—Si asomáis la nariz en un casino, apuesta cien pavos por la victoria de Irlanda contra Alemania en eso que vosotros os empeñáis en llamar fútbol.
—Lo siento, Aiden. Ya sabes que yo nunca apuesto. Si gano, podría agotar toda mi suerte.
Tyler colgó el teléfono y contempló a Dilara con curiosidad. ¿Qué relación tenían aquella preciosa arqueóloga, el arca de Noé y las muertes de un ingeniero y una famosa estrella del cine? Era una pregunta que jamás había pensado que llegaría a plantearse. La respuesta debía de ser incluso más asombrosa que la pregunta.
—Doctora Kenner, actúas como un imán para los problemas —la acusó con una sonrisa antes de guiñarle un ojo. Ella sonrió a ambos.
—Entonces parece que estoy en buena compañía.
—Hablad por vosotros —dijo Grant—. Yo más bien me tengo por un perturbador.
—Doy fe de ello —dijo Tyler.
El rugido ahogado de las palas del helicóptero penetró las paredes. Tyler miró por la ventana y vio el Super Puma de proa a la pista de aterrizaje. Contuvo el aliento, esperando ver humo negro saliendo de la turbina del aparato, pero éste descendió sin problemas. No pensó que fueran a hacer saltar por los aires otro helicóptero, pero se sentiría mucho mejor cuando llegasen a salvo a Terranova.
—Aquí está nuestro vuelo —anunció—. Ha llegado la hora de cambiar de escenario.
Mientras se dirigían al helipuerto, Tyler hizo una última llamada telefónica para cambiar el plan de vuelo del reactor privado y hacer escala en Las Vegas, donde debía de esperarlos un jeep. Quería ver con sus propios ojos el lugar donde se había estrellado el avión de Hayden.
Las noticias del fracasado intento de asesinato de Dilara Kenner y Tyler Locke no llegaron a oídos de Sebastian Ulric hasta la noche siguiente. Había pasado el domingo en el vuelo de regreso de Los Ángeles para inspeccionar su complejo turístico de Isla Orcas, en las Islas San Juan, frente a la costa del estado de Washington. La isla, de ciento cincuenta kilómetros cuadrados, servía de hogar a cuatro mil quinientas personas y era un centro turístico muy concurrido, lo que suponía que las visitas al complejo de Ulric circularían sin llamar la atención.
Comió con Svetlana Petrova en la terraza de la mansión del complejo, donde ambos disfrutaron de la fresca brisa de octubre, un lujo que tan sólo podría darse una semana más. Ella vestía un
top
escotado y minifalda, prendas que mostraban sin recato sus encantos. Apenas recordaba a la ejecutiva por la que se había hecho pasar cuando envenenó a Sam Watson. Ulric deseó que se hubiera encargado ella de seguir a Dilara Kenner desde el aeropuerto de Los Ángeles y de matarla. Petrova no habría dejado el trabajo a medias.
El edificio donde comían era uno de los cinco que se alzaban en las ciento sesenta hectáreas de que constaba la propiedad. Un tupido pinar circundaba el complejo.
Dan Cutter se hallaba sentado, la espalda erguida, en una silla situada en el extremo opuesto de la mesa. No comió, tan sólo tomó sorbos de un vaso de agua. Petrova escuchó en silencio la conversación. Ulric la había conocido cuando introducía productos farmacéuticos de contrabando en el mercado negro de Moscú, a sueldo de la mafia rusa. La libró de aquella vida y se la llevó a Estados Unidos. Sus padres fueron científicos nucleares que murieron de resultas del desastre de Chernóbil, razón por la que compartía la visión de Ulric de un mundo mejor.
—¿Por qué tardasteis tanto en notificármelo? —preguntó el líder del Nuevo Mundo.
Visiblemente incómodo, Cutter se rebulló en su asiento.
—El agente encargado no quiso dar las malas noticias hasta que se confirmase que ambos habían sobrevivido.
—¿Cómo se llama?
—Gavin Dane. Asegura que nuestro hombre encargado de infiltrarse en la plataforma fue reducido cuando instalaba la termita TH3 en las barcas de salvamento. Locke debió de descubrir las bombas que colocamos y las introdujo en una de las barcas.
—El bueno del viejo Tyler, tan ingenioso como siempre. Tu hombre debió enviar a bordo a más de un agente.
—Pensó que el sigilo era más importante que la fuerza.
