas de Oskar mientras avanzaba hacia la puerta de la piscina; la abrió. El calor húmedo se posó sobre su cara y una nube de vapor se escapó hacia fuera, hacia el frío callejón. Se apresuró a entrar y cerrar la puerta.

Se quitó las botas de dos patadas y continuó hasta los vestuarios. Vacíos. Desde el cuarto de las duchas se oía el agua de una de ellas y una voz grave que cantaba:

Bésame, bésame mucho
,

como si fuera esta noche la última vez…

El maestro. Sin quitarse la cazadora Oskar se sentó en uno de los bancos, a esperar. Después de un rato se dejó de oír el chapoteo del agua y la canción, y el maestro salió a los vestuarios con la toalla alrededor de las caderas. Tenía el pecho totalmente cubierto de vello negro y ensortijado con algunos rizos blancos. A Oskar le pareció alguien de otro planeta. El maestro lo vio, lo saludó con una amplia sonrisa.

—¡Oskar! Así que tú salir del caparazón de todos modos.

Oskar asintió.

—Se volvió algo… estrecho.

El maestro se rio mientras se rascaba el pecho; las puntas de los dedos desaparecieron entre los rizos.

—Has venido pronto.

—Sí, pensé…

Oskar se encogió de hombros. El maestro dejó de rascarse.

—¿Qué pensaste?

—No sé.

—¿Hablar?

—No, yo sólo…

—Deja que te mire.

El maestro dio un par de pasos rápidos y se puso delante de Oskar, observó su cara.

—¡Ah, sí! Vale.

—¿Qué?

—Fuiste tú —el maestro señaló sus propios ojos—: Yo veo. Te has quemado las cejas. No, ¿cómo se llaman? Debajo. Pesti…

—¿Pestañas?

—Pestañas. Eso es. Y un poco aquí, en el pelo, también. Hmm. Si no quieres que nadie lo sepa, tendrás que cortártelo un poco. Las pesti… pestañas crecen enseguida. Lunes ha desaparecido. ¿Gasolina?

—Alcohol de quemar.

El maestro expulsó aire por la boca, meneando la cabeza.

—Muy peligroso. Probablemente… —Ávila puso el dedo índice sobre la sien de Oskar—… estás un poco loco. No mucho. Pero un poco. ¿Por qué alcohol de quemar?

—Yo… me lo encontré.

—¿Encontraste? ¿Dónde?

Oskar levantó la vista y miró al maestro: una roca húmeda, comprensiva. Y quería contar. Quería contarlo todo. Sólo que no sabía por dónde empezar. Ávila esperó. Luego dijo:

—Jugar con fuego es muy peligroso. Puede convertirse en una costumbre. No es un buen método. Mucho mejor el ejercicio físico.

Oskar asintió, y el sentimiento desapareció. El maestro era bueno, pero no iba a comprenderle.

—Ahora te cambias y te enseño un poco de técnica con la barra de las pesas. ¿De acuerdo?

Ávila se dio la vuelta para dirigirse a su despacho. Se paró al otro lado de la puerta.

—Y Oskar: no te preocupes. Yo digo no a nadie si tú no quieres. ¿Bien? Podemos hablar más después del entrenamiento.

Oskar se cambió. Cuando ya estaba listo llegaron Patrik y Hasse, dos chicos de 6ºA. Saludaron a Oskar, pero a él le pareció que le miraban demasiado, y cuando entró en el gimnasio oyó cómo empezaban a cuchichear entre ellos.

Una sensación de malestar se le fijó en la boca del estómago. Se arrepintió de haber ido allí. Pero enseguida llegó Ávila, vestido con una camiseta y un pantalón corto, y le enseñó cómo podía realizar un levantamiento de barra más eficaz dejándola que se apoyara sobre las yemas de los dedos; así, Oskar consiguió levantar 28 kilos; dos más que la vez anterior. El maestro apuntó en su cuaderno el nuevo récord.

Llegaron más chavales, entre ellos Micke. Éste sonrió con su habitual mueca críptica que podía significar cualquier cosa: la posibilidad de ofrecerte un bonito regalo o de hacer algo terrible contra ti.

