—Su Señoría —dijo—, tengo de dejar de chocar con usted. Literalmente.
Ella frunció el cejo.
—No debería estar de pie junto a una salida de emergencia.
—Y usted no debería abrirla. ¿Y dónde está hoy? —preguntó Patrick.
—¿Dónde está qué?
—El fuego.
Hizo un gesto de saludo a otro policía, que se estaba metiendo en un coche patrulla estacionado en el garaje.
Alex dio un paso atrás y se cruzó de brazos.
—Creo que ya tuvimos una conversación acerca de, bueno, de la conversación.
—En primer lugar, no estamos hablando del caso, a menos que haya algo metafórico de lo que yo no me entere. En segundo lugar, su posición en este proceso parece estar siendo cuestionada, a juzgar por el editorial de hoy del
Sterling News
.
—¿Hoy hay un editorial sobre mí? —preguntó Alex, confusa—. ¿Qué dice?
—Bueno, se lo diría, pero eso sería hablar del caso, ¿no? —dijo sonriendo y marchándose.
—Espere —dijo Alex al detective.
Cuando él se dio la vuelta, ella miró alrededor para asegurarse de que estaban solos.
—¿Puedo preguntarle algo? ¿Confidencialmente?
Él asintió despacio.
—¿Le pareció que Josie estaba… no sé… bien, cuando habló con ella el otro día?
El detective se apoyó contra la pared de ladrillos del juzgado.
—Usted la conoce mucho mejor que yo.
—Bueno… claro —dijo Alex—. Es que he pensado que quizá, como desconocido, le dijera algo que no me diría a mí. —Fijó la mirada en el suelo que los separaba—. A veces es más fácil.
Sentía los ojos de Patrick sobre ella, pero no tenía el coraje de mirarlo.
—¿Puedo decirle algo? ¿Confidencialmente? —preguntó él.
Alex asintió.
—Antes de obtener este trabajo, trabajaba en Maine. Y tuve un caso que era más que un caso, si sabe a lo que me refiero.
Alex lo sabía. Se dio cuenta de que estaba oyendo un tono de voz que no había escuchado antes en él, uno bajo, que resonaba con angustia, como un diapasón que nunca dejase de vibrar.
—Había una mujer que lo era todo para mí, y ella tenía un hijo que lo era todo para ella. Y cuando a él le hicieron daño como nunca deberían hacérselo a un niño, yo removí cielo y tierra para ocuparme del asunto, porque pensé que probablemente nadie podría hacerlo mejor que yo. Nadie podría preocuparse más por el resultado —dijo, mirando fijamente a Alex—. Estaba totalmente seguro de que podría separar cómo me sentía por lo sucedido de cómo tenía que hacer mi trabajo.
Alex intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.
—¿Y pudo?
—No. Porque cuando se ama a alguien, por más cosas que te digas a ti mismo, aquello deja de ser un trabajo.
—¿Y en qué se convirtió?
Patrick se quedó pensativo un momento.
—En una venganza.
Una mañana, cuando Lewis le dijo a Lacy que iba a visitar a Peter en la cárcel, ella tomó su coche y lo siguió. Desde que Peter le había dicho que su padre no lo había visitado ni antes ni después de la comparecencia, Lacy lo había guardado en secreto. Cada vez hablaba menos con Lewis, ya que temía que, en caso de abrir la boca, se le escapase de inmediato.
Lacy tuvo cuidado de mantener un coche entre el suyo y el de Lewis. Le hacía pensar en el pasado, cuando salían juntos y ella seguía a Lewis a su apartamento o él la seguía a ella. Jugaban el uno con el otro accionando el limpiaparabrisas trasero, como un perro que mueve la cola, o haciéndose señales luminosas en código Morse.
Él condujo hacia el norte, como si fuese a la cárcel, y por un momento Lacy dudó: ¿Le habría mentido Peter por alguna razón? No lo creía. Pero tampoco había pensado que Lewis lo hiciera hasta que Peter se lo dijo.
Justo cuando llegaron al semáforo de Lyme Center empezó a llover. Lewis puso el intermitente y se metió en el pequeño parking de un banco, el estudio de un artista y una floristería. Ella no podía entrar detrás de él —la reconocería de inmediato—, de manera que se metió en el estacionamiento de la tienda de informática contigua, y aparcó tras el edificio.
Lacy salió del coche y se ocultó detrás de una boca de incendios desde donde vio que Lewis entraba en la tienda de flores para salir cinco minutos después con un ramo de rosas.
Se quedó sin respiración. ¿Tenía una amante? Nunca había considerado la posibilidad de que las cosas pudieran empeorar, que su pequeña familia se pudiera romper todavía más.
Lacy se metió en el coche y siguió a Lewis de nuevo. Era indudable que ella había estado obsesionada con el juicio de Peter. Y quizá fuera responsable, por no haber escuchado a su marido cuando él necesitaba hablar; porque ya no parecía importar nada de lo que él pudiera contar acerca de los seminarios de economía, publicaciones o eventos del momento, no cuando su hijo estaba en la cárcel. Pero ¿Lewis? Ella siempre se había creído el espíritu libre de la relación, y lo veía a él como el ancla. La seguridad era un espejismo. Estar atada a duras penas contaba cuando el otro extremo de la cuerda estaba desatado.
