Mientras el fuego crepitaba alegremente, Viana contempló la oscura espesura que se extendía más allá del río. Territorio inexplorado. Y, aunque se sentía inquieta, una parte de ella estaba tranquila porque Uri la acompañaba.
Se durmió, confiada, en brazos del chico del bosque. Y fue él quien la despertó de madrugada, sacudiéndole el hombro de forma apremiante.
—¡Viana! —susurró—. ¡Cuidado!
La muchacha abrió los ojos inmediatamente y se incorporó, en tensión, sacudiéndose como pudo las nieblas del sueño. Miró a su alrededor, aguzó el oído, pero no vio nada extraño. Los rescoldos de la hoguera iluminaban el rostro de Uri con un resplandor anaranjado, fantasmal.
—Viana, corre —dijo entonces él, señalando la oscuridad.
Ella recogió su bolsa, su arco y su carcaj y empuñó el cuchillo, con la vista clavada en el lugar que le indicaba Uri.
Lo único que vio fueron dos luces que se bamboleaban en el aire, lenta e hipnóticamente. Parecían demasiado grandes para ser luciérnagas. Viana las contempló, extasiada. Eran tan suaves y a la vez tan radiantes… tan bellas.
—¿Son… hadas? —preguntó, en un susurro lleno de admiración.
Hizo ademán de acercarse a las luces, pero Uri tiró de ella hacia atrás con violencia. Viana reaccionó. No era propio de él comportarse con tanta brusquedad. Comprendió entonces que el Gran Bosque era su territorio, y nadie conocía mejor que él sus peligros y sus misterios. Quizá fueran fatuos o algo igualmente engañoso. Sin apartar la mirada de las luces, luchando por no dejarse confundir por su belleza, retrocedió unos pasos, con el cuchillo a punto.
Las luces se movieron hacia adelante, las dos a la vez. Fue un movimiento más rápido de lo normal.
—Viana —susurró Uri, tenso, con la voz ronca—. ¡Corre!
Ella no lo cuestionó. Dio media vuelta y echó a correr desesperadamente tras él.
Justo antes de hacerlo, entrevió a la bestia que saltó de entre las sombras para atraparlos. Era similar a un gigantesco gato montés, con una boca inmensa en la que Viana habría jurado que había tres hileras de dientes y una larga cola de león que batía el aire con furia tras él. Tenía dos apéndices a modo de bigotes, rematados ambos por sendos globos luminosos que se agitaban en el aire al ritmo de su carrera.
Viana se quedó un instante paralizada de terror; ahora ya no se fijaba en los apéndices luminiscentes del monstruo, que ella había tomado por seres feéricos, sino también en sus terroríficos colmillos y en sus enormes zarpas. Uri tiró de ella con urgencia, y Viana se obligó a sí misma a seguir corriendo sin pensar en lo que los perseguía.
A la luz de la luna, Viana vio que Uri se precipitaba al río, y no dudó en seguirlo.
El agua les llegaba hasta la cintura. Los dos jóvenes lucharon contra la corriente para llegar al otro lado, y Viana oyó un rugido lleno de frustración a sus espaldas.
Se arriesgó a echar un vistazo por encima de su hombro.
Distinguió la sombra de la bestia caminando por la orilla, arriba y abajo, buscando un lugar por el que pasar. «No se lanzará al agua», comprendió enseguida. Sin embargo, era cuestión de tiempo que se aventurara a saltar a las rocas que salpicaban el río y que podrían servirle de puente para cruzar al otro lado.
Tenían que darse prisa. Viana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al agua poco antes de llegar a la orilla, pero Uri la sostuvo.
Momentos después, ambos corrían hacia lo más profundo del bosque. Una vez dejaron atrás el río y se internaron en la espesura, Viana tuvo que bajar el ritmo porque ya no veía nada en la oscuridad: los árboles impedían que les llegara la tenue luz de la luna y las estrellas. Uri, sin embargo, no había reducido la velocidad de su carrera.
—¡Espera, Uri! —lo llamó ella, jadeando—. ¡No me dejes atrás!
El chico retrocedió para tomarla de la mano. Justo en aquel momento, escucharon el bramido triunfante de la criatura que los perseguía. Viana se estremeció: había sonado demasiado cerca.
Uri, por el contrario, no dejó amilanar. Siguió avanzando entre la espesura, arrastrando a su compañera tras de sí. Viana tropezaba con las raíces de los árboles; el follaje también entorpecía su marcha, y no pudo evitar preguntarse cómo era posible que Uri se moviera con tanta confianza en plena oscuridad. De nuevo oyeron el rugido de la bestia tras ellos. Viana echó una mirada atrás y entrevió, a lo lejos, la luz fantasmal de sus apéndices flotando entre los árboles.
—Uri, ¿sabes a dónde vas? —murmuró, estremeciéndose de nuevo; lo cierto era que en aquel bosque no parecía haber ningún lugar donde refugiarse—. ¿Por qué no trepamos a un árbol? Quizá esa criatura no pueda alcanzarnos allí.
—Él sube —fue la respuesta del muchacho en la oscuridad.
