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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (16 page)

BOOK: Dinamita
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—¿Tenía Christina algún enemigo dentro de la organización de los Juegos Olímpicos?

Helena Starke sollozó.

—¿Quién podría haber sido?

—Bueno, eso es lo que intento preguntar. Usted también trabaja en el comité organizador de los Juegos Olímpicos, ¿o no?

—Yo era la asistente personal de Christina —comunicó la mujer.

—¿Quiere eso decir que era su secretaria?

—No, ella tenía tres secretarias. Podría decirse que yo era su mano derecha; pero creo que ahora debe irse.

Annika recogió sus cosas en silencio. Antes de irse se dio la vuelta y preguntó:

—Christina echó a una mujer joven del comité de los Juegos Olímpicos por tener una relación con uno de los jefes. ¿Cómo reaccionaron los empleados ante eso?

Helena Starke la miró fijamente.

—Ahora tiene que irse de aquí.

—Esta es mi tarjeta. Llame si tiene algo más que decir o criticar —recitó mecánicamente y dejó la tarjeta en la mesa del vestíbulo.

Observó que el teléfono sobre la mesa tenía un pedazo de papel con un número de teléfono; lo anotó rápidamente. Helena Starke no la acompañó hasta la puerta, de modo que Annika la cerró, silenciosamente, tras de sí.

Humanidad

Siempre he paseado mucho. Adoro la luz, el aire y el viento, las estrellas y el mar. He dado paseos tan largos que mi cuerpo, al final, comenzaba a marchar por sí mismo, apenas tocando el suelo, fundido con los elementos a mi alrededor, convertido en invisible júbilo. Otras veces mis piernas han contribuido a enfocar la existencia. En lugar de disolver la escena en torno a mí, la han encogido hasta un solo punto ennegrecido. He caminado por las calles concentrada en mi cuerpo, he dejado que las sacudidas de los tacones se propagasen por las extremidades. A cada paso resonaba la pregunta: ¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que me convierte en yo?

Mientras aquella pregunta fue importante para mí, yo vivía en una ciudad azotada continuamente por el viento. Por cualquier camino que tomara, siempre tenía la ventisca de frente. El viento de lluvia era tan fuerte que a veces perdía el aliento. Mientras la humedad me llegaba al tuétano yo iba, pasito a paso, a través de la carne y la sangre, intentaba sentir en qué parte de mí se encontraba mi ser. No estaba ni en el talón, ni en las yemas de los dedos, ni en la rodilla, ni en el sexo, ni en el vientre. Mis conclusiones después de los largos paseos apenas pueden dudarse: en alguna parte detrás de mis ojos estoy yo, por encima del cuello pero debajo del cerebro, por encima de la boca y las orejas. Ahí existe lo que realmente soy. Ahí vivo. Ese es mi hogar.

En aquel tiempo mi apartamento era estrecho y oscuro, pero yo lo recuerdo interminable, imposible de colmar y conquistar. Estaba completamente ocupada en comprender quién era. Por las noches en la cama cerraba los ojos y sentía si era hombre o mujer. ¿Cómo iba a saberlo? Mi sexo palpitaba de una forma que no podía llevar más que al placer. Si no hubiera sabido cómo era no hubiera podido describirlo más que como pesado, profundo y palpitante. ¿Hombre o mujer, blanco o negro? Mi conciencia solo me podía explicar como ser humano.

Cuando abría los ojos, éstos eran alcanzados por los rayos electromagnéticos que llamamos luz. Interpretaban los colores de una forma que nunca podía estar segura de poder compartir con otras personas. Eso a lo que yo llamaba rojo y veía como cálido y palpitante quizá los otros lo veían de otra forma. Nos habíamos unido y habíamos aprendido nombres comunes, pero nuestras nociones quizá sean totalmente individuales.

Nunca podremos saberlo.

Lunes 20 de diciembre

Thomas abandonó el piso antes de que Annika y los niños se despertaran. Tenía gran cantidad de trabajo antes del fin de semana de Navidad. Esta semana se iban a turnar, a ser posible a las tres de la tarde. Por una parte, porque los niños estaban cansados y pachuchos por el invierno, pero también para hacer todos los preparativos navideños en casa. Annika había colgado la estrella típica de Navidad de cobre y había puesto unos candelabros eléctricos, pero eso era todo. Todavía no habían comenzado a comprar comida o regalos, a marinar el salmón, a asar el jamón, a buscar un árbol de Navidad, por no hablar de la limpieza: con eso llevaban medio año de retraso. Annika quería contratar a una asistenta polaca, como tenía Anne Snapphane, pero él se negaba. Por Dios, él no podía ser dirigente del sindicato de trabajadores municipales sueco y al mismo tiempo contratar mano de obra ilegal. Ella lo comprendía, pero no limpiaba.

Exhaló un profundo suspiro y salió al aguanieve. Este año las fiestas de Navidad caían mal para los trabajadores. Nochebuena en viernes y semana normal de trabajo los días intermedios. En realidad él debería apreciarlo, estaba del lado de los empresarios. Sin embargo, volvió a suspirar a causa de sus problemas privados cuando cruzó Hantverkargatan con la vista puesta en la parada del 48, al otro lado de la Kungsholmstorg. Le dolía un poco la rabadilla; solía pasarle cuando había dormido en una postura rara. Por la mañana Kalle había dormido en su cama, con los pies contra su espalda. Retorció el cuerpo de un lado a otro, como un boxeador, para entonar los músculos entumecidos.

