El hombre bajó la cabeza como si el recuerdo le causara dolor.
—¿Ella no dijo nada? —preguntó Annika.
—Sí, una palabra: «¡Desaparece!». Luego entró, cerró la puerta y llamó a la policía. Me detuvieron, aquí en la cocina, aquella misma noche.
Sirvió el café y él cogió un terrón de azúcar.
—¿No ha tenido contacto con ella?
—Desde que me dejó con Gustav y Elna no. Recuerdo perfectamente la noche que llegué allí. Fuimos en taxi, mamá y yo, me pareció un viaje interminable. Yo estaba contento, mamá lo había pintado todo como una aventura, una divertida excursión.
—¿Quería a su madre? —preguntó Annika.
—Sí, claro. La quería. Era mi madre, me había leído cuentos y me había cantado canciones, me abrazaba con frecuencia y cada noche me leía las oraciones nocturnas en la cama. Era bonita y resplandeciente como un ángel.
Se quedó en silencio y miró la mesa.
—Cuando llegamos a casa de Gustav y Elna nos dieron de comer, salchichas con puré de nabos. Todavía me acuerdo. No me gustó, pero mamá dijo que tenía que comérmelo. Luego me llevó al recibidor y me dijo que tenía que quedarme con Gustav y Elna, pues mamá se iba de viaje. Gustav me abrazaba mientras mamá recogía sus cosas y salía corriendo. Creo que lloraba, pero puedo estar equivocado.
Bebió un poco de café.
—Pasé toda la noche temblando en la cama, chillé y lloré todo lo que pude. Pero al pasar los días mejoré. Elna y Gustav tenían más de cincuenta años y no habían tenido hijos. Se puede decir que me malcriaron. Llegaron a quererme más que a nada en el mundo, no pude tener mejores padres. Ahora ya han muerto.
—¿No volvió a encontrarse con su madre?
—Sí, una vez, cuando tenía trece años. Gustav y Elna le habían escrito, pues querían adoptarme. Yo también adjunté una carta con un dibujo, creo recordar. Entonces vino aquí una noche y dijo que la dejáramos en paz. La reconocí al instante, a pesar de no haberla visto desde que era niño. Dijo que ni hablar de adopción y que en el futuro no quería recibir ni cartas ni dibujos.
Annika se quedó atónita.
—¡Dios mio!
—Yo me quedé destrozado, por supuesto; ¿qué niño no se sentiría así? Al poco de estar aquí se volvió a casar; quizá por eso se sentía tan presionada.
—¿Por qué no quería que le adoptaran?
—He pensado en ello —respondió Olof Furhage—. La única razón sería que yo iba a heredar muchísimo dinero. Carl Furhage no tenía otros hijos, y desde que había muerto su tercera mujer era un hombre riquísimo, ¿sabía eso? Sí, entonces también sabrá que creó un gran premio con la mayor parte de su fortuna. A mí me dieron mi parte legal. Y mamá tendría que administrarla. Y lo hizo en su provecho. Apenas quedaba algo cuando llegué a la mayoría de edad.
Annika no podía creer lo que oía.
—¿Es verdad eso? —preguntó.
Olof Furhage exhaló un suspiro.
—Sí, desgraciadamente. Tuve el dinero justo para comprar esta casa y un coche. El dinero me vino muy bien; estaba estudiando y había conocido a Karin. Nos trasladamos aquí y comenzamos a repararla, no era habitable cuando nos venimos a vivir. Al divorciarnos Karin dejó que me quedara con la casa; se puede decir que nos separamos de buenas maneras.
—¡Tenía que haber denunciado a su madre! —exclamó Annika consternada—. ¡Le robó!
—Si quiere que le diga la verdad, no me importó —contestó Olof sonriendo—. No quería saber nada de ella. Pero cuando mi matrimonio fracasó, mi infancia volvió a resurgir y busqué la culpa de mi fracaso en el pasado. Por eso tomé contacto con mamá de nuevo. Pero como le he dicho, no sirvió para nada.
