Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (3 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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—Demonios… —masculló entre dientes, mientras rodeaba los charcos formados por las últimas nevadas, para evitar que se le estropearan los zapatos de tacón de piel de cocodrilo: precisamente una de las ventajas de estacionar en la parte de atrás era no tener que hacer aquello. Tal vez podría cortar por la oficina de la escribanía hasta su despacho, y si los planetas estaban alineados, quizá hasta llegar a la sala de audiencias sin ocasionar un retraso en la agenda.

A pesar de que en la entrada del público había una cola de unas veinte personas, los porteros reconocieron a Alex de inmediato, porque, a diferencia del circuito de los juzgados de distrito, en que se iba saltando de uno a otro, allí, en el Tribunal Superior, iba a permanecer durante seis meses enteros. Los porteros le hicieron gestos para que pasara, pero como en el bolso llevaba llaves y un termo de acero inoxidable y sabe Dios qué cosas más, hizo saltar el detector de metales.

La alarma consistía en un potente foco, por lo que todos los presentes en el vestíbulo se volvieron para ver quién era el infractor. Con la cabeza gacha, Alex se precipitó sobre el suelo embaldosado de forma que trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio. Un hombre rechoncho extendió las manos para sujetarla.

—Eh, nena —le dijo con mirada lasciva—, me encantan tus zapatos.

Sin responder, Alex se liberó de aquellas manos y se dirigió a la escribanía. No había ningún otro juez de Tribunal Superior que tuviera que lidiar con ese tipo de cosas. El juez Wagner era un buen tipo, pero tenía una cara que parecía una calabaza dejada a pudrirse después de Halloween. La jueza Gerhardt llevaba unas blusas más viejas que la propia Alex. Al acceder a la magistratura, Alex había pensado que el hecho de ser una mujer relativamente joven y moderadamente atractiva sería algo bueno, un punto en contra de los encasillamientos, pero en mañanas como aquélla, no estaba tan segura.

En la oficina, soltó el bolso de cualquier manera, se enfundó la toga y se dio cinco minutos para tomarse un café y repasar la agenda de casos pendientes. Cada uno de ellos tenía su propio expediente, aunque los de los reincidentes estaban sujetos por una misma goma elástica y, algunas veces, los jueces se dejaban unos a otros anotaciones con Post-it dentro de cada expediente. Alex abrió el primero y vio un dibujo de líneas simples que representaba a un hombre con barrotes delante de la cara: una señal dejada por la jueza Gerhardt de que aquélla era la última oportunidad para el acusado, y que a la próxima iría a la cárcel.

Hizo sonar el intercomunicador para advertir al ujier que estaba preparada para dar comienzo a la sesión, y acto seguido esperó a escuchar la presentación de rigor:

—En pie. Preside la sesión Su Señoría Alexandra Cormier.

Para Alex, la sensación que tenía al entrar en la sala era siempre la de aparecer primera en el escenario en un estreno de Broadway. Ya sabías que allí habría gente, que sus miradas estarían pendientes de ti, pero eso no te ahorraba el momento crítico en que te quedabas sin respiración, en que no podías creer que tú fueras la persona a la que todos ellos habían ido a escuchar.

Alex pasó con brío por detrás del banquillo y tomó asiento. Había setenta vistas programadas para aquella mañana, y la sala estaba atestada. Se llamó al primer acusado, que se acercó arrastrando los pies hasta situarse delante de la baranda, desviando la mirada.

—Señor O’Reilly —dijo Alex, quien al mirarlo reconoció al tipo del vestíbulo. Estaba claro que ahora se sentía incómodo, al comprender con quién había intentado flirtear—. Vaya, es usted el caballero que me ayudó hace un momento, ¿no es así?

El tipo tragó saliva.

—Así es, Su Señoría.

—De haber sabido que yo era la jueza, señor O’Reilly, ¿habría dicho usted: «Eh, nena, me encantan tus zapatos»?

El acusado bajó la vista, indeciso entre lo políticamente incorrecto y la sinceridad.

