Bebió el café y comenzó a preparar las tareas del día. Quizá hoy la policía detuviese al Dinamitero, pero seguramente no lo pregonarían por la radio. Así que tendría que confiar en sus fuentes e informantes. Tenía que hablar con Berit e Ingvar Johansson sobre ello. Quería completar la imagen del pasado de Christina; para ello procuraría localizar a su hijo Olof.
Sacó su bloc de notas y entró en Internet. Cuando tenía tiempo, evitaba llamar a información telefónica y hacía sus propias investigaciones a través de Telia en la red. Se tardaba más, pero era más barato y seguro. A veces en información telefónica no encontraban los datos más fáciles. Hizo una búsqueda nacional de Olof Furhage. El ordenador buscaba y descartaba, pero el acierto fue total. Sólo había uno en Suecia, y vivía en Tungelsta, al sur de Estocolmo.
—¡Bingo! —exclamó Annika
En Tungelsta Christina Furhage había abandonado a su hijo de cinco años hacía casi cuarenta años, y ahora había un hombre con el mismo nombre que vivía allí. Pensó en llamar primero, pero decidió ir. Necesitaba salir de la redacción.
En ese mismo momento llamaron a la puerta. Era el director; sujetaba una gran botella de agua y tenía un aspecto espantoso.
—¿Qué pasa? —preguntó Annika preocupada.
—Migraña —contestó Anders Schyman escueto—. Bebí bastante vino tinto con el filete de ciervo anoche, así que me está bien empleado. ¿Cómo estás tú?
Entró y cerró la puerta.
—Bien, gracias. Me imagino que fuiste tú quien detuvo el titular de la aventura lesbiana de Christina.
—No fue especialmente difícil, el artículo en que se basaba no era bueno.
—¿Te explicó Spiken por qué decidió sacarlo en titulares? —preguntó Annika.
El director se sentó sobre la mesa.
—No había leído el artículo, sólo había oído el relato de Nils Langeby. La cosa estuvo clara cuando fuimos a ver a Langeby y le exigimos ver el texto. No había datos, y aunque los hubiera habido no lo habríamos publicado. Otra cosa sería que la misma Christina hubiera comentado en público su amor, pero escribir sobre las cosas más íntimas de una persona muerta es la peor violación de la vida privada que se puede cometer. Spiken lo comprendió cuando se lo expliqué.
Annika bajó la cabeza y constató que su intuición era correcta.
—Es cierto —dijo ella.
—¿Qué?
—Tenían una relación, pero nadie lo sabía. Helena Starke está destrozada. Se ha marchado a Estados Unidos.
—¡Vaya! —exclamó el director—. ¿Qué más sabes que no se pueda publicar?
—Christina aborrecía a sus hijos y asustaba a sus colaboradores. Stefan Bjurling bebía y maltrataba a su mujer.
—¡Vaya grupo! ¿Qué haces hoy? —preguntó el director.
—Voy a ir a ver a un tipo, luego tengo que comprobar una cosa con mi fuente. Saben quién es el Dinamitero.
Anders Schyman arqueó las cejas.
—¿Lo podremos leer mañana?
—Eso espero —contestó y sonrió.
—¿Qué le parecen a tu marido nuestros planes de futuro?
—Todavía no he podido hablar con él.
El director se levantó y salió. Annika recogió el bloc, el bolígrafo y descubrió que la batería de su móvil estaba casi agotada. Para estar segura cogió otra recién cargada de reserva.
—Me voy a dar una vuelta —le dijo a Eva-Britt, a la que apenas se veía detrás de la pila de correo.
En recepción le dieron las llaves de un coche de la compañía sin distintivos y se encaminó al garaje. Ciertamente era un maravilloso día de invierno. Había una capa de unos diez decímetros de nieve que cubría la ciudad como si fuera una postal. «Qué divertido pasar unas Navidades blancas. Así los niños podrán montar en trineo en el Kronobergsparken», pensó.
Puso la radio del coche, buscó una de las cadenas comerciales y condujo por Essingeleden hacía el Ärstalänken. Se encontró con un viejo clásico de las Supreme:
«You can't hurry love, no, you just have to wait, love don't come easy, it's a game of give and take…»
. Annika cantó con ellas tan alto como pudo mientras el coche zumbaba hacia Huddingevägen. Desde ahí tomó Orbyleden hacia Nynäsvägen, cantando canciones que conocía. Gritaba y reía. Todo era blanco, luminoso y pronto tendría vacaciones durante una semana y ¡sería directora del periódico! Bueno, quizá no, pero la formarían y estudiaría; además, la dirección confiaba en ella. Seguro que con el tiempo recibiría más palos, pero esas cosas había que aceptarlas, así era. Subió el volumen cuando Art y Paul comenzaron a cantar
I am just a poor boy and my story seldom told.
Tungelsta era una pequeña ciudad jardín a apenas treinta y cinco kilómetros de Estocolmo. Parecía un tranquilo oasis después del desierto de piedra que era el centro de Västerhaninge. El pueblo comenzó a construirse en 1910, y en la actualidad no se diferenciaba demasiado de otras zonas de casas de la época, con una diferencia: todos los jardines tenían invernadero o restos de invernadero. Algunos eran increíblemente bonitos y bien cuidados, otros eran esqueletos desvencijados.