Se secó las lágrimas con la manga. Por supuesto, Lewis le diría que sólo era sexo, no amor. Que no significaba nada. Le diría que hay muchas maneras de superar el dolor, de llenar un agujero en el corazón.
Lewis volvió a poner el intermitente y giró a la derecha, esta vez para entrar en el cementerio.
Lacy comenzó a sentir una quemazón lenta en el pecho. Bueno, eso ya era enfermizo. ¿Allí se encontraban?
Lewis salió del coche, con las rosas pero sin paraguas. La lluvia arreciaba, pero Lacy estaba decidida a quedarse hasta el final. Permanecía detrás, suficientemente lejos, siguiéndolo hacia una nueva sección del cementerio, la que tenía las tumbas más recientes. Ni siquiera había lápidas. El terreno parecía un mosaico: tierra marrón frente al verde del césped cortado.
Lewis se arrodilló y dejó una rosa en la primera tumba. Luego fue hacia otra e hizo lo mismo. Y otra vez, y otra vez, hasta que el pelo ya le goteaba sobre la cara; hasta que tuvo la camisa empapada; hasta que hubo dejado diez flores.
Lacy se le acercó por detrás mientras él depositaba la última rosa.
—Sé que estás ahí —dijo Lewis sin volverse.
Ella enmudeció. Enterarse de lo que Lewis estaba haciendo esos días compensó el saber que no la estaba engañando. Ya no sabía si estaba llorando o si el cielo lo hacía por ella.
—¿Cómo te atreves a venir aquí —le espetó —en lugar de visitar a tu hijo?
Él levantó la cara para mirarla.
—¿Sabes qué es la teoría del caos?
—La teoría del caos me importa una mierda, Lewis. Lo que me importa es Peter. Que es más de lo que puedes decir…
—La idea —la interrumpió él —es que solo puedes explicar linealmente el último momento en el tiempo… pero que todo lo que te ha llevado a él puede haber llegado en cualquier secuencia de acontecimientos. Así, un chico lanza una piedra al agua en la playa, y en otro lugar del planeta hay un tsunami. —Lewis estaba de pie, con las manos en los bolsillos—. Me lo llevé de caza, Lacy. Le dije que hiciera deporte, aunque no le gustara. Le dije mil cosas. ¿Y si una de ellas fuera la que le hizo hacer eso?
Se inclinó, sollozando. Lacy se le acercó mientras la lluvia le caía en los hombros y la espalda.
—Lo hicimos lo mejor que pudimos —dijo Lacy.
—No fue suficiente.
Lewis señaló hacia las tumbas con la cabeza.
—Mira eso. Mira eso.
Lacy miró. A través del aguacero, con el pelo y la ropa pegados al cuerpo, se fijó en el cementerio y vio las caras de los chicos que seguirían vivos si su propio hijo no hubiera nacido.
Lacy se tocó el abdomen con la mano. El dolor la partía en dos como en un truco de magia; sabía que nunca volvería a sentirse unida.
Uno de sus hijos tomaba drogas. El otro era un asesino. ¿Habían sido ella y Lewis los padres equivocados para los hijos que habían tenido? ¿O acaso nunca deberían haber sido padres?
Los niños no cometen errores. Caen en agujeros guiados por sus padres. Ella y Lewis habían creído de verdad que iban por buen camino, pero quizá deberían haberse detenido para orientarse. Quizá entonces nunca habrían tenido que ver cómo Joey, y luego Peter, tomaban ese camino hacia la caída libre.
Lacy recordaba haber comparado las notas de Joey con las de Peter, o haberle dicho a Peter que quizá debería probar con el fútbol, porque a Joey le había gustado mucho. La aceptación empieza en casa, pero también la intolerancia. Lacy se dio cuenta de que, cuando comenzaron a acosarlo en la escuela, Peter ya se sentía un marginado en su propia familia.
Lacy cerró los ojos con fuerza. Se la conocería como la madre de Peter Houghton durante el resto de su vida. En determinado momento, eso la habría emocionado. Pero hay que tener cuidado con lo que se desea. Obtener reconocimiento por lo que un hijo hace bien comporta aceptar la responsabilidad por lo que hace mal. Y, para Lacy, eso quería decir que, en lugar de compensar a las víctimas, ella y Lewis tenían que comenzar más cerca de su casa, con Peter.
—Nos necesita —dijo Lacy—. Más que nunca.
Lewis sacudió la cabeza.
—No puedo ir a ver a Peter.
Ella se apartó.
—¿Por qué?
—Porque todavía pienso cada día en el borracho que se estrelló contra el coche de Joey. Pienso en lo mucho que deseé que hubiese muerto él en lugar de Joey. En cuánto merecía morir. Los padres de cada uno de esos chicos están pensando lo mismo de Peter —concluyó Lewis—. Y, Lacy… , no los culpo.