—¿Cómo pudo sobrevivir?
—Agarré al toro por los cuernos y empecé a hacer terapia. Quería romper la tradición de malos padres en nuestra familia.
En ese momento entró Alice en la cocina. Llevaba un pijama rosa, bata y sujetaba una Barbie en su regazo. Miró a Annika rápida y tímidamente y se subió a las rodillas de su padre.
—¿Cómo estás? —preguntó Olof Furhage y besó a la niña en el pelo—. ¿Has tosido mucho hoy?
La niña sacudió la cabeza y metió la cara en el jersey de punto de su padre.
—Ya estás mejor, ¿verdad?
La niña cogió un terrón de azúcar y salió corriendo hacia el salón. Al momento se oyó el tema de
La pantera rosa
a través de la puerta abierta.
—Es una alegría que pueda quedarse en Nochebuena —dijo Olof y cogió un pedazo de bizcocho—. Petra lo ha hecho, está muy bueno, ¡pruebe!
Annika tomó un trozo. Estaba realmente bueno.
—Alice vino el viernes del colegio y se puso enferma por la noche. Llamé al médico de guardia a medianoche, tenía más de cuarenta grados de fiebre. Me quedé sentado, con la niña sudando en mis brazos, hasta que el médico llegó, a las tres y diez. Así que cuando la policía llegó el sábado por la tarde, mi coartada era perfecta.
Annika asintió. Esa conclusión ya la había sacado ella. Permanecieron sentados en silencio un rato escuchando las andanzas de
La pantera
.
—Bueno, ahora tengo que irme —anunció Annika—. Muchísimas gracias por dedicarme un rato.
Olof Furhage sonrió.
—No tiene importancia. Los cultivadores de tomates no tenemos mucho que hacer durante el invierno.
—¿Vive del cultivo de tomates?
El hombre rió.
—No. Apenas consigo no perder dinero. Es prácticamente imposible hacer negocios con plantas de invernadero. Hasta los que cultivan tomates más al sur con subvenciones y mano de obra barata, apenas cubren gastos. Hago esto porque me gusta; lo único que me cuesta es dedicación y trabajo, y lo hago por la naturaleza.
—¿De qué vive?
—Investigo en KTH, técnica de residuos.
—Compost y eso.
Él sonrió.
—Entre otras cosas —dijo.
—¿Cuándo será catedrático?
—Seguramente nunca. Una de las dos cátedras que hay acaba de otorgarse, la otra está en la escuela técnica de Luleå y no quiero trasladarme, por las niñas. Además, al final quizá se arregle todo entre Karin y yo. Ahora Petra está con ella, vamos a pasar todos juntos las Navidades.
Annika sonrió, y la sonrisa le salió de lo más hondo de su ser.
Anders Schyman estaba sentado, acodado sobre la mesa del despacho y apoyaba su cabeza entre las manos. Era increíble lo que le dolía. Tenía migraña un par de veces al año, y siempre acontecía cuando comenzaba a relajarse después de haber estado bajo mucha tensión. El día anterior, además, había cometido el error de beber vino tinto. A veces podía, pero no antes de unos días libres. Ahora se sentía mal, no sólo a causa del dolor de cabeza, sino también por lo que se le venía encima. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho nunca antes, y no era una experiencia agradable. Había estado hablando por teléfono toda la mañana, primero con el director general y luego con el abogado del periódico. El dolor de cabeza había aumentado a lo largo de las conversaciones. Resopló y puso las manos entre los papeles de la mesa. Tenía el blanco de los ojos completamente rojo y el pelo revuelto. Se quedó mirando al vacío. Al cabo de un rato alargó el brazo hacia las pastillas y el vaso de agua y tomó otro Diltagesic. Ahora ya no podría ir en coche a casa.
Llamaron a la puerta y Nils Langeby asomó la cabeza.