Y se trataba de lo último, aunque ni siquiera el propio Micke comprendiera la gravedad del asunto.

De camino hacia el entrenamiento, Jonny había llegado corriendo y le había pedido que hiciera una cosa, porque Jonny quería burlarse un poco de Oskar, lo que le pareció muy bien a Micke. A Micke le gustaba burlarse de otros. Además, toda su colección de cromos de hockey había ardido el martes por la tarde, así que se apuntaba encantado a un poco de cachondeo a costa de Oskar.

Pero mientras tanto, seguía sonriendo.

El entrenamiento continuó. A Oskar le parecía que los demás le miraban raro, pero tan pronto como trataba de encontrar sus ojos dirigían la vista hacia otro lado. Habría preferido irse a casa.

… no… irse…

Irse, sin más.

Pero el maestro estaba pendiente de él, le animaba y así no había ninguna posibilidad. Además: estar aquí era, en cualquier caso, mejor que estar en casa.

Cuando terminó el entrenamiento, Oskar estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para sentirse mal. Fue a las duchas un poco después que los otros, y se duchó de espaldas. No es que tuviera tanta importancia. Al fin y al cabo, uno se bañaba desnudo.

Se entretuvo un rato frente a la pared de cristal que separaba las duchas de la piscina; hizo con la mano un claro en el vapor condensado sobre el cristal y estuvo observando a los otros mientras se tiraban al agua, se perseguían, lanzaban pelotas. Y el sentimiento lo invadió de nuevo. No como un pensamiento formulado con palabras, sino como una sensación muy fuerte:

Estoy solo. Estoy… totalmente solo.

Después le vio el maestro, le hizo una seña para que fuera, para que se metiera. Oskar bajó arrastrando los pies por la pequeña escalera, se acercó al borde de la piscina y se quedó mirando abajo, al agua químicamente azul. No tenía ninguna energía o fuerza en el cuerpo, así que entró por la escalerilla y bajando los peldaños de uno en uno se sumergió en el agua bastante fría.

Micke estaba sentado al borde de la piscina, le sonrió asintiendo. Oskar dio unas brazadas en dirección a Ávila.

—¡Cógela!

Con el rabillo del ojo vio la pelota que venía volando demasiado tarde. Golpeó justo delante de él y le llenó los ojos de agua con cloro. Escocía como las lágrimas. Se frotó los ojos y, cuando alzó la vista, vio al maestro que estaba mirándole con una expresión… ¿compasiva? en el rostro.

¿O desdeñosa?

Puede que sólo fueran figuraciones suyas, pero apartó la pelota que flotaba delante de sus narices y se hundió. Dejó que la cabeza se deslizara bajo el agua, su pelo se agitó cosquilleándole en las orejas. Estiró los brazos y flotó con la cara bajo el agua, balanceándose. Haciéndose el muerto.

Si pudiera flotar para siempre.

Si no tuviera que levantarse nunca más, ni encontrarse con las miradas de quienes al fin y al cabo sólo le querían mal. O si el mundo, cuando él finalmente sacara la cabeza, hubiera desaparecido. Y que sólo existieran él y la inmensidad azul.

Pero incluso con los oídos debajo del agua podía oír los ruidos lejanos, el estrépito del mundo que le rodeaba, y cuando sacó la cabeza ese mundo estaba allí, por supuesto; vociferando, retumbando.

Micke había abandonado su sitio al borde de la piscina y los otros estaban liados en una especie de voleibol. La pelota blanca volaba por los aires, se reflejaba nítidamente contra la negrura de los cristales esmerilados de las ventanas. Oskar se deslizó hasta un rincón en la parte profunda de la piscina, se quedó allí solo con la nariz sobre la superficie del agua, mirando.

Micke llegó deprisa desde la zona de las duchas en el otro extremo de la sala y gritó:

—¡Maestro! ¡Está sonando el teléfono de su despacho!

Ávila masculló algo y salió por uno de los bordes de la piscina. Hizo un gesto de asentimiento a Micke y desapareció por la parte de los vestuarios. Lo último que vio Oskar de él fue una silueta borrosa detrás del cristal empañado.

Después desapareció.