Lacy se apartó, temblando. Lewis arrugó el cono de papel que había contenido las flores y se lo guardó en el bolsillo. La lluvia caía entre ellos como una cortina, haciéndoles muy difícil verse el uno al otro.
Jordan estaba en una pizzería cercana a la cárcel, esperando que llegara King Wah tras su entrevista psiquiátrica con Peter. Se retrasaba diez minutos, y Jordan no estaba seguro de si eso era algo bueno o malo.
La puerta se abrió y King entró junto con una ráfaga de viento que le hizo ondular la gabardina. Se sentó a la mesa donde estaba Jordan y le robó un pedazo de pizza del plato.
—Lo que tienes es lo siguiente —le dijo antes de morder la pizza—. Psicológicamente, no hay una diferencia significativa entre el tratamiento de una víctima de acoso y el tratamiento de una mujer adulta que sufra malos tratos. La consecuencia para ambos es un trastorno de estrés postraumático.
Devolvió el pedazo al plato de Jordan.
—¿Sabes lo que me ha dicho Peter?
Jordan pensó en su cliente un momento.
—¿Que estar en la cárcel es una mierda?
—Bueno, eso lo dicen todos. Me ha dicho que prefería estar muerto a pasar otro día enfrentándose a lo que le podía suceder en la escuela. ¿A quién te suena eso?
—A Katie Riccobono —dijo Jordan—. Después de que decidiera hacerle a su marido un triple puente coronario con un cuchillo de cocina.
—Katie Riccobono —confirmó King—, el estandarte del síndrome de las mujeres maltratadas.
—De manera que Peter se convierte en el primer ejemplo de síndrome de víctima acosada —dijo Jordan—. Sé honesto conmigo, King. ¿Crees que el jurado se va a identificar con un síndrome que ni siquiera existe en realidad?
—Un jurado no está formado por mujeres maltratadas, y sin embargo a veces han absuelto a alguna. Por otra parte, todos los miembros del jurado habrán pasado por el instituto.
Alcanzó la Coca-Cola de Jordan y tomó un sorbo.
—¿Sabías que, con el tiempo, un solo incidente de acoso en la infancia puede ser tan traumático para una persona como un solo incidente de abuso sexual?
—Me estás tomando el pelo.
—Piénsalo. El denominador común es la humillación. ¿Cuál es el recuerdo más vívido que tienes del instituto?
Jordan tuvo que pararse a pensar un momento para que algún recuerdo del instituto acudiera a su mente, especialmente alguno destacable. Entonces sonrió.
—Estaba en clase de educación física, haciendo un examen. Una parte consistía en subir por una cuerda que colgaba del techo. En el instituto no tenía la forma física que tengo ahora.
King suspiró.
—Naturalmente.
—De manera que me preocupaba no llegar hasta arriba. Al final, ése no fue el problema. El problema fue bajar, porque al haber subido con la cuerda entre las piernas se me había puesto dura.
—Pues ahí lo tienes —dijo King—. Pregunta a diez personas, y la mitad no será capaz de recordar nada concreto del instituto, lo habrán bloqueado. La otra mitad recordará un momento doloroso o embarazoso. Se te queda para toda la vida.
—Eso es increíblemente deprimente —comentó Jordan.
—Bueno, la mayoría de nosotros crece y se da cuenta de que, en el gran esquema de la vida, esos incidentes son sólo una parte pequeña del puzzle.
—¿Y los que no se dan cuenta?
King miró a Jordan.
—Se convierten en Peter.
El motivo por el cual Alex estaba rebuscando en el armario de Josie era, en primer lugar, porque Josie le había agarrado la falda negra y no se la había devuelto, y Alex la necesitaba para esa noche. Tenía una cena con Whit Hobart, su antiguo jefe, que se había jubilado de la oficina de abogados de oficio. Tras la audiencia del día, en que la acusación había presentado la moción para recusarla, necesitaba un consejo.
Encontró la falda, pero encontró también un tesoro oculto. Alex se sentó en el suelo, con una caja abierta en el regazo. El fleco de un antiguo vestido de Josie de las clases de jazz que había tomado cuando tenía seis o siete años le cayó en la mano como un susurro. La seda era fría al tacto. Estaba sobre la falsa piel de un disfraz de tigre que Josie había llevado un Halloween y que había guardado para disfrazarse, la primera y única incursión de Alex en la costura. A mitad de la tarea, se había dado por vencida y lo había enganchado a la tela con pegamento. Alex tenía previsto llevarse a Josie casa por casa para la petición de caramelos de ese año, pero por aquel entonces era abogada de oficio y habían arrestado a uno de sus clientes. Josie terminó saliendo con los vecinos y sus hijos, y aquella noche, cuando Alex llegó a casa, Josie vació en la cama la funda de almohada llena de caramelos. «Coge la mitad —le dijo Josie—, porque te lo has perdido todo».
Hojeó el atlas que Josie había hecho en primero, coloreando los continentes y laminando las páginas. Leyó las fichas informativas. Encontró una goma para el pelo y se la puso en la muñeca. En el fondo de la caja había una nota, escrita con la caligrafía redondeada de una niña pequeña: Mamá te quiero mucho.