Todo estaba listo para la partida. Una vez tenía el coche en marcha, no era aconsejable apagar el motor, dado el estado del mecanismo de encendido. Un grupito de lugareños había venido a despedirme. Los dowayos sonreían vagamente y movían los pies; Barney, el perro, agitaba la cola; Jon y Jeannie trataban de no reírse mientras calculaban las posibilidades que tenía de llegar a N'gaoundéré. Agité la mano, accioné el cambio de marchas y me alejé de los montes donde había pasado tantos meses inmerso en tan extraña tarea. Toda separación te deja una sensación de vacío, un ligero regusto de soledad cósmica. Resulta difícil no empezar a olvidar de inmediato que el estudio de campo consiste fundamentalmente en un aburrimiento, una soledad y una desintegración mental y física intensos. Sobre tu memoria desciende una neblina dorada, los salvajes se vuelven más nobles, el ritual más impresionante, el pasado se reestructura para conducir inexorablemente a algún gran propósito del presente. Sólo gracias al diario que no dejé de escribir sé ahora que el sentimiento que experimentaba entonces era fundamentalmente de histérica alegría por haber terminado con el país Dowayo.
Por supuesto, el viaje no había terminado aún. El coche, por ejemplo, había adquirido una nueva característica; ahora recogía toda la lluvia que caía sobre la carrocería y la canalizaba por unos conductos para rociar con ella a los pasajeros. Con todo, llegué hasta N'gaoundéré, donde invertí las dos semanas siguientes en intentar mandar un baúl de vasijas. Ya estaba preparado para ver que ello se consideraba una afrenta contra el orgullo nacional camerunés y un asunto que exigía la intervención de siete grupos distintos de funcionarios.
Pero llegó el día de despedirme de mis amigos de la misión, sin los cuales simplemente no habría podido realizar mi trabajo. Antes de subir al avión, Matthieu me pidió un último «préstamo».
Camerún se guardaba todavía una última carta. Hube de pasar la noche en el puerto de Douala, donde la única comida que tomé bastó para producirme un violento ataque de los vómitos y la diarrea que dan fama a esa ciudad. Mi único consuelo era que disponía de wáter y de bidet, de modo que podía eludir esa agonizante elección que imponen los cuartos de baño ingleses. A la mañana siguiente, prácticamente tuvieron que subirme al avión.
La mayoría de los viajes por avión son incómodos, bestiales y largos. La última etapa de mi estudio de campo lo fue todavía más debido a que tuve que sentarme tieso como un palo mientras tomaba sorbitos de agua de Vichy como una solterona y me concentraba en los saltos que me daba el estómago, todo esto amenizado por lo que pretendía ser una película francesa a todo volumen. Entre tanto, el Sahara se iba deslizando debajo.
Fue entonces cuando tuve la brillante idea de quedarme en Roma, donde debía cambiar de avión. En mi cabeza se había formado una beatífica imagen de una habitación tranquila y fresca con sábanas ligeramente almidonadas. La sombra de un árbol frondoso se proyectaría sobre la cama y quizá habría también una relajante fuentecilla.
Una vez en tierra, me di cuenta de que no podía llevar solo mi equipaje y tuve que dejarlo en la consigna, donde contemplé cómo mis valiosísimas notas y cámara fotográfica desaparecían en unas abismales fauces con cierto escepticismo sobre su reaparición y sin acabarme de creer que hubiera sido tan lunático como para separarme de ellas. En la mano sujetaba con fuerza mi vestuario, tan maltratado por África. Los pantalones que me había regalado la esposa de mi misionero despertaban la curiosidad de los elegantes romanos. Mis ojos desorbitados y mi macilento color hacían que los
carabinieri
me siguieran con la mirada.
Encontré una habitación. Era calurosa y ruidosa, todas las bombillas zumbaban y el precio simplemente obsceno. Guardaba la debida proporción entre lo real y lo imaginado. Me dispuse a dormir.
Una de las diferencias que suele pasar desapercibida entre una aldea africana y una ciudad europea es el transcurso del tiempo. A alguien habituado al rítmico pulso de la vida agrícola, en que se piensa por estaciones y los días carecen de nombre, le parece que los urbanícolas pasan ante sus ojos llevados por un frenesí de empeños frustrados. Me puse a andar por las calles de Roma como un hechicero dowayo cuya etérea lentitud sirve para separar la tarea ritual que desempeña de las actividades cotidianas. Las cartas de las cafeterías ofrecían tantas posibilidades que me veía incapacitado para enfrentarme a ellas; la inexistencia de alternativas que se daba entre los dowayos me había desposeído de la facultad de tomar decisiones. Estando en África soñaba con darme festines; ahora vivía a base de bocadillos de jamón.