—¿Querías verme? —preguntó esperanzado.
—Sí, pasa —respondió Anders Schyman y le costó levantarse.
Dio la vuelta a la mesa e indicó al reportero que podía sentarse en el sofá. Nils Langeby se sentó en medio del sofá más grande y se despatarró. Parecía nervioso y preocupado por ocultarlo. Miraba extrañado a la mesa baja frente a él, como si esperara una taza de café y un bollo. Anders Schyman se sentó en el sillón frente a él.
—Quería hablar contigo, Nils, pues tengo que hacerte una oferta…
El reportero se iluminó, una luz se encendió en sus ojos. Creía que iba a ser ascendido, que recibiría algún tipo de reconocimiento. El director lo notó y se sintió como un cerdo.
—Bueno… —dijo Nils Langeby después de que el jefe permaneciera un rato en silencio.
—Me pregunto qué te parecería continuar trabajando en el periódico como
freelance
…
Ya lo había dicho. Sonó como una pregunta perfectamente normal, pronunciada con un tono de voz normal. El director se esforzó por parecer tranquilo y sosegado.
Nils Langeby no entendió nada.
—¿
freelance
?Pero… ¿por qué? ¡Yo soy fijo!
El director se levantó y fue a buscar un vaso de agua al escritorio.
—Sí, ya sé que eres fijo, Nils. Llevas trabajando aquí muchos años, y puedes continuar diez o doce años más, hasta que te jubiles. Lo que te ofrezco es que trabajes de una forma mucho más libre durante los últimos años de tu vida laboral.
Nils Langeby le miraba desconcertado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó. La mandíbula le colgaba y hacía de su boca un agujero negro.
Schyman resopló y se sentó de nuevo en el sillón con el vaso en la mano.
El reportero se quedó con la boca abierta y parpadeó un par de veces.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Qué coño es esto?
—Justamente lo que te digo —respondió el director cansado—. Una oferta de una nueva forma de contrato laboral. ¿No has pensado nunca en cambiar?
Nils Langeby cerró la boca y cruzó las piernas. Mientras asimilaba la inaudita situación que caía sobre su cerebro, su mirada vagó por el edificio de oficinas de enfrente, apretó los dientes y tragó.
—Podríamos ayudarte a buscar una oficina. Te garantizamos un sueldo de cinco días de contrato
freelance
al mes; eso son 12.500 coronas, más seguridad social y vacaciones durante cinco años. Seguirás teniendo tus áreas de investigación, criminalidad en las escuelas y…
—¡Es esa puta! ¿Verdad? —exclamó Nils Langeby excitado.
—¿Perdona? —contestó Anders Schyman y perdió algo de su compostura.
Langeby apartó la mirada del director, y Schyman casi se cayó hacia atrás al ver todo el odio que allí había acumulado.
—¡Ese coño! ¡Esa puta! ¡Esa arpía! Es ella quien está detrás de todo esto, ¿verdad?
—¿De qué hablas? —dijo Schyman notando que alzaba la voz.
El reportero apretó los puños y respiró agitadamente por la nariz.
—¡Diablos, diablos, diablos! —clamó—. ¡Ese coño de mierda me echa!
—No he hablado de despido —comenzó Schyman.
—¡Una mierda! —bramó Langeby y se levantó con tanto ímpetu, que su gran barriga se balanceó. Tenía el rostro completamente rojo y apretaba los puños.
—Siéntate —dijo Schyman fríamente y en voz baja—. No hagas esto más desagradable de lo que es.
—¿Desagradable? —voceó Langeby y Schyman también se levantó. El director dio dos pasos hacia Langeby y se quedó a veinte centímetros de su rostro.
—Siéntate, hombre, deja que termine —replicó.
Langeby no hizo caso, sino que fue hasta la ventana y miró a través de ella. Estaba despejado y hacía frío; el sol brillaba sobre la embajada rusa.
