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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (5 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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—¿Dónde está? —formó Patrick con los labios.

El chico sacó una pistola de debajo del muslo y la apuntó contra su propia cabeza.

Una nueva oleada de calor inundó a Patrick.

—¡No se te ocurra mover un dedo! —gritó, apuntando al chico—. Tira el arma o disparo.

El sudor le caía por la espalda y por el rostro, mientras notaba cómo se le cerraban las palmas de las manos en torno a la culata de la pistola con la que apuntaba, dispuesto a coser a aquel niño a balazos si era necesario.

Patrick acariciaba con suavidad el gatillo en el momento en que el chico extendió los dedos de la mano como una estrella de mar. La pistola cayó al suelo, deslizándose sobre las baldosas.

Inmediatamente se abalanzó sobre el muchacho. Uno de los otros agentes, que le había seguido sin que él lo advirtiera, recuperó el arma del suelo. Patrick obligó al joven a tumbarse boca abajo y lo esposó, mientras con la rodilla le oprimía la espina dorsal.

—¿Estás solo? ¿Quién más está contigo?

—Yo solo —masculló el chico.

A Patrick le daba vueltas la cabeza, y su pulso era como un redoble militar, pero pudo oír vagamente al otro agente transmitir la información por radio:


Sterling, hemos apresado a un agresor; no sabemos si hay más.

Sin solución de continuidad, como había comenzado, todo había terminado ahora… Bueno, si algo como aquello podía considerarse un final. Patrick no sabía si podía haber trampas explosivas o alguna bomba escondida; no sabía cuántas víctimas había; ignoraba el número de heridos de los que podían hacerse cargo el centro médico Dartmouth-Hitchcock y el hospital de día Alice Peck; no sabía cuál era el procedimiento a seguir en una escena del crimen de aquellas dimensiones. El objetivo había sido alcanzado, pero ¿a qué incalculable costo? Empezó a temblarle el cuerpo, consciente de que, para tantos estudiantes, padres y ciudadanos, una vez más, había llegado demasiado tarde.

Dio unos pasos y cayó de rodillas, más que nada porque las piernas no lo sostenían, aunque él fingió que era algo intencionado, que quería inspeccionar los dos cuerpos que yacían en el otro extremo del vestuario. Casi no se dio ni cuenta de que el otro agente se llevaba al asaltante en dirección del patrullero que esperaba fuera del edificio. No se volvió para ver salir al chico, sino que se ocupó del cuerpo que tenía delante.

Era un joven vestido con un suéter de hockey. Bajo su costado había un charco de sangre, y tenía una herida de bala en la frente. Patrick alargó la mano para alcanzar una gorra de béisbol que había ido a parar a un metro de distancia, con las palabras STERLING HOCKEY bordadas en ella. Recorrió con los dedos todo el borde de la gorra, que formaba un círculo imperfecto.

La chica que yacía junto a él estaba boca abajo; la sangre se desparramaba bajo su sien. Estaba descalza, y llevaba las uñas de los pies pintadas de un rosa brillante, del mismo tono del esmalte que Tara le había aplicado a Patrick. Le dio un vuelco el corazón. Aquella chica, al igual que su ahijada, el hermano de ésta y un millón de otros chicos y chicas del país, se habían levantado aquel día y habían ido al colegio sin llegar a imaginar siquiera que estaban en peligro. Aquella chica había confiado en que los adultos, los profesores y las autoridades velaban por su seguridad. Con esa finalidad, después del 11-S, en todas las escuelas e institutos, los profesores llevaban un identificador y las puertas permanecían cerradas durante el día, porque se suponía que el enemigo era alguien del exterior, no el chico que se sentaba en el pupitre de al lado.

De pronto, la chica se movió.

—Que alguien… me ayude…

Patrick se arrodilló junto a ella.

—Estoy aquí —dijo, tocándola con suavidad mientras comprobaba su estado—. Tranquila, todo irá bien.

