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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (2 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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A veces, Josie pensaba en su vida como si se tratara de una habitación sin puertas ni ventanas. Era una habitación suntuosa, desde luego, una habitación por entrar en la cual la mitad de los chicos del Instituto Sterling habrían dado el brazo derecho; pero era también una habitación de la que no había escapatoria. O bien Josie era alguien que no quería ser, o bien era alguien a quien nadie querría.

Levantó la cara hacia el chorro de la ducha. Se ponía el agua tan caliente que le enrojecía la piel, le cortaba la respiración y empañaba los cristales de las ventanas. Contó hasta diez, finalmente salió de debajo del chorro y se quedó desnuda y goteando delante del espejo. Tenía la cara hinchada y encarnada; el pelo, pegado a los hombros en forma de gruesos mechones. Se volvió de lado, examinando su vientre plano, metiendo un poco el estómago. Sabía lo que Matt veía cuando la miraba, y también lo que veían Courtney y Maddie y Brady y Haley y Drew: a ella le hubiese gustado ver lo mismo. El problema era que, cuando Josie se miraba al espejo, advertía lo que había bajo la piel, no lo que había pintado sobre su superficie.

Comprendía cuál se suponía que tenía que ser su imagen y cuál su comportamiento. Llevaba el pelo oscuro largo y liso; vestía con ropa de Abercrombie & Fitch; escuchaba a grupos como Dashboard Confessional y Death Cab for Cutie. Le gustaba notar fijos en ella los ojos de otras chicas del instituto cuando se sentaba en el comedor maquillada con las cosas de Courtney. Le gustaba que los profesores supieran su nombre desde el primer día de clase. Le gustaba que hubiera chicos que se la quedaran mirando mientras caminaba por el pasillo con el brazo de Matt rodeándole la cintura.

Pero una parte de ella se preguntaba qué sucedería si la gente se enterara del secreto: que había mañanas en que le resultaba muy difícil levantarse de la cama y ponerse la sonrisa de otra persona; que se sentía en el aire, algo así como una impostora que se reía con los chistes apropiados, cotilleaba sobre los chismes convenientes, y salía con el chico adecuado; una impostora que casi había olvidado cómo era ser auténtica… y que, si lo pensaba con detenimiento, no quería recordarlo, pues habría sido aún más lastimoso.

No había nadie con quien pudiera hablar de ello. Si llegabas a dudar siquiera de tu derecho a pertenecer al grupo de los privilegiados y los populares, entonces es que ya no pertenecías a él. En los cuentos de hadas, cuando la máscara caía, el apuesto príncipe seguía amando a la chica, sin importarle nada, y era justamente eso lo que la convertía en una princesa. Pero en el instituto las cosas no funcionaban de ese modo. Lo que hacía de ella una princesa era salir con Matt. Y, por una especie de extraño círculo lógico, lo que hacía que Matt saliera con ella era el hecho de que ella fuera una de las princesas del Instituto Sterling.

Tampoco podía confiar en su madre. «No dejas de ser juez simplemente porque salgas del tribunal», solía decir su madre. Ésa era la razón por la que Alex Cormier nunca bebía más de un copa de vino en público; y por la que jamás gritaba ni protestaba. Nunca había que dar motivos para un juicio, ni siquiera en grado de tentativa: te aguantabas y punto. Muchos de los logros de los que la madre de Josie se sentía más orgullosa (las calificaciones de su hija, su aspecto físico, su aceptación entre las personas «correctas»), Josie no los había conseguido porque los deseara con todas sus fuerzas, sino, sobre todo, por temor a no ser perfecta.

Se envolvió en una toalla y fue a su habitación. Sacó unos pantalones vaqueros del armario y dos camisetas de manga larga que le realzaban el busto. Miró el reloj. Si no quería llegar tarde, iba a tener que apresurarse.

Sin embargo, antes de salir de la habitación vaciló unos segundos. Se dejó caer sobre la cama y metió la mano por detrás del cabezal en busca de la bolsa que había dejado encajada en el marco de madera. Dentro guardaba un puñado de Ambien, conseguido pirateando una píldora de vez en cuando de las que a su madre le habían recetado para el insomnio, para que así no pudiera darse cuenta. Josie había tardado casi seis meses en reunir subrepticiamente quince pequeñas cápsulas, pero se imaginó que si las rebajaba con una quinta parte de vodka, cumplirían su cometido. En realidad no es que hubiera urdido ningún plan para suicidarse aquel martes, o cuando se deshiciera la nieve, ni en ningún otro momento en concreto por el estilo. Era más bien como un seguro: cuando la verdad saliera a relucir y nadie quisiera estar con ella nunca más, sería de lo más lógico que tampoco Josie quisiera seguir estando por allí.

Volvió a guardar las píldoras en el cabezal de la cama y bajó la escalera. Al entrar en la cocina para recoger la mochila, se dio cuenta de que el libro de texto de química seguía abierto en la mesa, con una rosa roja de largo tallo encima.

