—Lo que tú desees, yo lo deseo -dijo la muchacha.
Se dirigieron al sur siguiendo la playa, donde caminar era más fácil, pero siempre manteniéndose lo bastante cerca de los árboles para asegurarse poder encontrar refugio de las bestias y reptiles que tan a menudo los amenazaban. Eran las últimas horas de la tarde cuando la muchacha cogió de pronto a Bradley por el brazo y señaló hacia adelante.
—¿Qué es eso? -susurró-. ¿Qué extraño reptil es ese?
Bradley miró en la dirección que indicaba su dedo. Se frotó los ojos y volvió a mirar, y entonces la agarró por la muñeca y la empujó rápidamente tras unos matorrales.
—¿Qué es eso? -preguntó ella.
—Es el reptil más temible que han conocido las aguas de este mundo -replicó él-. ¡Es un submarino alemán!
Una expresión de asombro y comprensión iluminó los rasgos de la muchacha.
—¡Es la cosa de la que me hablaste -exclamó-, la cosa que nada bajo el agua y lleva a los hombres en su vientre!
—Así es.
—¿Entonces por qué te escondes? -preguntó la muchacha-. Dijiste que ahora pertenecía a tus amigos.
—Han pasado muchos meses y no sé qué ha pasado con mis amigos -replicó él-. No puedo saber qué les ha ocurrido. Hace tiempo que tendrían que haberse marchado en esa embarcación, y por eso no puedo comprender que esté todavía aquí. Voy a investigar primero antes de dejarme ver. Cuando me marché, había más alemanes en el U-33 que hombres de mi grupo en el fuerte, y tengo suficiente experiencia con los alemanes para saber que hay que vigilarlos de cerca.
Abriéndose paso por un bosquecillo que se alzaba a unos pocos metros tierra adentro, los dos se arrastraron sin ser vistos hacia el submarino, que estaba atracado en la orilla, en un lugar que Bradley reconoció ahora como cercano al pozo de petróleo al norte de Fuerte Dinosaurio. Se detuvieron lo más cerca posible del submarino, agazapados entre la tupida vegetación, y vigilaron la embarcación en busca de signos de vida humana. Las escotillas estaban cerradas: no se podía ver ni oír a nadie.
Bradley vigiló durante cinco minutos, y entonces decidió subir a bordo a investigar. Se había puesto en pie para llevar a cabo su propósito cuando oyó, en tono fuerte y amenazador, una andanada de maldiciones y juramentos en alemán, y la expresión
Englische schewinhunde
repetida varias veces. La voz no procedía de la dirección del submarino, sino de tierra adentro. Bradley avanzó arrastrándose hasta llegar a un punto donde, a través de las enredaderas que colgaban de los árboles, pudo ver a un grupo de hombres que caminaban hacia la orilla.
Vio al barón Friedrich von Schoenvorts y a seis de sus hombres, todos armados, que avanzaban rodeando a un grupo de hombres entre quienes se hallaban Olson, Brady, Sinclair, Wilson y Whitely.
Bradley no sabía nada de la desaparición de Bowen Tyler y la señorita La Rué, ni de la perfidia de los alemanes al bombardear el fuerte y su intento de escapar en el U-33; pero no se sorprendió en absoluto por lo que veía.
El grupito avanzaba lentamente, los prisioneros se tambaleaban bajo los pesados toneles de petróleo, mientras que Schwartz, uno de los oficiales alemanes, los maldecía y los golpeaba caprichosamente con una vara de madera. Von Schoenvorts caminaba detrás de la columna, animando a Schwartz y riendo por la incomodidad de los británicos. Dietz, Heinz y Klatz también parecían disfrutar inmensamente de la diversión; pero dos de los hombres (Plesser y Hindle), marchaban con la mirada fija al frente y una mueca de disgusto en el rostro.
Bradley sintió que la sangre le ardía en las venas al ver las cobardes indignidades a las que eran sometidos sus hombres, y en el breve espacio de tiempo que la columna tardó en llegar al lugar donde esta escondido trazó sus planes, aunque parecían una locura. Entonces acercó a la muchacha hacia él.