—Supongo que sí, Su Señoría —dijo al fin—. Son unos zapatos fantásticos.

La sala enmudeció por completo, a la espera de la reacción de la jueza. Alex esbozó una amplia sonrisa.

—Señor O’Reilly —dijo—, no podría estar más de acuerdo con usted.

Lacy Houghton se inclinó por encima de los barrotes de la cama y colocó el rostro justo delante del de la sollozante paciente.

—Puedes hacerlo —le dijo con firmeza—. Puedes, y lo harás.

Después de dieciséis horas de esfuerzos, todos estaban extenuados: Lacy, la parturienta y el futuro padre, quien afrontaba la hora H con el convencimiento de que allí era superfluo, de que en aquel preciso momento su esposa quería a la partera mucho más que a él.

—Quiero que se coloque detrás de Janine —le dijo Lacy—, y que le abrace por la espalda. Janine, quiero que me mires a mí y que vuelvas a empujar con fuerza una vez más…

La mujer apretó los dientes y empujó fuerte, perdiendo toda conciencia de sí misma en el esfuerzo por dar vida a otro ser. Lacy palpó con las manos abiertas la cabeza del bebé, que condujo a través del precinto de piel, hasta pasarle con rapidez el cordón umbilical por encima de la cabeza sin dejar de mirar en ningún momento a la madre.

—Durante los próximos veinte segundos, tu bebé será la persona más joven del planeta —dijo Lacy—. ¿Te gustaría conocerla?

La respuesta fue un último empujón, el punto álgido del esfuerzo, un rugiente deseo y un cuerpecito mojado, púrpura y resbaladizo que Lacy alzó de inmediato hasta los brazos de la madre, para que cuando la pequeña llorara por vez primera en esta vida, estuviera ya en disposición de recibir consuelo.

La paciente rompió a llorar también, con unas lágrimas cuya melodía era por entero diferente, sin el dolor entretejido en ellas. Los recientes padres se inclinaban sobre su bebé, formando un círculo excluyente. Lacy retrocedió un paso y los observó. Una partera tenía todavía un montón de trabajo que hacer después del momento del parto, pero en aquellos instantes deseaba poder contemplar a aquel pequeño ser. Donde los padres apreciaban una barbilla que se parecía a la de la tía Marge o una nariz como la del abuelo, Lacy veía una mirada despierta llena de sabiduría y de paz, tres kilos y medio de potencialidad no adulterada. Los recién nacidos le recordaban Budas en miniatura, con sus rostros repletos de divinidad. No duraba mucho. Cuando Lacy volvía a ver a aquellos mismos niños al cabo de una semana, para la revisión programada, se habían convertido en personas corrientes, aunque diminutas. Aquella beatitud había desaparecido, y Lacy siempre se preguntaba adónde demonios habría ido a parar.

Mientras su madre estaba al otro lado de la ciudad, asistiendo al nacimiento del último habitante de Sterling, New Hampshire, Peter Houghton se despertaba. Su padre llamó a su puerta con los nudillos al pasar por delante de su habitación de camino al trabajo. Ése era el despertador de Peter. En el piso de abajo estarían esperándole un cuenco y un paquete de cereales; su madre no olvidaba dejárselo aunque la requirieran a las dos de la mañana. También habría una nota de ella, deseándole que tuviera un buen día en el instituto, como si fuera tan sencillo.

Peter apartó las sábanas a un lado. Se acercó hasta el escritorio, con los pantalones del pijama puestos, se sentó y se conectó a Internet.

Las palabras del correo electrónico estaban borrosas. Alargó la mano en busca de sus lentes, siempre los dejaba junto al ordenador. Después de ponérselas, se le cayó de las manos la funda sobre el teclado… Allí delante tenía algo que había esperado no volver a ver jamás.

Peter pulsó CONTROL ALT más SUPRIMIR para borrarlo, pero seguía viéndolo en su mente, incluso después de que la pantalla se quedara en negro, después de cerrar los ojos; aun después de echarse a llorar.