El autobús tardó una eternidad en llegar. Pudo mojarse y enfriarse antes de rodar sobre el lodo frente a la ventana del banco. Odiaba ir en autobús, pero las otras opciones eran aún peores. Ciertamente tenía el metro a la vuelta de la esquina, pero era la línea azul, que estaba a mitad de camino del infierno. Se tardaba más en bajar a través de todas las galerías hasta el andén que caminar por la calle hasta Centralem. Después había que cambiar de tren tras sólo una estación. Nuevas galerías, pasillos con cintas transportadoras y ascensores llenos de orina. Finalmente había que tomar el metro hasta Slussen, vagones empañados y centenares de codos de viajeros leyendo elMetro.El coche estaba descartado. Hace tiempo tenía el Toyota Corolla en la ciudad, pero cuando las multas de tráfico comenzaron a superar al recibo de la guardería, Annika aprovechó la oportunidad y él tuvo que dejarlo. Ahora se oxidaba bajo una lona en casa de sus padres, en Vaxholm. Él quería comprar una casa o un adosado en las afueras, pero Annika se negaba. Adoraba su carísimo apartamento alquilado.

El autobús estaba completamente lleno y tuvo que permanecer de pie, apretado entre los cochecitos de niños. En la Tegelbacken consiguió asiento, al fondo, sobre la rueda trasera, pero no le importó. Acomodó las piernas y miró de reojo hacia Rosenbad cuando el autobús pasó por delante. No pudo evitar preguntarse cómo sería trabajar ahí. ¿Y por qué no? Su carrera, de jefe de administración de la oficina social de Vaxholm a directivo del sindicato, había sido rápida. No quería reconocer que Annika y su trabajo le habían ayudado. Si las cosas seguían así, quizá podría trabajar en el Parlamento o en algún ministerio antes de cumplir los cuarenta.

El vehículo rugió al pasar junto a Strömsborg y Riddarhuset. Se sentía impaciente e inquieto, pero no quiso admitir que se debía a Annika. Apenas había cruzado palabra con ella durante el fin de semana. La noche anterior pensó que estaba de camino a casa pues ella no había contestado al teléfono del periódico. Se había puesto a hacer sándwiches calientes y té para recibirla. Se había comido los sándwiches, una membrana cubría la superficie del té de ella y él se había leído elTimey elNewsweekantes de oírla en el vestíbulo. Cuando por fin se precipitó a través de la puerta de doble hoja, se la encontró con el auricular en el oído, hablando con alguien del periódico.

—Hola, ¡vaya, cuánto trabajas! —exclamó y se dirigió hacia ella.

—Te llamo desde otro teléfono —anunció ella, acabó la conversación y pasó ante él haciéndole una caricia en la mejilla. Se fue directamente a su escritorio, dejó que la ropa de abrigo cayera en un montón a sus pies y llamó al periódico inmediatamente. Habló de la carrera de un taxi que había que controlar con la policía mientras Thomas notaba que la irritación crecía dentro de él hasta convertirse en una bomba atómica. Cuando ella colgó, se quedó de pie, apoyada en la mesa durante un momento, como si estuviera mareada.

—Perdona que llegue tan tarde —había dicho, en voz baja, sin mirarle—. Tuve que pasar por Södermalm para hacer una entrevista de camino a casa.

Él no respondió; se quedó con los brazos colgando mirando su espalda. Ella se tambaleó ligeramente; parecía estar totalmente agotada.

—No te mates a trabajar —había comentado, con más sequedad de la deseada.

—No, lo sé —respondió ella, dejó la ropa sobre la mesa y se fue al cuarto de baño. El se fue al dormitorio y quitó la colcha mientras escuchaba el salpicar del agua y la oía lavarse los dientes. Cuando ella se acostó, simuló dormir, y ella no notó que disimulaba. Le había besado en el cuello y había pasado la mano por su pelo; después se quedó dormida como un tronco. Él permaneció despierto mucho tiempo, escuchando los coches en la calle y su suave respiración.

Se bajó en Slussen y caminó las últimas manzanas hasta su lugar de trabajo en Hornsgatan. Un viento húmedo venía desde la ensenada y un vendedor madrugador ya había colocado su puesto de tomates de rama frente a la entrada del metro.

—¿Un
glögg
de mañanita, señor? —dijo el tendero y le alargó a Thomas una humeante tacita de
glögg
sin alcohol al pasar.

—Sí, ¿por qué no? —respondió Thomas y sacó un billete del bolsillo de la chaqueta—. Y déme una galleta de especias, un corazón, el más grande que tenga, por favor.

—Mamá, ¿me puedo montar yo también? —preguntó Kalle y se subió al cochecito tan bruscamente que casi lo volcó. Annika consiguió asegurarlo en el último momento.