—Quédate aquí -susurró-. Voy a salir a pelear contra esas bestias; pero me matarán. No dejes que te vean. No dejes que te cojan viva. Son más crueles, más cobardes, más bestiales que los wieroos. La muchacha se apretó contra él, la cara muy blanca. -Ve, si es necesario -susurró-, pero si mueres, yo moriré, pues no puedo vivir sin ti.
Él la miró súbitamente a los ojos.
—¡Oh! -exclamó-. ¡Qué idiota he sido! Yo tampoco podría vivir sin ti, pequeña.
Y la atrajo hacia sí y la besó en los labios. -Adiós.
Se soltó de sus brazos y miró de nuevo a tiempo de ver que la retaguardia de la columna acababa de pasar. Entonces se puso en pie y saltó rápida y silenciosamente.
De repente von Schoenvorts sintió que le colocaban un arma en la nuca y le quitaban la pistola de la cartuchera. Soltó un grito de temor y advertencia, y sus hombres se volvieron para ver a un hombre blanco medio desnudo que sujetaba con fuerza a su líder desde atrás y los apuntaba con una pistola por encima de su hombro.
—¡Soltad esas armas! -dijo con cortas y afiladas sílabas en un alemán perfecto-. Soltadlas o le meteré una bala en la cabeza a von Schoenvorts.
Los alemanes vacilaron un momento, mirando primero hacia von Schoenvorts y luego a Schwartz, quien evidentemente era el segundo al mando, en busca de órdenes.
—Es el cerdo inglés, Bradley -gritó este último-, y está solo. ¡Id a por él!
—Ve tú mismo -gruñó Plesser.
Hindle se acercó a Plesser y le murmuró algo. Éste asintió. De repente von Schoenvorts giró sobre sus talones y agarró la pistola de Bradley con ambas manos.
—¡Ahora! -gritó-. ¡Venid y cogedlo, rápido!
Schwartz y los otros tres saltaron hacia adelante; pero Plesser y Hindle se quedaron atrás, mirando vacilantes a los prisioneros ingleses. Entonces Plesser habló.
—Es vuestra oportunidad, ingleses -dijo en voz baja-. Sujetadnos a Hindle y a mí y quitadnos las armas… no ofreceremos resistencia.
Olson y Brady no tardaron en hacer caso a la sugerencia. Habían visto suficiente del brutal tratamiento que von Schoenvorts daba a sus hombres y las atenciones especialmente venenosas que disfrutaba infligiendo a Plesser y Hindle para comprender que el deseo de venganza de estos dos hombres podía ser sincero. En un momento los dos alemanes fueron desarmados y Olson y Brady corrieron para apoyar a Bradley. Pero ya parecía demasiado tarde.
Von Schoenvorts había conseguido hacer dar la vuelta al inglés, de modo que le daba la espalda a Schwartz y los otros alemanes que avanzaban hacia él. Schwartz casi había alcanzado a Bradley y estaba dispuesto a golpearlo con la culata de su rifle. Brady y Olson corrían hacia los alemanes, seguidos de Wilson, Whitley y Sinclair, dispuestos a apoyarlos con los puños desnudos.
Parecía que Bradley estaba perdido cuando, aparentemente de la nada, silbó una flecha que alcanzó a Schwartz en el costado, lo atravesó en parte y lo derrumbó al suelo. El hombre cayó con un alarido, y al mismo tiempo Olson y Brady vieron la esbelta figura de una muchacha de pie al borde de la jungla, colocando otra flecha en su arco.
Bradley había conseguido liberar su brazo de la tenaza de von Schoenvert y lo derribó dándole un golpe con la culata de su pistola. El resto de los ingleses y alemanes se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Plesser y Hindle permanecieron apartados de la melé e instaron a sus camaradas a rendirse y a unirse a los ingleses contra la tiranía de von Schoenvorts. Heinz y Klatz, posiblemente influenciados por sus palabras, apenas pusieron resistencia; pero Dietz, un prusiano enorme, barbudo y con cuello de toro, gritando como un maníaco, intentó exterminar al
Englische schweihunde
con su bayoneta, pues temía disparar por miedo a matar a alguno de sus camaradas.
