Hubo un largo silencio. Finalmente, Viana dijo:
—Gracias por contarme tu historia. Siento mucho haberte decepcionado. De verdad. Sé que he hecho cosas que no debería, y que he tomado decisiones equivocadas. Y nadie lamenta más que yo lo que le ha pasado a Belicia. Es solo que… tenía que ayudarla, ¿comprendes? Si la hubieras visto allí… si hubieras visto lo que le habían hecho los bárbaros, en qué la habían convertido… No podía dejarla atrás. Sé que no te gusta que haga las cosa por mi cuenta, pero… toda mi vida ha consistido en sentarme junto a la ventana y esperar a que otros actuaran por mí. Y quería hacer algo por mi misma… por una vez.
Lobo no dijo nada. Viana continuo:
—Y no soy tan inútil como piensas. Algunas de las cosas que he hecho han servido para algo, aunque no lo creas. Mira, cuando estuve en Rocagrís me enteré de que los bárbaros se están movilizando para atacar los reinos del sur cuando llegue el invierno.
Lobo la miró fijamente, con un brillo acerado en sus ojos de halcón.
—¿Estás segura de eso?
Viana asintió.
—Los oí hablar de ello durante la cena. Estaban entusiasmados porque Harak por fin los hacía entrar de nuevo en acción.
—Eso significa que la paz que han firmado con los reyes del sur es papel mojado —reflexionó Lobo— y que, en tal caso, más de uno podría estar dispuesto a unirse a la rebelión.
—Eso es lo que pensé —asintió Viana, entusiasmada—. Pero espera, que eso no es todo: también sé por qué Harak es invulnerable. Se trata de un conocimiento que poseen los habitantes del Gran Bosque, incluido Uri. Los bárbaros, en realidad…
—Viana, no sigas por ahí —cortó Lobo—. La información que me has traído es muy valiosa, pero hay que saber distinguir los hechos reales de las historias fantásticas.
—Pero esto es real —protestó ella—. Uri me curó la herida, ¿no quieres verlo? Él dice…
—Viana, he dicho que ya es suficiente.
La joven calló, intimidada por le tono de voz de Lobo. El viejo caballero parecía enfadado, como si toda su paciencia se hubiera agotado.
—Pero… pero nosotros podemos… —intentó seguir, con cierta timidez; cerró la boca, sin embargo, cuando Lobo la miró lleno de ira.
—Tengo la sensación de que no has escuchado nada de lo que te he contado —dijo él—. Ya no hay un «nosotros». Le debía mucho a tu padre, pero te he enseñado a valerte por ti misma, y considero que mi deuda está saldada. Vete a jugar con tu amigo del bosque, piérdete en la espesura si quieres, pero déjame en paz. Por si no te ha quedado bastante claro: ya no eres parte de la rebelión. La lucha contra los bárbaros ya no te concierne.
—¡Claro que me concierne! —protestó Viana—. ¡Me han arrebatado mi vida entera y a todos los seres que amaba!
—En tal caso —replicó Lobo con frialdad—, lucha si quieres, pero hazlo por tu cuenta. Después de todo, eso es algo que se te da bien, ¿verdad? Vuelve al campamento y recoge tus cosas. Quiero que te marches antes del mediodía. Y llévate a Uri contigo. Preparamos una guerra y no tenemos tiempo para cuidar de él.
Y, con esas palabras, Lobo se levantó y se internó de nuevo en el bosque.
—Muy bien —masculló Viana, con los ojos llenos de lagrimas de dolor e ira—. Seguiré sola, pues. Encontraré la manera de matar a Harak, por muy indestructible que sea, y vengaré a mi padre y a todos los muertos de Nortia.
El Gran Bosqe fue testigo de su juramento, y las hojas de los árboles susurraron, movidas por una ráfaga del septentrión.
Del secreto que ocultaba el corazón del Gran Bosque y de lo que los bárbaros estaban haciendo allí.
Viana regresó al campamento sumida en hondas reflexiones. En el fondo pensaba que Lobo no hablaba en serio al echarla de allí, pero pensaba seguirle la corriente porque aquello convenía también a sus planes. Partiría con Uri al Gran Bosque para averiguar qué estaba sucediendo exactamente y volvería para entregar a los rebeldes el secreto de la imbatibilidad de Harak. Seguro que, para entonces, a Lobo ya se le habría pasado el enfado.
Por tanto, no valía la pena afligir a nadie diciendo que el caballero la había echado del campamento y que se marchaba para no volver.
Entró en su cabaña y recogió las cosas que necesitaría para el viaje. Cuando se echó su petate al hombro y salió de nuevo a la explanada, se encontró con Dorea, que volvía del río cargada con un balde de agua. La vieja nodriza se quedó mirándola.
—¿Os vais, mi señora? —preguntó.
—Voy a cazar —respondió ella; vaciló un momento antes de añadir—: Probablemente pase algunas noches fuera. Necesito… necesito pensar.
—Comprendo —asintió Dorea—. Niña —dijo tras una breve pausa, con voz algo más suave—, sabéis que lo que le ha sucedido a la dama Belicia no fue culpa vuestra, ¿verdad?