Habían cambiado las tornas, comprendió Viana. Cuando se conocieron, era ella quien parecía saberlo todo, quien debía enseñarle a él tantísimas cosas… Pero ahora, en su mundo, Uri era el experto, y Viana solo podía dejarse llevar. Sin embargo, eso no terminaba de explicar la seguridad con la que él se movía en la noche.
—Uri, ¿puedes ver en la oscuridad?
—No necesito ver —dijo él.
Viana se fijó en que pasaba la palma de la mano por los troncos de los árboles. ¿Podía reconocerlos al tacto?
Aquella posibilidad resultaba fascinante.
De pronto, Uri se detuvo y a Viana se le cayó el alma a los pies. Ante ellos había una barrera de árboles tan juntos que no los dejarían pasar entre sus troncos. ¿Cómo era posible que Uri la hubiera conducido a un callejón sin salida? ¿Había hecho mal fiándose de él?
—Uri… —murmuró, tensa. Las luces que los perseguían estaban cada vez más cerca.
El chico no respondió. Había colocado las palmas de las manos sobre los troncos de dos árboles contiguos y aguardaba… ¿a qué? ¿Acaso pretendía separarlos a la fuerza?
Viana cargó el arco y apuntó a la oscuridad, respirando entrecortadamente. No veía a la criatura, pero de vez en cuando detectaba el destello de sus apéndices entre la maleza. Y, aunque no fuera un blanco fácil, tal vez tuvieran una oportunidad.
Inspiró profundamente, tratando de calmarse. Pero las manos le temblaban, y la flecha que debía matar a su perseguidor se agitaba sin control contra la cuerda. Tragó saliva y aguardó.
Justo entonces, los globos luminosos reaparecieron en la oscuridad.
Viana disparó tratando de apuntar a un punto intermedio entre ambos, donde la criatura debía de tener la cabeza.
Por un instante, las luces desaparecieron. La chica contuvo el aliento.
Pero entonces resurgieron de pronto, mucho más cerca, y Viana lanzó una exclamación de terror que se entremezcló con el bramido de la bestia.
Uri tiró de ella y la lanzó contra los árboles. Viana se cubrió el rostro con las manos…
…pero el choque no se produjo. Cayó hacia delante y agitó los brazos en el aire, tratando de mantener el equilibrio. Para su sorpresa, aterrizó en un mullido montón de arbustos. Luchó por vencer el desconcierto que se apoderaba de ella y se puso en pie, algo mareada. Se volvió justo a tiempo para ver las luces de la bestia abalanzándose sobre ella…
…Y de pronto se oyó un extraño sonido, como un chasquido, como si todo el bosque crujiera a su alrededor… y las luces desaparecieron. Se oyó un choque y un bramido furioso, después unos arañazos… y ya nada más.
Viana, todavía con el corazón desbocado, palpó a su alrededor, tratando de situarse en la oscuridad. Para su sorpresa, sus manos se toparon con una barrera arbórea, la misma que momentos antes les había cerrado el paso. Solo que ahora se interponía entre ellos y la criatura que los perseguía.
—No lo entiendo —murmuró la muchacha. Siguió explorando a su alrededor y descubrió que estaban encerrados en un circulo formado por troncos de árboles, como una jaula protectora.
—Ahora podemos dormir —dijo Uri a su lado.
Viana se aferró a él como si temiera que fuese a desaparecer en cualquier momento. Los brazos de Uri la rodearon, reconfortándola.
—¿Cómo has hecho…? —empezó ella—. ¿Cómo has podido…? ¿Se han movido los árboles?
—Árboles buenos —dijo Uri—. Con ellos, nosotros estamos a salvo.
Viana no estaba tan segura. Le costaba entender lo que había sucedido.
¿Uri había hecho que los troncos de los árboles se movieran, primero para dejarlos pasar y después para protegerlos en el interior de un impenetrable círculo de troncos?
—Uri… ¿Eres brujo? —le preguntó con un estremecimiento.
—No sé qué cosa es un burujo —respondió él—. Yo soy Uri.
Viana decidió no darle más vueltas. Parecía que él tenía razón y que estaba a salvo, por el momento. No se oía el bramido de la bestia ni se veía su luz amenazadora en la oscuridad.
—Quizá deberíamos encender un fuego… —sugirió, pero sintió que Uri se tensaba entre sus brazos.
—No. Fuego no —replicó—. Aquí no.
—Como quieras —aceptó ella; era su mundo, y ella tenía que aprender y respetar sus normas.
Aquella noche no echó de menos la consoladora calidez del fuego. Cayó dormida entre los brazos del muchacho del bosque, mientras los árboles velaban su sueño y los protegían de todo peligro.
El amanecer la arrancó de una pesadilla en la que se mezclaban bárbaros aullantes, bestias espantosas y árboles amenazadores. Cuando despertó, con una exclamación de angustia, se halló en un entorno tan hermoso que le hizo pensar que todavía estaba soñando.