Fue Olson quien se enfrentó a él, y aunque no estaba acostumbrado al rifle largo y la bayoneta alemanas, recibió el embiste del huno con la fría y cruel precisión y la ciencia de la lucha con bayoneta inglesa. No hubo ninguna finta, ninguna retirada, ni esquivó lo que tampoco era un ataque. La lucha con bayonetas no es hoy un espectáculo hermoso de ver: no es esgrima artística donde los hombres dan y toman. Es una matanza inevitable que acaba rápidamente.
Dietz saltó locamente hacia la garganta de Olson. Tan cerca, con sólo girar la bayoneta a la izquierda la afilada hoja pasó por encima del hombro izquierdo del inglés. Al instante Olson dio un paso adelante, hizo resbalar el rifle entre sus manos y lo agarró por debajo de la boca y con un corto y brusco impulso envió la hoja bajo la barbilla de Dietz, hasta el cerebro. Lo hizo tan rápidamente y tan rápidamente retiró la hoja que Olson había girado para enfrentarse a otro adversario antes de que el cadáver del alemán se hubiera derrumbado al suelo.
Pero no había más adversarios a los que enfrentarse. Heinz y Klatz habían soltado sus rifles y, con las manos sobre la cabeza, gritaban a todo pulmón:
—¡Kamerad! ¡Kamerad!
Von Schoenvorts todavía yacía donde había caído. Plesser y Hindle le explicaron a Bradley que se alegraban del resultado de la pelea, pues ya no podían soportar la brutalidad del comandante del submarino.
El resto de los hombres miraba a la muchacha que ahora avanzaba lentamente, el arco preparado. Bradley se volvió hacia ella y alzó una mano.
—Co-Tan -dijo-, suelta el arco. Estos son mis amigos, y los tuyos -se volvió hacia los ingleses-. Ésta es Co-Tan. Los que la habéis visto salvarme de Schwartz conocéis una parte de lo que le debo.
Los rudos hombres se congregaron alrededor de la muchacha, y cuando ella les habló en inglés entrecortado, con una sonrisa en los labios que aumentaba el encanto de su irresistible acento, todos y cada uno de ellos se enamoraron de ella y se convirtieron a partir de entonces en sus guardianes y sus esclavos.
Un momento después, la atención de todos se volvió hacia Plesser, que gritaba una sarta de imprecaciones. Se volvieron a tiempo de ver cómo el hombre corría hacia von Schoenvorts, que acababa de levantarse del suelo. Plesser llevaba un rifle con la bayoneta calada, cogido al cadáver de Dietz. El rostro de von Schoenvorts estaba pálido de miedo, y movía la boca como intentando pedir ayuda, pero ningún sonido surgía de sus labios azules.
—Me golpeaste -chilló Plesser-. Una, dos, tres veces, me golpeaste, cerdo. Asesinaste a Schwerke… lo volviste loco con tu crueldad hasta que se quitó la vida. Eres típico de tu especie… todos sois como tú del Kaiser para abajo. Ojalá fueras el Kaiser. ¡Le haría esto!
Y atravesó con la bayoneta el pecho de von Schoenvorts. Entonces dejó que el rifle cayera con el moribundo y se volvió hacia Bradley.
—Aquí estoy -dijo-. Hagan conmigo lo que quieran. Toda mi vida he sufrido las patadas y los insultos de esta gente, y siempre he ido adonde me ordenaban, cantando, dispuesto a dar mi vida si era necesario para mantenerlos en el poder. Sólo últimamente me he dado cuenta de lo tonto que he sido. Pero ya no soy ningún tonto, y además, estoy vengado y Schewerke está vengado, así que pueden matarme si quieren. Aquí estoy.