Annika llegó antes del mediodía. Los ancianos quitaban la nieve y la saludaron cortésmente al pasar. Olof Furhage vivía en Alwägen. Annika tuvo que parar en la pizzeria para preguntar dónde se encontraba la calle. Un anciano que había sido cartero durante toda su vida en Tungelsta, le contó anécdotas, muy animado sobre el viejo vecindario. Sabía exactamente dónde vivía Olle Furhage.
—La casa azul con un gran invernadero.
Atravesó la vía del tren y vio a lo lejos que iba por buen camino. El invernadero estaba junto a la carretera y en lo alto, mirando hacia el bosque, estaba la vieja casa pintada de azul. Annika entró en el jardín, detuvo el coche frente a una placa de ABBA, se colgó el bolso del hombro y salió. Había dejado el móvil en el asiento del copiloto para oírlo si sonaba; vio que lo había dejado allí, pero no tuvo fuerzas para cogerlo. Se detuvo y observó la vivienda. Le recordó a un viejo chalé pareado; las ventanas y la fachada le permitieron deducir que había sido construida en los años treinta. El tejado era abuhardillado, con tejas convexas. Era una casita simpática y muy bien cuidada.
Se dirigía hacia el edificio cuando escuchó una voz a su espalda.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Era un hombre de unos cuarenta años con una corta melena castaña y ojos azul claro. Llevaba un jersey de punto y unos vaqueros llenos de barro.
—Sí, gracias. Busco a una persona llamada Olof Furhage —dijo Annika y alargó la mano para saludar.
El hombre sonrió y estrechó su mano.
—Ha dado con él, yo soy Olof Furhage.
Annika le devolvió la sonrisa. Esto podía ser muy difícil.
—Soy del periódico
Kvällspressen
. ¿Podría hacerle algunas preguntas personales?
El hombre rió.
—Vaya, ¿qué clase de preguntas?
—Busco a un Olof Furhage que es hijo de la directora general del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Estocolmo, Christina Furhage. ¿Es usted, quizá?
El hombre miró al suelo unos instantes, luego alzó la mirada y se echó el pelo hacia atrás.
—Sí —respondió—. Soy yo.
Se quedaron en silencio unos segundos. El sol brillaba tanto que hacía daño a la vista. Annika notó que el frío traspasaba las delgadas suelas de sus zapatos.
—No quisiera ser inoportuna, pero he hablado con muchas personas que conocían a Christina Furhage durante estos últimos días. Pensé que sería importante hablar también con usted.
—¿Por qué lo piensa? —preguntó el hombre expectante, pero sin ser incorrecto.
—Su madre era una persona muy conocida, y su muerte ha conmocionado a todo el mundo. Pero a pesar de ser una persona pública, nadie conocía su lado privado. Eso ha sido lo que nos ha empujado a hablar con sus allegados.
—¿Por qué? Ella quería guardarlo. ¿No pueden respetarlo?
El hombre no era tonto, eso estaba claro.
—Por supuesto —contestó Annika—. Precisamente hago esto en atención a sus familiares y a su propio deseo. Ya que no sabemos nada de ella hay un gran riesgo de que cometamos errores de bulto cuando escribamos sobre ella, fallos que pueden herir a su familia. Desgraciadamente ya lo hemos hecho una vez. Ayer publicamos un largo artículo donde se describía a su madre como la mujer ideal. Eso exasperó a su hermana Lena. Ella me llamó ayer, nos vimos y hablamos durante un buen rato. Quiero estar segura de que no cometemos el mismo atropello con usted.
El hombre la miró pasmado.
—Menuda verborrea —dijo impresionado—. Puede impresionar al más pintado, ¿verdad?
Annika no sabía si debía sonreír o estar seria.
El hombre percibió su confusión y rió.
—Okey—indicó—. Hablaré con usted. ¿Quiere un café o tiene prisa?
—Ambas cosas —respondió Annika y también rió.
—Quizá le gustaría ver primero mi invernadero…
—Sí, encantada —respondió Annika y deseó que hiciera más calor allí dentro.
Afortunadamente el aire era templado, olía a tierra y humedad. El invernadero era como los de antes: grande, por lo menos de cincuenta metros de largo y diez de ancho. Como en el exterior hacía mucho frío, la tierra estaba cubierta con enormes plásticos verde oscuro. Había dos pasillos que corrían paralelos a lo largo de ambos lados.
—Cultivo tomates ecológicos —anunció Olof Furhage.
—¿En diciembre? —preguntó Annika.
El hombre volvió a reír, tenía facilidad para hacerlo.
—No, ahora no. Arranqué las plantas en octubre; durante el invierno la tierra descansa. Cuando uno cultiva ecológicamente es muy importante mantener el lugar y la tierra limpios de bacterias y hongos. Los cultivadores modernos utilizan generalmente mantillo o turba, pero yo utilizo tierra. Venga y verá.