Matt estaba recostado contra el refrigerador, en un rincón; debía de haber entrado por la puerta del garaje. Como de costumbre, en él se reflejaban todas las estaciones: en el pelo, los colores del otoño; en los ojos, el azul brillante del cielo invernal; en su sonrisa amplia, el sol del verano. Llevaba una gorra de béisbol con la visera vuelta hacia atrás, y una camiseta de hockey sobre hielo de la Universidad de Sterling por encima de una camiseta térmica que Josie le había robado una vez durante un mes entero y ocultado en el cajón de su ropa interior, para que siempre que lo necesitara pudiera aspirar su olor.

—¿Aún no se te ha pasado el enojo? —le preguntó.

Josie titubeó.

—No era yo la que estaba enojada.

Matt se apartó del refrigerador y se acercó a Josie hasta pasarle el brazo alrededor de la cintura.

—Ya sabes que no puedo evitarlo.

Apareció un hoyuelo en su mejilla derecha, y Josie sintió que se ablandaba.

—No era que no quisiera verte, es que tenía que estudiar, de verdad.

Matt le apartó el pelo de la cara y la besó. Exactamente por eso la noche anterior ella le había dicho que no se vieran. Cuando estaba con él, sentía como si se evaporara. A veces, cuando él la tocaba, Josie se imaginaba a sí misma desvaneciéndose en una nube de vapor.

Él sabía a jarabe de arce, a disculpas.

—Todo es por tu culpa, ¿sabes? —le dijo él—. No haría tantas locuras si no te quisiera tanto.

En aquel momento, Josie no se acordaba de las píldoras que atesoraba en su habitación, ni que había llorado en la ducha; nada que no fuera sentirse adorada. «Soy una chica con mucha suerte», se dijo, mientras esta última palabra ondeaba en su mente como una cinta plateada. «Suerte, suerte, suerte».

Patrick Ducharme, el único detective de la policía de Sterling, estaba sentado en un banco, en un extremo del vestuario, escuchando cómo los patrulleros del turno de mañana se metían con un novato que estaba algo entrado en carnes.

—Eh, Fisher —dijo Eddie Odenkirk—, ¿quién es el que está embarazado, tú o tu mujer?

Mientras el resto del grupo se reía, Patrick sintió compasión por aquel joven.

—Es demasiado temprano, Eddie —dijo—. ¿Por qué no esperas al menos a que todos hayamos tomado una taza de café?

—Lo haría con gusto, capitán —contestó Eddie riéndose—, pero no sé si Fisher nos habrá dejado alguna rosquilla… ¿qué demonios es eso?

Patrick siguió la mirada de Eddie, dirigida hacia sus pies. No tenía por costumbre cambiarse en el vestuario con los agentes, pero aquella mañana había ido a la comisaría haciendo jogging en lugar de ir en coche, con el fin de quemar el exceso de buena cocina consumida durante el fin de semana. Había pasado el fin de semana en Maine con la chica que actualmente ocupaba su corazón: su ahijada de seis años, Tara Frost. Nina, la madre de la pequeña, era la mejor amiga de Patrick, y el único amor que probablemente nunca conseguiría superar, aunque ella parecía arreglárselas bastante bien sin él. En el transcurso del fin de semana, Patrick se había dejado ganar diez mil partidas de todo tipo de juegos, había llevado a Tara a cuestas a todos lados, la había dejado peinarlo (un error garrafal) y había permitido que Tara le pintara las uñas de los pies con esmalte rosa, que Patrick había olvidado quitarse.

Se miró los pies y dobló los dedos hacia abajo.

—A las chicas les encanta —dijo con brusquedad, mientras los siete hombres que ocupaban el vestuario hacían esfuerzos por no reírse de alguien que, técnicamente, era su superior. Patrick se puso a toda prisa los calcetines, se calzó los mocasines y salió del vestuario, con la corbata en la mano. «Uno —contó mentalmente—, dos y tres». En el momento preciso, oyó las risas, que lo siguieron pasillo abajo.

Una vez en su despacho, Patrick cerró la puerta y se miró en el diminuto espejo colgado detrás de la misma. Aún tenía el negro pelo húmedo de la ducha y la cara roja de correr. Se subió el nudo de la corbata hasta el cuello, dándole forma, y luego se sentó detrás del escritorio.

Durante el fin de semana habían recibido setenta y dos correos electrónicos. Como norma general, cualquier número que rebasara la cincuentena significaba que no iba a volver a casa antes de las ocho de la noche en toda la semana. Se puso a ojearlos, apuntando cosas en una endemoniada lista de Cosas Pendientes: una lista que jamás menguaba, por muy duro que trabajara.

Hoy Patrick tenía que llevar unas drogas al laboratorio del Estado… No es que fuera un asunto de importancia, pero eran cuatro horas enteras que se le iban de un plumazo. Tenía un caso de violación en marcha, cuyo autor había sido identificado a partir de un anuario de la universidad; había prestado declaración y estaba todo preparado para presentarlo en las oficinas del fiscal general. Luego había el caso de un mendigo que había sustraído un teléfono móvil de un vehículo. Había recibido los resultados del laboratorio de un análisis de sangre para un caso de robo con violencia en una joyería, y tenía una vista en el tribunal, y encima del escritorio estaba ya la nueva denuncia del día, un carterista que había utilizado las tarjetas de crédito robadas y que había dejado así una pista que ahora Patrick debía seguir.