—¿Le advertiste de lo inteligente que es Tyler?
—Sí, pero era él quien tomaba las decisiones sobre el terreno. Fue decisión suya.
—Entonces es un idiota y un negligente, dos características que no queremos que nos acompañen al Nuevo Mundo.
—Estoy de acuerdo.
—Primero Barry Pinter deja escapar una oportunidad clara de acabar con Dilara Kenner a la salida del aeropuerto, y ahora esto. Dos errores graves en tres días. No estoy habituado a este porcentaje de fracasos. Sobre todo cuando estamos a punto de culminar la tarea. ¿Se han producido más filtraciones, aparte de la de Sam Watson?
—No. Por lo visto, era el único que estaba al corriente.
—Aun así, no podemos permitir que a nuestra gente se le meta en la cabeza la idea de que puede echarse atrás a estas alturas. No todos tendrán el coraje de seguir adelante. A menos, claro está, que los estimulemos como es debido.
La madre de Ulric había fallecido joven, pero fue ella la responsable de inculcar en su hijo la determinación y un aire de superioridad moral, asegurándole hasta el momento de su muerte que su intelecto sin par constituía una señal divina de que estaba destinado a alcanzar la grandeza.
El padre de Ulric, insensato y borracho, tan sólo le hizo un obsequio, y fue para demostrarle el valor de la disciplina.
—¿Qué tienes en mente? —quiso saber Cutter.
Ulric tenía el método adecuado. Se levantó con brusquedad y susurró algo a Petrova, que sonrió para dar su conformidad al plan, inclinando al mismo tiempo la cabeza. Le dio un beso largo, se levantó y entró en la casa.
—Acompáñame —dijo Ulric a Cutter—. Que Olsen se reúna con nosotros en la sala de observación.
Descendió la escalera de la terraza bajo el cielo nublado, tropical, que imperaba aquel día en el Pacífico noroeste. La casa, una imponente mansión estilo Tudor, era empleada para albergar a los nuevos discípulos de su organización religiosa. Junto a ella había un hostal que servía de vivienda a los doscientos cincuenta trabajadores de la propiedad. Los otros tres edificios eran estructuras idénticas de planta cuadrada, quince metros de altura y noventa de ancho y largo. Estas modestas construcciones parecían hangares de avión, pero los únicos aparatos de toda la finca eran los tres helicópteros alineados en el helipuerto situado a la salida del complejo. En el puerto de Massacre Bay había un largo embarcadero lo bastante amplio para la carga y manipulación de cualquier pertrecho que pudiese necesitar.
Anduvo hacia uno de los edificios con forma de hangar y franqueó la puerta, donde fue recibido por un guardia en una antecámara de pequeñas dimensiones. El hombre estaba sentado a un escritorio que había tras un ventanal de cinco centímetros de grosor a prueba de balas. Ulric puso la mano en el escáner biométrico.
Cuando se encendió la luz verde, el guardia asintió y esperó a que el líder pronunciara la contraseña que cambiaban semanalmente. Nadie, ni siquiera Ulric, tenía permitida la entrada sin dar la contraseña. Había dos distintas, ambas generadas aleatoriamente: una de las contraseñas era segura, la otra servía para alertar al guardia de que sus acompañantes lo estaban amenazando. En ese caso, el hombre permitiría la entrada de Ulric, y después ejecutaría de un tiro en la cabeza a su acompañante cuando se dispusiera a franquear la puerta.
Aquella semana, «cielo» era la palabra de advertencia.
Ulric pronunció la contraseña correcta: «reflector».
La puerta de acero se abrió. Él y Cutter pasaron de largo junto al escritorio hasta una encrucijada de cuatro caminos. A izquierda y derecha, al final de los veinte metros de pasillo, se hallaban las puertas de las escaleras de emergencia. Delante de ambos estaba la puerta que llevaba al almacén. Ulric caminó a la derecha y se detuvo ante el interruptor de los dos ascensores. Cuando lo presionó, la puerta de la izquierda se abrió de inmediato. Cutter y él entraron en el ascensor.
En el panel de control figuraban siete plantas, todas ellas subterráneas, además de la planta de entrada. Ulric insertó una llave y la giró. Se encendió una pantalla táctil e introdujo un código. Las puertas del ascensor se cerraron, y ambos descendieron en silencio hacia la quinta planta, a la que únicamente podían acceder unos pocos escogidos. Al cabo de unos segundos se abrieron las puertas a un vestíbulo sobrio y blanco, que desembocaba en treinta metros de corredor, además de dos pasillos de unos veinticinco metros a ambos lados, idénticos a los que había en la planta de acceso. Los siete pisos de las instalaciones subterráneas compartían la disposición en forma de te, con escaleras en los extremos este, oeste y norte.