Viana inspiró hondo. Las palabras de su nodriza la habían impactado más de lo que esperaba, y parpadeó rápidamente, tratando de contener las lágrimas. No había hecho más que repetirse aquello desde la muerte de Belicia: que no había sido culpa suya, sino del malnacido que había disparado aquella flecha, apuntando a una chica inocente que escapaba de un destino cruel. Sin embargo, los remordimientos se habían instalado en el fondo de su corazón y lo agujereaban con mil espinas de fuego.
—Lo sé —contestó, quizá con más dureza de la que deseaba—. Pero era mi amiga. Es natural que lamente su muerte.
Su voz se quebró, y no fue capaz de seguir hablando. Volvió la cabeza con brusquedad y se alejó hacia el lugar donde Uri, sentado al pie de un árbol, parecía muy entretenido siguiendo con los dedos el dibujo de la corteza.
—Viana… —dijo Dorea, y la palabra terminó en un suspiro.
—Regresaré en unos días —dijo ella sin volverse—. Ah… —añadió, como si acabara de pensarlo en ese mismo instante—, y me voy a llevar a Uri. Creo que ya es hora de que le enseñe a cazar. Tiene que empezar a ganarse su sustento.
Dorea no dijo nada. Viana pensó en detenerse, correr hacia ella y llorar en su regazo, como hacía cuando era niña. Pero se armó de valor y siguió adelante.
Se reunió con Uri junto al árbol y se inclinó a su lado.
—Uri —le dijo en voz baja—, ¿estarías dispuesto a llevarme hasta el corazón del bosque? ¿Al lugar del que procedes, donde está tu gente?
Sintió que le temblaba la voz de emoción al decirlo. De pronto, todas las historias fantásticas que había oído sobre el Gran Bosque desde que era pequeña volvieron a cobrar vida en su imaginación. «Al lugar donde los árboles cantan», pensó.
—Sí, Viana —respondió él, poniéndose en pie de un salto; parecía tan excitado como ella—. Vamos.
La joven asintió.
—Vamos —corroboró.
Uri siguió a Viana a través del claro. No pareció preocuparlo el hecho de que ella no se despidiese de nadie.
Por allí cerca estaba Airic, practicando con el arco junto a uno de los soldados, pero Viana no le dijo nada; seguramente el muchacho estaría dispuesto a seguirla hasta donde fuera necesario, y ella no podía permitir que se pusiera de nuevo en peligro por su causa.
Se detuvieron un momento junto a la tumba de Belicia.
Viana contempló el montón de tierra bajo el que reposaba el cuerpo de su amiga. Apretó los dientes y juró:
—Echaremos a esos bárbaros de Nortia, Belicia. Te lo prometo.
Después, se puso en marcha sin mirar atrás una sola vez.
Uri la siguió.
La primera jornada de la expedición no fue muy diferente de un día de caza corriente. La mayor parte del recorrido discurría por terreno ya explorado.
Uri y Viana no hablaron mucho aquella mañana. La presencia del chico del bosque reconfortaba a la muchacha, pero ella no podía permitirse distracciones. Sentía que tenía por delante una misión vital para el futuro de su tierra, y quería estar a la altura. Sabía que era la segunda vez que emprendía aquel viaje; ahora partía con la sombra de su primer fracaso aleteando a su espalda, y la certeza de que nadie la creería si les contaba la historia de Uri y su milagroso poder curativo. No; estaba sola en aquella empresa. Y, sin embargo, no podía volver con las manos vacías: tenía que regresar con el secreto de Harak antes de que Lobo y los suyos se enfrentaran a él.
Por su parte, Uri también había adoptado un aspecto grave que no era propio de él. Viana ignoraba si el muchacho había recuperado totalmente la memoria o solo algunos fragmentos; lo que sí parecía claro era que estaba resuelto a conducirla hasta el lugar de donde había venido porque debía salvar a su pueblo de los bárbaros.
Tenía una fe ciega en ella y, aunque Viana no estaba tan segura de poder ayudarlo, sí tenía claro que al menos iba a intentarlo. Por otro lado, era la única que había escuchado a Uri y había tomado en serio sus comentarios sobre la gente del bosque.
Claro que también era ella la única que estaba al tanto de lo que él era capaz de hacer. Viana se preguntaba por qué la había escogido Uri entre todos los demás. Quizá porque estaba enamorado de ella o quizá porque pensaba realmente que podía ayudarlo. Viana no lo sabía, pero no le importaba. El caso era que Uri confiaba en ella para salvar a los suyos, y la joven no quería decepcionarlo.
Preocupados en estos asuntos, ambos parecieron olvidar el sentimiento que los unía y que acababan de descubrir. Sin embargo, de vez en cuando intercambiaban miradas, sonrisas cómplices y roces que hacían que el corazón de Viana latiera más deprisa.