Puesto que me habían advertido repetidamente que me iban a robar, agredir y timar por la calle, procuraba no llevar nunca encima más que el dinero justo para los bocadillos de jamón, de modo que apenas me sorprendí cuando, al regresar al ruidoso hotel, vi que habían forzado la puerta de mi habitación arrancando las bisagras y se habían llevado todas mis posesiones; billete de avión, pasaporte, dinero e incluso los restos de mi vestuario dowayo habían desaparecido sin dejar rastro. La dirección declinó con firmeza toda responsabilidad. Mi capacidad africana para enfurecerme y gritar fue muy admirada, pero no cambió las cosas. Una rápida revisión del bolsillo que me quedaba intacto reveló que lo único que tenía en el mundo era una libra esterlina. En tales circunstancias, el paso siguiente es bastante obvio. Me fui a un bar y, prescindiendo de los bocadillos de jamón, pedí una cerveza y me puse a reflexionar sobre mi situación. El propietario era un inquisitivo grandullón. Pronto averiguó mi nacionalidad, mi profesión y mi estado civil, me enseñó una manoseada fotografía de su numerosa y amada prole y me contó que había sido prisionero de guerra en Gales. Las chicas de allí, afirmó tímidamente, eran muy apasionadas. Sin darme cuenta me encontré contándoselo todo.
—¿Así que no tiene ni dinero ni billete ni pasaporte? —resumió en un extraño acento romano-céltico. Yo asentí—. Entonces le dejo diez mil liras.
Lanzó unos billetes sobre la barra y yo pedí un bocadillo de jamón. En mi estado de estupefacción, tan increíble generosidad no me parecía menos lógica que el desastre que la había precedido. Volví a meter la marcha del trabajo de campo.
Mi benefactor llamó a la embajada británica mientras yo me resistía a tener ningún otro contacto con personas de esa índole, imaginándome un interminable recorrido por Roma a la caza y captura de los documentos sellados para que me fueran arrebatados por unos
ragazzi
antes de que pudiera llegar al avión. Estaba todo arreglado. Primero tenía que ir a la policía a presentar una denuncia y luego la embajada dispondría lo necesario para mi repatriación. Sólo con oír esa palabra me imaginé que me trasladarían a casa encadenado.
En la comisaría de policía se congregaba una vasta horda de turistas ultrajados, desesperados y desolados de todas las nacionalidades que, por lo visto, habían sufrido las toscas atenciones de la juventud romana. No sé por qué, los británicos eran pacientemente seleccionados por un policía aburrido y frío y colocados en una habitación con los alemanes. Los franceses eran asignados, observamos con rabia, a una estancia que no sólo era más grande sino también más fresca. Un hombre con un marcado acento de Bradford se dirigió a todos nosotros:
—Es por Beryl por quien me sabe mal —anunció—. Es mi esposa —añadió señalando a una recatada matrona vestida de tweed—. No podía salir del camping, pero pensaban que estaba haciendo la carrera. Venga a acercársele hombres tocando la bocina. A uno tuvo que arrojarle ciruelas. —Lo miramos intrigados—. Luego dos pillastres empezaron a seguirnos en moto, rompieron la ventanilla trasera del coche con un martillo y se nos llevaron las maletas delante de nuestras narices.
Los alemanes exigieron la traducción pensando que se les ocultaba algún secreto importante. Yo intenté explicárselo pero tuve que dejarlo porque parecía que procedían de una parte del Tirol donde las vocales no existían.
Saciado de bocadillos de jamón, volví a la marcha de estudio de campo hasta que, finalmente, me condujeron a un despacho situado en un profundo subterráneo donde me interrogó un policía.
—¿Le han robado en la estación?
—No, en el hotel.
Emitió un gruñido y tomó nota.
—¿Qué le han quitado?
Enumeré mis posesiones.
—¿Cuánto dinero tenía?
—Unas cien libras esterlinas.
Se fue arrastrando los pies.
Seguidamente apareció otro policía y, sin dar ninguna explicación, depositó a un hombre esposado, de ojos desorbitados e increíblemente peludo, en la silla de al lado de la mía y se marchó. El hombre se inclinó hacia adelante y me clavó una mirada enloquecida. Ambos sabíamos que en cuanto bajara la vista se me echaría encima. Siguió mirándome. Yo le sostuve la mirada. Ninguno de los dos hablamos. Al cabo de una eternidad reapareció mi policía y, haciendo como si no advirtiera la presencia del otro, me entregó una declaración para que la firmara. El elegante italiano empleado en ella no era difícil de entender. Declaraba categóricamente que me habían robado mil libras en la estación. Con la sensación de que ya había pasado por cosas peores que aquélla, firmé sin remordimiento alguno.
Hecho esto, me encontraba ya en disposición de asaltar la embajada, donde hallé otra banda de turistas afrentados atendidos por una grave y estricta funcionaria que estaba echándole un sermón a una jovencita muy sucia de andrajosos tejanos.