Ser detective en una pequeña ciudad exigía ocuparse de todos los frentes a tiempo completo. A diferencia de otros policías que conocía que trabajaban en departamentos de ciudades más grandes, y que tenían veinticuatro horas para un caso antes de que éste se considerara antiguo, el trabajo de Patrick consistía en ocuparse de todo cuanto caía sobre su escritorio, sin poder seleccionar aquello que le pareciera más interesante. Era difícil motivarse al máximo por un cheque falso, o por un robo que le supondría al ladrón una multa de doscientos dólares cuando los impuestos empleados en ello supondrían cinco veces más con que el caso sólo tuviera a Patrick ocupado una semana. Pero cada vez que le daba por pensar que sus casos no eran particularmente importantes, se encontraba cara a cara con alguna de las víctimas: la madre histérica a la que le habían robado el bolso; los propietarios de la pequeña joyería de la esquina a los que les habían quitado los ahorros para su jubilación; el profesor preocupado por haber sido víctima de un robo de identidad. La esperanza, como bien sabía Patrick, era la medida exacta de la distancia que mediaba entre él y la persona que acudía a él en busca de ayuda. Si Patrick no se involucraba, si no se entregaba al cien por cien, entonces esa víctima iba a seguir siendo víctima para siempre. Razón por la cual, desde que Patrick había ingresado en la policía de Sterling, se las había arreglado para resolver todos y cada uno de los casos que se le habían ido presentando.

Y aun así…

Cuando Patrick se encontraba tumbado en la cama, solo, dejando que su mente vagara por el conjunto de su vida, no recordaba los éxitos conseguidos… sino sólo los potenciales fracasos. Cuando recorría en todo su perímetro una granja destrozada por actos de vandalismo, o cuando encontraba un coche desguazado y abandonado en el bosque, o cuando le tendía un pañuelo de papel a una chica sollozante de la que habían abusado sexualmente drogándola en una fiesta, Patrick no podía evitar la sensación de haber llegado demasiado tarde. Él, que era detective, no detectaba nada. Los asuntos llegaban a sus manos cuando todo el mal estaba ya hecho.

Era el primer día cálido de marzo, ese en el que se empieza a creer que la nieve va a fundirse pronto, y que junio está a la vuelta de la esquina. Josie estaba sentada encima del capó del Saab de Matt, en el estacionamiento para estudiantes, pensando que faltaba menos para el verano tras el cual empezaría su último año escolar; que en escasos tres meses sería miembro oficial de la clase de los veteranos.

A su lado, Matt estaba reclinado contra el parabrisas, con la cara levantada hacia el sol.

—Faltemos a clase —dijo—. Hace demasiado buen tiempo como para pasarse el día metidos ahí dentro.

—Si faltas a clase, no podrás jugar.

El torneo del campeonato estatal de hockey sobre hielo empezaba aquella misma tarde, y Matt jugaba de extremo derecho. Sterling había ganado el año anterior, y todos esperaban que repitiera título.

—Vas a venir al partido —dijo Matt, pero no como una pregunta, sino como una afirmación.

—¿Piensas marcar algún tanto?

Matt esbozó una sonrisa maliciosa y la atrajo sobre sí.

—¿No lo hago siempre? —dijo, pero había dejado de hablar de hockey, y ella notó que se ruborizaba.

De pronto, Josie recibió una lluvia de calderilla en la espalda. Ambos se sentaron y vieron a Brady Pryce, un jugador de fútbol, caminando cogido de la mano de Haley Weaver, la reina de la fiesta de antiguos alumnos. Haley arrojó un segundo diluvio de peniques, que era la forma que tenían en el Instituto Sterling de desearle suerte a un deportista.

—Hoy dales duro, Royston —dijo Brady a gritos.

Su profesor de matemáticas estaba cruzando el estacionamiento, con un gastado maletín de piel negro y un termo de café en la mano.

—Hola, señor McCabe —llamó Matt—. ¿Qué tal lo hice en el examen del viernes pasado?

—Por fortuna tiene usted otros talentos en los que apoyarse, señor Royston —dijo el profesor, mientras se metía la mano en el bolsillo. Le guiñó el ojo a Josie al tirarles las monedas, unos peniques que cayeron sobre los hombros de ella como confeti, como estrellas que se desprendieran del firmamento.

«Será posible», pensó Alex mientras volvía a meter en el bolso todas las cosas que acababa de sacar. Al cambiar de bolso, se había dejado en el otro la llave maestra gracias a la cual podía entrar en el Tribunal Superior por la entrada de servicio, situada en la parte trasera del edificio. Aunque había pulsado el botón del portero eléctrico cien veces, no parecía que nadie lo oyera para ir a abrirle.

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