En una ciudad de las dimensiones de Sterling, todo el mundo se conocía desde siempre. En cierto modo, era algo reconfortante, como si se tratara de una gran familia a la que a veces adorabas y a veces detestabas. En ocasiones, era algo que a Josie le hacía sentirse acosada: como por ejemplo en aquellos momentos en que hacía la cola en la cafetería del instituto detrás de Natalie Zlenko, una lesbi de marca mayor que, cuando iban a segundo curso, había invitado a Josie a jugar y la había convencido para que se pusieran a hacer pis en el césped del jardín de delante como los chicos. «Pero qué se creen», había exclamado su madre cuando, al salir a buscarla, se las había encontrado con el culo al aire y mojando los narcisos. Incluso ahora que había pasado un decenio, Josie no podía mirar a Natalie Zlenko, con su pelo cortado a lo marine y su omnipresente cámara de fotos, sin preguntarse si también Natalie se acordaría aún de aquello.

Detrás de Josie estaba Courtney Ignatio, la chica diez del Instituto Sterling. Con su pelo color miel que le caía sobre los hombros como un chal de seda y los jeans de cintura baja comprados por Internet a Fred Segal, había engendrado todo un entorno de clones. En la bandeja de Courtney había una botella de agua y un plátano. En la de Josie, un plato de patatas fritas. Era la segunda hora y, como le había predicho su madre, estaba hambrienta.

—Eh —dijo Courtney en voz lo bastante alta como para que la oyera Natalie—, ¿puedes decirle a la vagitariana que nos deje pasar?

Las mejillas de Natalie enrojecieron como la grana, y se aplastó contra la barra protectora de la sección de ensaladas para que Courtney y Josie pudieran pasar. Pagaron sus consumos y atravesaron el comedor.

En el comedor del instituto, Josie siempre se sentía como un naturalista que observara las diferentes especies en su hábitat natural, no académico. Estaban los empollones, inclinados sobre sus libros de texto y riéndose de chistes de matemáticas que nadie más ni siquiera quería entender. Detrás de ellos estaban los
freaks
, que fumaban cigarrillos de clavo en las actividades al aire libre, detrás del instituto, y dibujaban personajes de manga en los márgenes de las libretas de apuntes. Junto a la mesa de los condimentos estaban las tiradas, que bebían café negro y esperaban el autobús que había de llevarlas al instituto tecnológico, a tres pueblos de distancia, para asistir a sus clases vespertinas; y los colgados, que iban colocados ya a las nueve de la mañana. También estaban los inadaptados, chicas como Natalie y Angela Phlug, amigas por defecto en la marginalidad, porque no había nadie más que quisiera ir con ellas.

Y luego estaba el grupo de Josie. Ocupaban dos mesas enteras, no porque fueran tantos, sino porque eran de los que más había: Emma, Maddie, Haley, John, Brady, Trey, Drew. Josie recordaba que al principio de unirse al grupo confundía los nombres de unos y otros. Tan intercambiables eran los que los llevaban.

Todos tenían un aire similar. Los chicos iban con sus suéters de hockey de color granate y las gorras con la visera hacia atrás, bajo las cuales asomaban mechones pajizos de pelo. Las chicas eran copias de Courtney, de estudiado diseño. Josie se había introducido entre ellas sin llamar la atención, porque ella también se parecía a Courtney. Había conseguido dominar su enredada cabellera dejándosela lisa y recta; iba con unos tacones de diez centímetros de alto, aunque aún hubiera nieve en el suelo. Si seguía siendo la misma por fuera, le sería mucho más fácil ignorar el hecho de que ya no sabía cómo sentirse por dentro.

—Eh —dijo Maddie, mientras Courtney se sentaba junto a ella.

—Eh.

—¿Te has enterado de lo de Fiona Kierland?

A Courtney se le iluminaron los ojos: los chismes eran un buen catalizador, como en química.