—Ya es la tercera vez que te roban en la estación. No podemos seguir dándote pasaportes. Voy a telefonear a tus padres. —La descarriada hizo una mueca de desdén—. Les da lo mismo, ¿verdad? —La funcionaria frunció los labios en un gesto de desaprobación—. ¿Quién ha sido esta vez?
—Es que conocimos a dos chicos que…
La rígida dama la interrumpió con un gesto de la mano.
—Voy a llamar a tus padres. Espera aquí.
Partió dejándonos a todos con una mezcla de comprensión, vergüenza y curiosidad. La muchacha nos miró desafiante. El que estaba delante de mí le dijo algo y ella se rió. Fueron a sentarse junto a la ventana mientras yo me retiraba nuevamente a mi estado de muerte aparente. Al fin regresó la estricta funcionaria.
—Ven aquí. He acordado con tus padres que te vamos a pagar el billete de regreso a Inglaterra, pero no puedo permitir que te quedes aquí ni un día más. Saldrás mañana mismo.
Todos nos pusimos en tensión, percibiendo que la aludida no era ninguna dulce violeta que aceptara pasivamente semejante tratamiento.
Para nuestra sorpresa, sonrió tiernamente.
—No se preocupe. Este mes me ha invitado a su yate —dijo señalando al hombre que había estado hablando con ella. Y se marcharon juntos acompañados por nuestro atronador aplauso silencioso.
Mi caso fue mucho más rutinario. Sin que se me concediera otra cosa que una mirada de repugnancia dirigida a mis pantalones y un respingo de desaprobación, me extendieron el pasaje. Naturalmente, tomé la precaución de ajustar mi versión de los sucesos a la que contenía la declaración.
Así pues, dieciocho meses después de mi partida, llegué a Inglaterra con un par de pantalones rotos, siete sucias libretas de apuntes sobre África occidental, una máquina de fotos llena de arena y una denuncia en italiano. Había perdido dieciocho kilos, mi piel había adquirido un color marronáceo y tenía los globos oculares de un tono amarillo fuerte. De esta guisa hice frente al funcionario de inmigración.
—¿Pasaporte?
—Me temo que lo he perdido. —Le entregué la denuncia en italiano y él entrecerró los ojos—. Pero… ¿es usted inglés, señor?
—¿Cómo? Ah…, sí, sí.
—Entonces estará usted dispuesto a firmar una declaración a tal efecto.
—Desde luego.
—Muy bien. Pase usted. —Me hizo una seña con el brazo. No podía ser tan fácil. Me esperaba una trampa. Lo miré desconfiado.
—¿Quiere decir que no tengo que gritar, amenazarlo ni ofrecerle dinero?
—Pase usted.
La paradoja del viajero espacial einsteiniano es una de las que más ha dado que pensar a los matemáticos. Después de recorrer el universo a gran velocidad durante unos meses, regresa a la Tierra y descubre que en realidad han transcurrido décadas enteras. El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un periodo de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresar y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar un débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia.
Además, resulta ciertamente insultante comprobar lo bien que funciona el mundo sin uno. Mientras el viajero ha estado cuestionando sus creencias más fundamentales, la vida ha seguido su curso sin alteraciones. Los amigos siguen coleccionando cazuelas francesas idénticas y la acacia del fondo del jardín sigue creciendo espléndidamente.
El antropólogo que regresa a casa no espera una bienvenida de héroe, pero la frialdad de algunos amigos parece excesiva. Una hora después de llegar me telefoneó un conocido para decirme sucintamente:
—Oye, no sé dónde has estado, pero te dejaste un jersey en mi casa hace casi dos años. ¿Cuándo vas a venir a recogerlo?
Uno se queda con la vana sensación de que tales preguntas no son dignas de un profeta que retorna a su tierra.
Una extraña sensación de distanciamiento se apodera de uno, no porque las cosas hayan cambiado sino porque uno ya no las ve «naturales» o «normales». «Ser inglés» le parece a uno igual de ficticio que «ser dowayo». Se encuentra uno hablando de las cosas que les parecen importantes a los amigos con la misma seriedad indiferente con que se puede hablar de brujería con los indígenas. El resultado de esta falta de integración es una sensación creciente de inseguridad reforzada por el gran número de blancos presurosos que uno encuentra a cada paso.
Todo lo relacionado con las compras resulta dificilísimo. Ver los estantes de un supermercado repletos de alimentos produce una nauseabunda aversión o un estremecimiento de impotencia. Yo o bien daba tres vueltas a la tienda y luego abandonaba todo intento de decidir, o bien me compraba grandes cantidades de los artículos más lujosos y salía muerto de miedo de que me los quitaran.