Se encaminó rápidamente por el pasillo y se detuvo al otro extremo. En el exterior había un gran aparato de chapa.
—Esta es una máquina de vapor —informó Olof Furhage—. Lo comprime a través de los tubos que entran por aquí, ¡mire qué gordos son! y luego van bajo la tierra, la calientan. Eso mata a los hongos. La he hecho funcionar un poco por la mañana, por eso hace calor aquí dentro.
Annika observó interesada. Había muchas cosas que no sabía.
—¿Y cuándo habrá tomates? —preguntó cortésmente.
—No se debe comenzar demasiado pronto, porque entonces serían muy largos y delgados. Yo planto a finales de febrero, y en octubre las plantas tienen una altura de seis metros…
Annika miró a su alrededor.
—¿Pero cómo lo hace? Aquí no hay seis metros hasta el techo.
Olof Furhage volvió a reír.
—Sí, ¿ve los cables que van por encima? Cuando las plantas han alcanzado esa altura, se doblan sobre ellos. A medio metro del suelo más o menos hay otro cable. Sirve para lo mismo: de manera que se dobla el tronco debajo de él y sigue creciendo hacia arriba.
—Qué astuto —dijo Annika.
—¿Nos tomamos un café?
Salieron del invernadero y se dirigieron a la casa.
—Usted ha crecido aquí en Tungelsta, ¿verdad? —preguntó ella.
El hombre asintió y sujetó la puerta.
—Se puede quitar los zapatos. Sí, crecí en Kvarnvägen, allí lejos. ¡Hola pequeña! ¿Cómo estás?
Las últimas palabras las gritó dentro de la casa, y una vocecita de niña le respondió desde el piso de arriba.
—Bien papá, pero no me sale. ¿Me puedes ayudar?
—Sí, dentro de un rato. Tengo visita.
Olof Furhage se quitó sus pesadas botas.
—Ha tenido gripe y ha estado muy enferma. Le compré un nuevo juego de ordenador en CD-ROM para consolarla. Bienvenida, por aquí…
Desde el piso de arriba asomó una carita por la escalera.
—Hola —dijo la niña—. Me llamo Alice.
Tendría nueve o diez años.
—Yo me llamo Annika.
Alice desapareció hacia su juego de ordenador.
—Vive conmigo cada dos semanas. Su hermana Petra se ha instalado aquí definitivamente. Petra tiene catorce años —dijo Olof Furhage y vertió el agua en la cafetera.
—¿Así que es divorciado? —preguntó Annika sentándose a la mesa de la cocina.
—Sí, ahora hará dos años. ¿Leche o azúcar?
—Las dos cosas, gracias.
Olof Furhage acabó de preparar el café, puso la mesa y se sentó frente a Annika. Era una cocina agradable, con suelo de madera, espejos en las paredes, mantel a cuadros rojos y blancos y una estrella de Adviento en la ventana. Tenía unas vistas maravillosas hacia el invernadero.
—¿Cuánto sabe? —preguntó el hombre.
Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.
—¿Le importa que tome notas? Sé que su padre se llamaba Carl y que Christina le dejó con un matrimonio de Tungelsta cuando tenía cinco años. También sé que estableció contacto con Christina hace un par de años. Le tenía mucho miedo a usted.
Olof Furhage se rió de nuevo, pero ahora la risa era triste.
—Sí, pobre Christina, nunca comprendí por qué se asustó tanto —dijo—. Le escribí una carta justo después del divorcio, sobre todo porque me encontraba terriblemente mal. Le escribí para hacerle las preguntas que siempre quise hacer y nunca me había contestado. Por qué me había abandonado, si alguna vez me había querido, por qué nunca me había venido a ver, por qué Gustav y Elna no pudieron adoptarme… Nunca respondió.
—¿Así que fue a verla?
El hombre suspiró.
—Sí, comencé a ir a Tyresö y a quedarme frente a su casa las semanas que las niñas estaban con su madre. Quería ver cómo era, dónde vivía, cómo vivía. Se había hecho famosa; al ser directora general del Comité Organizador estaba cada semana en los periódicos.
La cafetera comenzó a hervir; Olof Furhage se levantó y la colocó sobre la mesa.
—Vamos a dejar que pose un rato —anunció y fue a buscar un plato con bizcocho—. Una noche ella regresó sola a casa, recuerdo que era primavera. Se encaminaba a la puerta principal, yo me bajé del coche y me dirigí hacia ella. Cuando le dije quién era pareció que se iba a desmayar. Me miró fijamente como si yo fuera un fantasma. Le pregunté por qué no había contestado a mi carta, pero ella no respondió. Cuando empecé a repetirle todas las preguntas que le había hecho en la carta se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, aún sin decir ni una palabra. Enloquecí y comencé a gritarle. «¡Vieja de mierda! —grité—, me podrías dedicar un minuto de tu tiempo!», o algo así. Comenzó a correr y tropezó con la escalera de la puerta; yo corrí hacia ella y la sujeté, le di la vuelta y grité «¡mírame!» o algo por el estilo.