—¿Esa que tiene las tetas de diferente tamaño?

—No, esa Fiona es la de segundo. Me refiero a Fiona la novata, la de primero.

—¿La que siempre lleva encima un paquete de pañuelos de papel para todas sus alergias? —dijo Josie, mientras se deslizaba sobre su asiento.

—O para lo que no son alergias —intervino Haley—. Adivinen a quién han enviado a rehabilitación por esnifar coca.

—Desembucha.

—Y la cosa no acaba ahí —añadió Emma—. Su camello era el jefe del grupo de estudios de la Biblia al que va después de clases.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Courtney.

—Exactamente.

—Eh. —Matt se deslizó en la silla junto a Josie—. ¿Por qué has tardado tanto?

Ella se volvió hacia él. En aquel extremo de la mesa, los chicos se dedicaban a hacer bolitas de papel con los envoltorios de las pajitas y a hablar sobre el final de la temporada de esquí.

—¿Hasta cuándo crees que estará abierta la pista de snowboard de Sunapee? —preguntó John, lanzando en parábola una bolita de papel a un chico de otra mesa que se había quedado dormido.

Aquel chico había ido el año anterior con Josie a la asignatura optativa de lenguaje por señas. Como ella, era estudiante de penúltimo curso. Tenía las piernas y los brazos flacos y blancos, caídos como las extremidades de un insecto palo, y abría la boca completamente al roncar.

—Has fallado, inútil —dijo Drew—. Si cierran Sunapee, Killington también está bien. Allí tienen nieve hasta agosto, por lo menos. —Su bolita de papel fue a parar al pelo del chico.

Derek. El chico se llamaba Derek.

Matt se quedó mirando las patatas fritas de Josie.

—No irás a comerte eso, ¿verdad?

—Tengo un hambre que me muero.

Le dio un pellizco en la cintura, como si tuviera un calibrador en los dedos, y a modo de crítica al mismo tiempo. Josie miró las patatas. Diez segundos antes tenían un hermoso aspecto dorado y olían a gloria, pero ahora lo único que veía era el aceite que manchaba el plato de cartón.

Matt agarró un puñado y le pasó el resto a Drew, quien lanzó otra bolita de papel que esta vez fue a parar a la boca del chico dormido. Farfullando y medio ahogándose, Derek se despertó sobresaltado.

—¡Buen tiro! —Drew chocó los cinco con John.

Derek escupió en una servilleta y se frotó la boca con fuerza. Miró a su alrededor para comprobar quién más lo había visto. Josie se acordó de pronto de un signo de aquella asignatura optativa de lenguaje gestual, casi todos los cuales había olvidado inmediatamente después del examen final. Mover el puño cerrado en círculo a la altura del corazón significaba «lo siento».

Matt se inclinó y le dio un beso en el cuello.

—Vamos afuera. —Hizo que Josie se levantara y luego se volvió hacia sus amigos—. Nos vemos —dijo.

El gimnasio del Instituto Sterling estaba en el segundo piso, por encima de lo que debería haber sido una piscina si se hubiera aprobado la subvención cuando el instituto aún era un proyecto sobre plano, y que habían acabado siendo tres aulas en las que resonaban continuamente los saltos de unos pies con zapatillas deportivas y los rebotes de las pelotas de baloncesto. Michael Beach y su mejor amigo, Justin Friedman, dos novatos de primer año, estaban sentados en la banda de la cancha de baloncesto mientras su profesor de educación física les explicaba por centésima vez la mecánica de driblar y superar a un contrario. Era un ejercicio inútil, ya que los chicos de aquella clase eran o bien como Noah James, todo un experto, o bien como Michael y Justin, que podían dominar varias lenguas élficas, pero para quienes los términos del baloncesto resultaban incomprensibles. Estaban sentados con las piernas cruzadas, mostrando sus nudosas rodillas, mientras oían el sonido chillón de roedor que hacían las zapatillas blancas del entrenador Spears al desplazarse de un extremo al otro de la cancha.

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