—¿A quién te refieres al utilizar expresiones sexuales malsonantes? —preguntó Schyman—. ¿Es a tu jefa directa, Annika Bengtzon?
Langeby emitió una carcajada corta y triste.
—Mi jefa directa, Dios mío, sí. Me refiero a ella. El coño más incompetente que he conocido. ¡No entiende nada! ¡No sabe nada! Se está volviendo insoportable con toda la redacción. ¡Eva-Britt Qvist piensa lo mismo! Le chilla y le grita a las personas. Ninguno de nosotros entiende por qué le han dado ese puesto. No tiene ni aplomo, ni autoridad, ni ninguna experiencia como maquetista.
—¿Experiencia como maquetista? —dijo Anders Schyman—. ¿Eso qué tiene que ver?
—Todos saben qué pasó con ese hombre que murió, lo debes saber. Ella nunca habla de ello, pero todos lo saben.
El director respiró con los orificios nasales bien abiertos.
—Si te refieres al incidente ocurrido antes de que Annika Bengtzon fuera contratada, el tribunal dictaminó que había sido un accidente. Es una mezquindad sacar eso —respondió fríamente.
Nils Langeby no contestó sino que se balanceó sobre los talones y luchó por contener las lágrimas. Schyman decidió golpear y atacar.
—Me parece sorprendente que te expreses de esta manera sobre tu jefa —prosiguió—. El hecho es que exabruptos como los que acabas de pronunciar pueden acabar en una amonestación por escrito.
Nils Langeby no reaccionó, sino que continuó balanceándose junto a la ventana.
—Deberíamos poder discutir sobre tu trabajo en el periódico, Nils. El supuesto artículo de ayer era una auténtica catástrofe. No sería razón para darte un aviso, pero últimamente has demostrado varias veces una falta total de juicio. Otro ejemplo: tu artículo del domingo sobre que la primera bomba fuera una acción terrorista. No has podido señalar una sola fuente.
—No tengo por qué revelar mis fuentes —replicó Langeby sofocado.
—Sí a mí, joder, yo soy el responsable de este periódico. Si tú estás equivocado el responsable soy yo, ¿todavía no sabes eso después de todos estos años?
Langeby continuó balanceándose.
—Todavía no he hablado con el sindicato —dijo Schyman—, quería hablar primero contigo. Podemos hacer esto de la manera que quieras, con o sin el sindicato, con o sin conflictos. Tú decides.
El reportero se encogió ostentosamente de hombros pero no respondió nada.
—Puedes continuar ahí de pie o puedes sentarte y dejar que te explique lo que he pensado.
Langeby dejó de balancearse, dudó un segundo pero luego se dio la vuelta lentamente. Schyman observó que había llorado. Los dos hombres se volvieron a sentar de nuevo en los sofás.
—No quiero humillarte —prosiguió el director bajando el tono de voz—. Quiero que esto se haga de la mejor manera posible.
—No puedes despedirme —gangueó Nils Langeby.
—Sí que puedo —aseguró Schyman—. Nos costaría tres pagas anuales en la magistratura de trabajo, quizá cuatro. Sería una jodida maraña de infamias y feas y mezquinas acusaciones que ni tú ni el periódico se merecen. Seguramente tú nunca más volverías a encontrar trabajo. El periódico aparecería como un lugar de trabajo duro y sin corazón, pero eso no es tan importante. Puede que hasta sea bueno para nuestra reputación. Podríamos motivar la razón de tu despido. Recibirías rápidamente, hoy mismo, un aviso por escrito. Nos remitiríamos a él. Sostendríamos que saboteas la publicación, que hostigas y pones trabas a tu jefa directa con palabrotas e insultos sexuales. Mostraríamos tu incompetencia y mal juicio, con sólo referirnos a lo que ha pasado estos últimos días y contar tus artículos en nuestro archivo. ¿Cuántos pueden ser durante los últimos diez años? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco? Eso da unos tres artículos y medio al año, Langeby.