—Si yo fuera el rey -dijo Olson-, colgaría la Cruz Victoria de tu noble pecho. Pero como sólo soy un irlandés de apellido sueco, que Dios me perdone por eso, lo mejor que puedo hacer es estrecharte la mano.
—No serás castigado -dijo Bradley-. Quedáis cuatro… si los cuatro queréis trabajar con nosotros, os aceptaremos. Pero vendréis como prisioneros.
—Me parece bien -dijo Plesser-. Ahora que el capitán ha muerto, no tenéis que temernos. Toda nuestra vida no hemos hecho otra cosa sino obedecer a los de su clase. Si no lo hubiera matado, supongo que sería tan tonto que lo obedecería de nuevo; pero está muerto. Ahora os obedeceremos… tenemos que obedecer a alguien.
—¿Y vosotros? -Bradley se volvió hacia los otros supervivientes de la tripulación original del U-33. Todos prometieron obediencia.
Los dos alemanes muertos fueron enterrados en una sola tumba, y el grupo subió al submarino y almacenó el combustible.
Una vez allí Bradley le contó a los hombres lo que le había sucedido desde la noche del 14 de septiembre, cuando desapareció tan misteriosamente del campamento en la altiplanicie. Ahora se enteró por primera vez que Bowen J. Tyler Jr. y la señorita La Rué llevaban desaparecidos aún más tiempo, y que no habían descubierto el menor rastro de ellos.
Olson le contó cómo los alemanes habían regresado y los emboscaron ante el fuerte, capturándolos para poder utilizarlos como ayudantes en el refinamiento del petróleo y más tarde para tripular el U-33, y Plesser contó brevemente las experiencias de la tripulación alemana a las órdenes de von Schoenvorts desde que escaparon de Caspak meses antes: cómo perdieron el rumbo después de haber sido bombardeados por los barcos que los encontraron cuando intentaban dirigirse hacia el norte y cómo por fin, con las provisiones agotadas y casi sin combustible, buscaron y encontraron por fin, más por accidente que por otra cosa, la misteriosa isla que antaño tanto se alegraron de abandonar.
—Ahora haremos planes para el futuro -anunció Bradley-. Creo que has dicho que el submarino tiene combustible, provisiones y agua para un mes, Plesser. Somos diez para tripularlo. Tenemos que cumplir un triste deber: debemos buscar a la señorita La Rué y al señor Tyler. Digo triste deber porque sabemos que no los encontraremos; pero no podemos hacer otra cosa sino peinar la costa, disparando señales a intervalos, para que al menos podamos marcharnos con el conocimiento de que hemos hecho todo lo posible por encontrarlos.
Ninguno puso objeciones, ni alzó la voz protestando contra el plan de asegurarse al menos doblemente antes de abandonar Caspak para siempre.
Y así se pusieron en marcha, navegando lentamente por la costa arriba y disparando ocasionalmente con el cañón. A menudo la embarcación tenía que detenerse, y siempre había ojos ansiosos escrutando la orilla en busca de una señal de respuesta. A últimas horas de la tarde vieron una horda de guerreros band-lu; pero cuando la embarcación se acercó a la orilla y los nativos advirtieron que había seres humanos a lomos del extraño monstruo marino, huyeron aterrorizados antes de que Bradley pudiera llamarlos.
Esa noche echaron el ancla en la desembocadura de un viscoso arroyo cuyas cálidas aguas rebosaban de millones de diminutos organismos parecidos a larvas: minúsculos engendros humanos que iniciaban su precario viaje desde alguna charca tierra adentro hacia «el principio»; un viaje que, quizás, sobreviviría para completar uno entre un millón. Ya, casi en la concepción de la vida, eran recibidos por miles de bocas voraces, pues peces y reptiles de muchas clases luchaban por devorarlos, y a su vez otras criaturas más grandes perseguían a los devoradores, para ser, a su vez, perseguidas por las incontables otras formas que habitan las profundidades del temible mar de Caprona.