La volvió lo suficiente como para constatar que la sangre provenía de un corte en la cabeza, no de una herida de bala, como en principio había creído. Le pasó las manos por las extremidades, sin dejar de hablarle en voz baja, de decirle palabras que no siempre tenían mucho sentido, pero destinadas a que supiera que ya no estaba sola.

—¿Cómo te llamas, cielo?

—Josie…

La chica se agitaba, intentando incorporarse. Patrick se colocó estratégicamente entre ella y el cuerpo del otro chico. La conmoción ya había sido bastante grande, no había motivo para que fuera mayor. Ella se llevó la mano a la frente y, al notársela manchada de sangre, se asustó.

—¿Qué ha… pasado?

Patrick debería haber esperado a que llegara la asistencia médica a recogerla. Debería haber pedido ayuda por radio. Pero todos los debería parecían carecer ya de sentido, de modo que alzó a Josie en brazos, se la llevó fuera de aquel vestuario en el que había estado a punto de ser asesinada, bajó corriendo la escalera y salió de estampida por la puerta principal del instituto.

Diecisiete años antes

Lacy tenía a catorce personas delante de ella, contando con que cada una de las siete mujeres que asistían a la clase prenatal estuviese embarazada de un solo bebé. Algunas se habían presentado provistas de bloc y bolígrafo, y se habían pasado la hora y media precedente anotando las dosis recomendadas de ácido fólico, nombres de teratógenos y dietas aconsejadas para futuras mamás. Dos habían palidecido en medio de una charla acerca de un parto normal y se habían levantado corriendo hacia el baño, con náuseas matinales, algo que no se limitaba en absoluto a la mañana, por lo que llamarlas así era como llamar fruta de estación a una que pudiera encontrarse durante todo el año.

Estaba cansada. Sólo hacía una semana que había vuelto al trabajo después de su permiso de maternidad, y no parecía muy justo que, si ya no tenía que levantarse durante la noche por su propio bebé, tuviera que hacerlo para asistir al parto de otra. Le dolían los pechos, incomodidad que le recordaba que tenía que ir a sacarse leche una vez más para que la niñera pudiera dársela a Peter al día siguiente.

Pero le gustaba demasiado su trabajo como para renunciar a él por completo. Había obtenido nota suficiente como para ingresar en la facultad de medicina, y había considerado la posibilidad de estudiar obstetricia y ginecología, hasta que comprendió que estaba profundamente incapacitada para sentarse junto al lecho de alguien y no sentir su dolor. Los médicos levantan entre ellos y sus pacientes una pared que las enfermeras echan abajo. Optó por un programa de estudios que le permitiría obtener un certificado de enfermera-partera, y prestar así atención a la salud emocional de la futura madre, además de a su sintomatología. Tal vez algunos de los médicos del hospital la consideraran blanda, pero Lacy creía de verdad que cuando le preguntas a una paciente: «¿Cómo te sientes?», lo que está mal no es ni de lejos tan importante como lo que está bien.

Les mostró el modelo en plástico de un feto y levantó en alto un manual de gran éxito comercial.

—¿Cuántas de ustedes habían visto antes este libro?

Se alzaron siete manos.

—Muy bien. No lo compren. No lo lean. Si lo tienen en casa, tírenlo. Este libro las convencerá de que van a morir desangradas, de que tendrán ataques, de que van a caer muertas de repente o de cualquiera otra de los cientos de cosas que no suceden en un embarazo normal. Créanme, los límites de la normalidad son mucho más amplios de lo que los autores están dispuestos a contar.

Miró hacia el fondo, donde había una mujer que se ponía la mano en el costado. «¿Calambres? —pensó Lacy—. ¿Embarazo ectópico?».

La mujer llevaba un conjunto negro, y el pelo recogido en forma de pulcra y larga cola de caballo. Lacy vio cómo se tocaba el costado de nuevo, pero esta vez sacó un
beeper
que llevaba colgado de la cintura. Se puso de pie.