Aquella noche, sentados junto al fuego, aunque no demasiado cerca —incluso después de todo el tiempo que había pasado en el campamento, Uri seguía manteniéndose a una prudente distancia de las hogueras—, Viana se recostó junto a él y cerró los ojos con un suspiro al sentir su brazo rodeando su cuerpo. Tomó la mano de él para acariciar sus dedos, y se sorprendió al hallar en su palma una cicatriz reciente.
—¿Cómo te has hecho este corte, Uri? —preguntó, preocupada—. Tiene un color muy feo.
Uri retiró la mano.
—No pasa nada —respondió con rapidez—. Yo curo.
Viana supuso que tenía que creerlo; después de todo, ella misma había sido testigo de sus habilidades. Decidió, pues, cambiar de tema:
—Háblame de tu gente —le pidió—. ¿Son todos como tú?
Recordaba que, en cierta ocasión, el muchacho le había dado una respuesta contradictoria, del tipo «sí pero no» o algo parecido. Sin embargo, aquello había sucedido tiempo atrás. Cuando Uri apenas sabía hablar.
La desconcertó, por tanto, el hecho de que él adoptara una actitud reservada.
—Yo soy como ellos —dijo solamente; parecía apenado, y a Viana incluso le pareció detectar un breve destello de rabia en el fondo de sus ojos verdes. Pero el muchacho no quiso explicar más. Y Vania no continuó preguntando, aunque no podía evitar sentirse intrigada.
Durante la jornada siguiente trató de sonsacarle, pero Uri se mantuvo inescrutable. Viana empezó a preocuparse.
¿Qué era lo que tenía que ocultar? ¿Qué encontraría en el corazón del bosque?
La joven tenía muchas preguntas y, de pronto, a Uri ya no le interesaba dar respuestas. Resultaba frustrante.
«Se cuentan muchas historias sobre el Gran Bosque y necesito estar preparada». Confió, sin embargo, en que a lo largo del viaje Uri se relajaría un poco al respecto y se animaría a confiar en ella.
No fue así. A medida que avanzaban a través del bosque, el muchacho parecía mostrarse más tenso y nervioso.
«Algo terrible debe de haberle sucedido allí», pensó Viana.
Recordó los comentarios de Uri acerca de los bárbaros, e imaginó al punto un escenario posible que explicaba la historia del chico del bosque, desde el principio hasta el final: probablemente, los esbirros de Harak habían llegado hasta el pueblo de Uri en busca del manantial de la eterna juventud, o lo que fuera que usaran para curar a los suyos de forma tan espectacular, y les habrían arrebatado su secreto de forma violenta, quizá matándolos a todos y destruyendo el lugar. Uri había conseguido escapar para pedir ayuda en el mundo civilizado, pero las traumáticas experiencias sufridas le habían hecho perder la memoria. Poco a poco estaba recobrándola, y en su interior se debatían ahora dos sentimientos: por un lado, el urgente deseo de regresar a su tierra para ayudar a su gente; por otro, el terror que le provocaban los recuerdos que había ido recuperando. Cuando llegó a esta conclusión, Viana no pudo evitar sentir que la inundaba una nueva oleada de amor y admiración hacia el muchacho del bosque. Se había enfrentado a los bárbaros, había escapado de ellos… y ahora regresaba para plantarles cara.
Igual que había hecho ella.
Viana tomó la mano de Uri, la apretó con fuerza y le dedicó una radiante sonrisa para mostrarle su apoyo.
Quizá, cuando llegaran a su destino, se encontrarían con un poblado arrasado o, en el mejor de los casos, gobernado por los bárbaros. Quizá ella tuviera que ser fuerte por los dos.
De modo que no volvió a preguntarle al respecto, cosa que pareció relajar a Uri. Y los dos se concentraron en el viaje que tenían ante ellos. Viana trató de enseñar al chico a cazar, y pronto descubrió que no se le daba mal.
También tenía un instinto especial para moverse por el bosque. La muchacha recordó cómo había sido su primer viaje a través de la espesura y la forma en que Uri parecía tropezar constantemente con sus propios pies, y se alegró de ver que el chico recuperaba la memoria rápidamente, y que sus capacidades regresaban con ella. Era imposible, se dijo, que alguien que procedía del corazón de un inmenso bosque no supiera cómo desenvolverse en él.
Al igual que la primera vez, la floresta fue volviéndose más frondosa e intricada a medida que iban avanzando. Aunque el paisaje era cada vez más extraño para Viana, Uri parecía reconocer más elementos cada día: se detenía para acariciar la corteza de un nudoso árbol con una abierta sonrisa; se agachaba para posar la mano sobre una raíz musgosa; alzaba la cabeza para contemplar el hermoso tapiz formado por las hojas de los árboles… todo en su actitud indicaba que comenzaba a encontrarse en casa.
Así, una mañana llegaron al río donde se habían conocido, varios meses atrás.
Ninguno de los dos dijo nada. Solo se detuvieron junto a la orilla y contemplaron, con las manos entrelazadas, la roca sobre la que Viana había encontrado a Uri inconsciente. Tras un instante de silencio, cruzaron una mirada y sonrieron.
Y se besaron tierna y apasionadamente. Decidieron acampar allí aquella noche.