—No, creo que hoy pasamos de cochecito, está muy embarrado.

—¡Pero yo quiero el cochecito mamá! —dijo Ellen.

Annika volvió al ascensor, sacó a la niña, corrió la reja y cerró la puerta. Se puso en cuclillas sobre la alfombra de la escalera y abrazó a Ellen. Sentía el mono de plástico brillante frío contra su mejilla.

—Hoy podemos coger el autobús, y yo te llevo en brazos. ¿Quieres?

La niña asintió, le paso los brazos por el cuello y la abrazó con fuerza.

—Pero, mamá, ¡hoy quiero estar contigo!

—Ya lo sé, pero no es posible, tengo que trabajar. Aunque el viernes estaré libre, porque, ¿sabes qué día es el viernes?

—Nochebuena, Nochebuena —gritó Kalle. Annika se rió.

—Sí, en efecto. ¿Sabéis cuántos días faltan?

—Tres semanas —dijo Ellen y enseñó tres dedos.

—¡Tonta! —respondió Kalle—. Quedan cuatro días.

—No se dice tonta, pero tienes razón, quedan cuatro días. ¿Dónde tienes los guantes, Ellen? ¿Nos los hemos olvidado? No, aquí están…

En la calle el lodo se había transformado en agua. Lloviznaba un poco y el mundo era completamente gris. Cargaba a la niña en el brazo izquierdo y le daba la mano derecha a Kalle. El bolso le golpeaba la espalda a cada paso.

—Hueles muy bien, mamá —dijo Ellen.

Subió por Scheelegatan y cogió el autobús 40 frente al Indian Curry House; tras dos paradas, se bajaron junto al blanco complejo de los años ochenta donde Radio Estocolmo tenía sus locales. La guardería de los niños estaba en el tercer piso. Kalle había ido ahí desde que tenía quince meses, Ellen desde que apenas tenía un año. Cuando hablaba con otros padres se daba cuenta de que había tenido mucha suerte: el personal estaba preparado y era competente, la responsable se comprometía y la mitad de los profesores eran hombres.

El vestíbulo era estrecho y desordenado, la grava y la nieve habían formado un pequeño montículo junto a la puerta. Los niños chillaban y los mayores amonestaban.

—¿Puedo quedarme a la reunión? —preguntó Annika y alguien del personal asintió.

Los niños se sentaban en la misma mesa durante las comidas. A pesar de que en casa solían pelearse, en la guardería eran muy amigos. Kalle protegía a su hermana pequeña. Annika se sentó con Ellen en sus rodillas durante el desayuno y tomó una rebanada de pan de centeno y una taza de café para participar.

—Vamos a ir de excursión el miércoles, así que hay que traer una bolsa de comida —informó uno de los profesores y Annika asintió.

Después del desayuno se reunieron en los cojines, pasaron lista y cantaron. Unos cuantos niños ya estaban de vacaciones, pero los que quedaban cantaron los clásicosSoy un pequeño conejo, Pirata FabbeyUna casa al final del bosque.Luego se habló un poco de las Navidades y para acabar cantaron tipp-tapp.

—Ahora tengo que irme —dijo Annika al salir y Ellen comenzó a llorar, Kalle se agarró a su brazo.

—Quiero estar contigo, mamá —gimoteaba Ellen.

—Hoy papá os recogerá temprano, después del almuerzo —explicó Annika resuelta e intentó desasirse de los brazos de los niños—. Os lo vais a pasar bien. Cuando lleguéis a casa la podéis decorar; quizá compremos un abeto de Navidad. ¿Queréis?

—¡Sííí! —exclamaron Kalle y Ellen al unísono, como un pequeño eco.

—¡Hasta luego! —dijo ella y se apresuró a cerrar la puerta en las naricitas de los niños. Se quedó un momento detrás de la puerta e intentó escuchar si había alguna reacción dentro. No oyó nada. Suspiró y abrió la puerta de las escaleras.

Cogió el 56 junto al edificio Trygg Hansa y no llegó a la redacción hasta las diez y media.

La redacción estaba llena de gente que parloteaba. Por alguna razón, Annika no se acostumbraba. Para ella, el ambiente normal de la redacción era el de los fines de semana y las noches, cuando sólo había algunas personas concentradas bajo el zumbido de los ordenadores y el sonido persistente de algunos teléfonos en la gran sala. Ahora había cerca de noventa personas. Cogió un paquete con todos los periódicos y navegó hacia su despacho.

—¡Buen trabajo, Annika! —no acertó a oír quién se dirigía a ella, pero agitó la mano por encima de la cabeza en señal de agradecimiento.

Eva-Britt Qvist estaba sentada tecleando en el ordenador.

—Nils Langeby se ha tomado el día libre —dijo sin levantar la vista.

Así que todavía está enfadada. Annika colgó sus cosas en el despacho, salió a coger una taza de café de la máquina y se dio una vuelta por el casillero de correo. Estaba hasta arriba. Resopló en voz alta y buscó una papelera donde tirar el café; nunca conseguiría llevar el correo y el café sin derramarlo.

—¡Qué suspiro! —exclamó Anders Schyman a su espalda y ella sonrió ruborizada.

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