—Yo… ejem, lo siento, tengo que irme.

—¿No puede esperar unos minutos? —preguntó Lacy—. Ahora mismo vamos a hacer una visita al pabellón de maternidad.

La mujer le entregó el formulario que le habían hecho rellenar para la visita.

—Tengo un asunto más urgente que atender —dijo, y se marchó a toda prisa.

—Bien —dijo Lacy—. Puede que sea buen momento para hacer un descanso, por si alguien quiere ir al baño.

Mientras las seis mujeres que quedaban salían en fila de la sala, miró el formulario que tenía en la mano. «Alexandra Cormier», leyó. Y pensó: «A ésta voy a tener que vigilarla».

La última vez que Alex había defendido a Loomis Bronchetti, éste había entrado con allanamiento en tres casas, en las que había robado diversos equipos electrónicos, que luego había tratado de vender en las calles de Enfield, New Hampshire. Aunque Loomis era lo bastante listo como para idear un tipo de plan como aquél, no había tenido en cuenta que, en una ciudad tan pequeña como Enfield, tratar de colocar unos equipos estéreo tan buenos era como hacer ondear una bandera roja de alarma.

Al parecer, la noche pasada Loomis había ampliado su currículum, cuando, junto con otros dos compinches, había decidido saldar cuentas con un traficante que no les había proporcionado suficiente marihuana. Se emborracharon, le ataron al tipo las manos a la espalda y luego se las ligaron a los pies y lo metieron en el maletero del coche. Loomis le dio un porrazo en la cabeza con un bate de béisbol. Le partió el cráneo, dejándolo presa de convulsiones. Cuando el desgraciado empezaba a ahogarse en su propia sangre, Loomis lo movió para que pudiera respirar.

—No puedo creer que me acusen de agresión —le dijo Loomis a Alex a través de los barrotes de la celda—. Yo le salvé la vida.

—Bueno —dijo Alex—, eso podría habernos servido de ayuda… siempre que no hubieras sido tú el que le había provocado la hemorragia.

—Tiene que conseguir que me caiga menos de un año. No quiero que me envíen a la prisión de Concord…

—Podrían haberte acusado de intento de asesinato, ¿sabes?

Loomis frunció el entrecejo.

—La policía tendría que agradecerme que haya sacado de la circulación a un mugroso como ése.

Alex sabía que lo mismo podía decirse de Loomis Bronchetti si lo declaraban culpable y lo mandaban a la prisión del Estado. Pero su trabajo no consistía en juzgar a Loomis, sino en defenderle con todo su afán, a despecho de sus opiniones personales acerca de él. Su trabajo consistía en presentar una cara de Loomis, sabiendo que tenía otra oculta; en no dejar que sus sentimientos se interpusieran a la hora de poner en juego su capacidad para lograr la declaración de no culpabilidad para Loomis Bronchetti.

—A ver qué puedo hacer —dijo.

Lacy entendía que todos los niños eran diferentes, unas criaturas diminutas cada cual con sus hábitos y rarezas, con sus deseos y aversiones. Pero aun sin ser consciente de ello, había esperado que aquella segunda incursión suya en el terreno de la maternidad diera como fruto un retoño como su primer hijo, Joey, un niño de rizos dorados que hacía volverse a los transeúntes, y ante el cual las otras mujeres se detenían para decirle la preciosidad que llevaba en el cochecito. Peter era igual de guapo, pero no cabía duda de que era más difícil. Lloraba, tenía cólicos y había que tranquilizarlo colocando su capazo encima de la secadora, para que notara las vibraciones. A lo mejor estaba mamando, y de golpe se arqueaba y se apartaba de ella.