Pero, si era así, no había bárbaros ni criaturas dañinas por ninguna parte. Los árboles que los habían salvado la noche anterior (¿o también eso lo había soñado) formaban un conjunto bastante compacto, pero sus troncos no estaban tan juntos como le había parecido en aquel momento. O quizá habían vuelto a separarse, igual que habían hecho para franquearles el paso durante su huida (¿había sucedido de verdad o se lo había imaginado?). Las ramas, que habían parecido aviesos brazos retorcidos en la oscuridad, a la luz del día se mostraban cuajadas de brotes verdes y flores fragantes. La hierba sobre la que yacía era fresca y suave, y los matorrales que crecían a su alrededor rebosaban de bayas de aspecto apetitoso y pequeñas florecillas silvestres. Bellísimas mariposas revoloteaban sobre su cabeza; insectos voladores zumbaban perezosamente a su alrededor mientras los rayos de sol que se colaban por entre las hojas acariciaban gentilmente su rostro. Viana alzó la cabeza para admirar el delicado tapiz de luces y sombras que formaban las copas de los árboles. Una suave brisa sacudía las ramas y hacía temblar las hojas en un susurro vegetal.
Miró a su alrededor en busca de Uri, pero no lo vio.
Inquieta, se levantó de un salto. Había despertado en un lugar paradisíaco, sí, pero la noche anterior había estado a punto de ser devorada por un depredador al que no podía poner nombre.
Se cubrió los hombros con su manto, con la incómoda sensación de que la estaban observando.
En aquel momento llegó Uri, sonriente, abriéndose paso entre los árboles.
—Viana —saludó—. Buenos días.
—Uri —dijo ella, sonriendo a su vez—. ¿Dónde estamos? ¿Hemos llegado a tu tierra?
Él rio.
—Aún no —respondió—. Nosotros lejos.
Viana se sintió desanimada. Naturalmente, no esperaba que llegaran en pocos días, pero quería creer que en su primer viaje había estado a punto de alcanzar su destino, que lo habría conseguido de no haber sido por aquella inoportuna lesión.
—Vamos —dijo Uri, tomándola de la mano y tirando de ella—. No debemos quedar mucho tiempo. No les gusta.
—¿A quiénes? —preguntó Viana, intrigada. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie.
—Yo les digo nosotros estamos en viaje —trató de explicar él—. Nos vamos. No quedamos aquí mucho tiempo.
—Pero ¿de quién estás hablando?
Uri se rió.
—No lo ves —constató, risueño.
—No —replicó la muchacha, que estaba empezando a enfadarse—. Aquí solo estamos tú y yo.
Uri volvió a reírse.
—Tú no vives aquí —dijo simplemente. Pareció que trataba de añadir algo más, pero no debió de encontrar las palabras, porque se encogió de hombros con una sonrisa. Viana se resignó a seguir a Uri a través de la espesura, intentando entender qué estaba insinuando. Quizá se estaba burlando de ella, o tal vez creyera de verdad que había seres invisibles que los espiaban desde los árboles.
No sabía qué la inquietaba más: la posibilidad de que Uri estuviera en lo cierto o que fueran solo imaginaciones suyas. ¿Debía dejarse guiar por él entonces?
Viana decidió darle un voto de confianza; después de todo, era cierto que vivían criaturas extrañas y peligrosas en aquel bosque, ella misma lo había comprobado la noche anterior. Y Uri la había salvado. ¿Acaso no era más que probable que supiera de qué estaba hablando?
Desde aquel momento, la joven no pudo dejar de lanzar nerviosas miradas de reojo a la maleza, con aprensión. En alguna ocasión le pareció distinguir un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, tal vez el breve temblor de una hoja, quizá una tenue sombra sobre una rama, pero no podía asegurar que no se tratara de su imaginación jugándole malas pasadas.
Sin embargo, en el bosque había algo. Lo notaba en su piel, en la forma en que se le erizaba el vello de la nuca, en su instinto de cazadora, que la llevaba a cargar el arco sin saber muy bien hacia dónde disparar. Uri la calmaba siempre y le decía que no había nada que temer siempre que respetara las reglas. Pero Viana no sabía qué reglas eran aquellas. Solo podía confiar en que Uri evitaría que cometiese algún error en aquella tierra extraña.
Porque lo era, y de qué forma. Los árboles seguían siendo árboles, la hierba y la maleza aún eran reconocibles, pero adoptaban formas desconocidas y colores salvajes, y había cientos de especies de flores, plantas e insectos que Viana no había visto jamás. Incluso el curioso musgo que cubría algunos árboles, de un tono malva apagado, le resultaba insólito. Se sentía como si estuviera adentrándose en un mundo nuevo, en un bosque que tenía mil maravillas que mostrarle.
La caza también empezó a cambiar. Cuando, tres días después de haber escapado de la muerte junto al río, Viana abatió lo que le había parecido una perdiz, se sorprendió al descubrir que era en realidad un ave desconocida, cuyo sedoso plumaje, de rara belleza, parecía casi fundirse con el manto vegetal que la rodeaba. Un penacho de plumas amarillas recorría su cabeza y la parte posterior de su cuello, casi como las crines de los caballos, y sus patas estaban cubiertas de una suave pelusilla rojiza. Viana lamentó haber matado un ejemplar tan raro.