Tan pronto como Micke salió de los vestuarios, ocuparon sus posiciones.

Jonny y Jimmy se deslizaron en el gimnasio; Roger y Prebbe se pusieron contra la pared al lado de la puerta. Oyeron a Micke gritar desde la piscina, se prepararon.

Pasos suaves de pies descalzos que se acercaban pasando al lado del gimnasio, y un par de segundos después Ávila cruzaba la puerta del vestuario y se dirigía a su despacho. Prebbe ya había dado dos vueltas alrededor de la mano a los calcetines dobles llenos con monedas, para poder agarrarlos mejor. Cuando el maestro llegó ante la puerta, de espaldas a él, Prebbe dio una zancada y blandió el peso contra su cabeza.

Prebbe no era especialmente ágil y el maestro debió oír algo. Porque volvió la cabeza hacia un lado y recibió el golpe por encima de la oreja. El efecto fue, no obstante, el esperado. Ávila cayó ligeramente inclinado hacia delante, se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y se deslizó hasta el suelo.

Prebbe se sentó sobre su pecho y se enroscó la pesada bola llena de monedas en la mano, de forma que pudiera golpear con más precisión si fuera necesario. Pero parecía que no. Las manos del maestro temblaban un poco, pero no opuso la menor resistencia. Prebbe no creía que estuviera muerto. No lo parecía.

Llegó Roger y se inclinó sobre el cuerpo tendido como si nunca hubiera visto nada parecido.

—¿Es un turco o qué?

—Y yo qué cojones sé. Busca las llaves.

Roger, mientras buscaba las llaves en los pantalones cortos del maestro, vio cómo Jonny y Jimmy iban desde el gimnasio hacia la piscina. Sacó las llaves, las fue probando una tras otra en la puerta de la oficina, mirando de reojo al profesor.

—Peludo como un mono, desde luego. Turco, seguro.

—Vamos, date prisa.

Roger suspiró, siguió probando llaves.

—Lo digo sólo por ti. Se siente uno mejor si…

—Deja de decir gilipolleces. Date prisa.

Roger dio con la llave correcta y abrió la puerta. Antes de entrar, señaló al maestro y dijo:

—A lo mejor no deberías estar sentado así. Seguramente no podrá respirar.

Prebbe se apartó y se puso al lado del cuerpo tendido con el peso dispuesto en la mano por si Ávila intentaba hacer algo.

Roger registró los bolsillos de la cazadora que había en el despacho, encontró una cartera con trescientas coronas. En un cajón del escritorio, del que encontró la llave después de buscarla un rato, había diez tarjetas prepago sin sellar. Las cogió también.

No era un buen botín. Pero no se trataba de eso, claro está. Una simple recompensa.

Oskar estaba todavía en la esquina de la piscina haciendo burbujas en el agua cuando entraron Jonny y Jimmy. Su primera reacción no fue de miedo, sino de indignación.

Pues iban con la ropa puesta.

Sí, no se habían quitado ni siquiera los zapatos, y Ávila, que era tan exigente con…

Cuando Jimmy se apostó en el borde de la piscina y empezó a escudriñar el agua, llegó el miedo. Había visto a Jimmy un par de veces, de pasada, y ya entonces le pareció que tenía un aspecto desagradable. Ahora además había algo en sus ojos… en su forma de mover la cabeza…

Como Tommy y los otros cuando han…

La mirada de Jimmy encontró a Oskar y él sintió con un escalofrío que estaba… desnudo. Jimmy llevaba la ropa puesta, coraza. Oskar estaba metido en el agua fría y cada centímetro de su piel se hallaba expuesto. Jimmy asintió mirando a Jonny, describió medio círculo con la mano y los dos comenzaron a andar, cada uno por un lado de la piscina, hacia Oskar. Mientras caminaba, Jimmy gritó a los otros:

—¡Largaos de aquí! ¡Todos! ¡Fuera del agua!

Algunos chicos se quedaron quietos y otros movían las piernas en el agua, indecisos. Jimmy se situó al borde de la piscina, sacó de la cazadora una navaja, la abrió y la apuntó como una flecha hacia el montón de chavales. Señaló con ella el otro extremo de la piscina.

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