Eran las dos de la mañana, y Lacy acababa de dejar a Peter de nuevo en la cuna, intentando que volviera a dormirse. A diferencia de Joey, que caía redondo como un gigante que se despeñara desde un precipicio, con Peter había que negociar duramente todas y cada una de las fases. Lacy le daba palmaditas en la espalda y le frotaba entre los diminutos omoplatos formando pequeños círculos, mientras él hipaba y se quejaba. Al final, a ella también le entraban ganas de hacer lo mismo. Llevaba dos horas con el bebé en brazos, mirando el mismo comercial sobre cuchillos Ginsu, y había contado las rayas del elefantiásico brazo del sofá hasta volvérsele borrosas. Estaba tan cansada que le dolía todo.

—Pero ¿qué te pasa, hombrecito? —suspiraba—. ¿Qué puedo hacer para que seas feliz?

La felicidad era algo relativo, según su marido. Aunque casi todo el mundo se reía cuando Lacy decía que el trabajo de su esposo estaba relacionado con ponerle precio a la alegría, lo que él hacía no era más que la actividad normal de los economistas: encontrar el valor de las cosas intangibles de la vida. Los colegas de Lewis en la Universidad de Sterling habían escrito artículos acerca del impulso relativo que podía suponer una determinada educación, o sobre la sanidad en el mundo, o sobre la satisfacción del trabajo. La disciplina de Lewis no era menos importante, por poco ortodoxa que fuera. Hacía de él un invitado popular en la NPR
[2]
, o en el programa
Larry King Live
, en los seminarios de la profesión… De algún modo, hablar de números parecía más sexy cuando se empezaba estimando la cantidad de dólares que valía una buena carcajada, o un chiste sobre una rubia tonta, para el caso. Practicar sexo con regularidad, por ejemplo, era equivalente (en términos de felicidad) a un aumento de sueldo de cincuenta mil dólares. Sin embargo, conseguir un aumento de sueldo de cincuenta mil dólares no era ni con mucho tan excitante si todo el mundo obtenía un aumento similar. Por la misma razón, aquello que a uno lo había hecho feliz una vez, no tenía por qué hacerle feliz en otro momento dado. Cinco años atrás, Lacy habría dado cualquier cosa por que su marido se presentara en casa con una docena de rosas; ahora, si él le hubiera regalado la posibilidad de dormir una siesta de diez minutos, eso habría sido para ella el paroxismo del deleite.

Estadísticas aparte, Lewis pasaría a la historia por ser el economista que había ideado una fórmula para la felicidad: R/E, o, lo que es lo mismo, Realidad dividido por Expectativas. Había dos caminos para ser feliz: o bien mejorar la realidad, o bien rebajar las expectativas. En una ocasión, con motivo de una cena en una fiesta vecinal, Lacy le había preguntado qué pasaba si uno no tenía expectativas. No se puede dividir nada si el divisor es cero. ¿Significaba acaso que si uno se quedaba al margen de los golpes que pudiera darle la vida, nunca podría ser feliz? Aquella noche, al volver a casa en el coche, Lewis la acusó por haberlo dejado en mal lugar.

A Lacy no le gustaba permitirse pensamientos acerca de si Lewis y ellos, su familia, eran felices de verdad. Cabría pensar que el hombre que había ideado la fórmula habría encontrado también el secreto de la felicidad, pero las cosas no eran tan sencillas. A veces le venía a la cabeza el viejo refrán: «En casa del herrero, cuchillo de palo», y se preguntaba por los que vivían en la casa del hombre que conocía el valor de la felicidad, sobre todo por los hijos de ese hombre. Por aquel entonces, cuando Lewis se quedaba hasta tarde en su despacho de la universidad para acabar a tiempo un artículo, y ella estaba tan agotada que se dormía incluso de pie en el ascensor del hospital, intentaba convencerse a sí misma de que se trataba meramente de una fase que aún no habían superado: un campamento militar infantil que sin duda se transformaría un día en alegría y satisfacción y unión y todos esos otros parámetros que Lewis incluía en sus programas informáticos. Después de todo, tenía un esposo que la quería y dos hijos sanos y una carrera que la hacía sentirse realizada. ¿Acaso tener lo que una siempre había querido no se correspondía con la definición misma de la felicidad?

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