Ulric recorrió el largo pasillo y se detuvo ante una puerta doble que había a media altura. Cuando la franqueó, se vio en un recibidor que daba a otro par de puertas que se abrieron a una sala que terminaba en un ventanal de cinco metros de largo. Había un tablero de mandos bajo la ventana. La sala se destinaba a la segura observación de los efectos de sus experimentos.
Howard Olsen, uno de los operarios de seguridad de Cutter, compañero y veterano de su paso por el ejército, se puso firmes cuando el líder del Nuevo Mundo entró. Era uno de los reclutas típicos de Cutter, un idealista religioso que se había enrolado en uno de los grupos de creyentes más clandestinos y fanáticos de las fuerzas armadas. Al igual que el resto de los soldados que Cutter había escogido para Ulric, Olsen tenía poca esperanza en el futuro de la humanidad después de lo que había visto en Irak y Afganistán, así que se había unido de buena gana a la Iglesia de las Sagradas Aguas cuando fue expulsado sin honores del ejército por haberse excedido en combate tras asesinar a dos civiles supuestamente inocentes. Ulric sabía bien que nadie es inocente.
—Olsen, tienes que escuchar esto —dijo.
El hombre no respondió. Como todo buen soldado, sólo respondía a una pregunta directa.
—¿Acuántos crees que podríamos meter aquí? —preguntó Ulric a Cutter.
Este miró en torno de la sala de observación.
—Veinticinco, por lo menos.
—Es suficiente. Ha habido muchos errores y demasiadas lealtades se han visto comprometidas. Vamos a hacer una demostración.
—¿De qué?
Al ver que Ulric miraba la ventana, Cutter se volvió hacia allí. A juzgar por su expresión, había caído en la cuenta de qué se proponía su líder.
—Sam Watson ha muerto —dijo Ulric—, pero aún tenemos a Gavin Dane y Barry Pinter. Se mostraron negligentes y suponen un riesgo para nuestras operaciones futuras. Quiero que vengan inmediatamente.
—¿Quién lo observará? —preguntó Cutter.
—Trae a todo el mundo que esté al corriente del plan. Tienen que comprender qué podría sucederles a ellos y a sus cónyuges si decidieran echarse atrás a estas alturas.
Todos sus acólitos estaban dispuestos a morir por la causa, pero la mayoría tan sólo sabía que un maravilloso Nuevo Mundo daría comienzo en cinco días y que habían sido escogidos para formar parte de él. Por razones de seguridad, tan sólo un grupo selecto estaba al corriente de lo que realmente significaba ese Nuevo Mundo. Sam Watson había demostrado que podía producirse una brecha en las estrictas medidas de seguridad que rodeaban al proyecto.
Ulric se volvió hacia Olsen, que parecía confundido. No formaba parte de ese grupo escogido de personas.
—Pinter y Dane morirán en la sala que hay tras la ventana por no cumplir con la misión que se les encomendó. Ahora tengo una misión para ti. He descubierto que Tyler Locke se dirige a Seattle. Ha alterado sus planes de viaje, por tanto sospecha algo. No sé de qué se trata, pero a estas alturas no creo que sepa gran cosa. Sin embargo, es hombre de recursos, y con el tiempo averiguará más. Tu misión consiste en asesinarlo.
—Sí, señor —dijo Olsen—. Entendido, señor.
—Quiero asegurarme de haberme expresado con total claridad. No quiero volver a verte hasta que Tyler haya muerto, porque si no tú serás el siguiente en entrar en esa sala. Y lo que sucede ahí dentro es mucho peor de lo que podrías llegar a imaginar. O muere Tyler, o mueres tú. ¿Comprendido?
Por primera vez, el férreo comportamiento de Olsen experimentó una sacudida. Echó un vistazo a la sala vacía y se humedeció los labios.
—Entendido, señor. Locke es hombre muerto.
El reactor Gulfstream de Gordian partió de Saint John, en Terranova, a la una de la madrugada, hora local, treinta minutos después de que tomase tierra el helicóptero procedente de la Scotia One. Aunque había plazas para doce personas, Tyler, Dilara y Grant eran los únicos pasajeros. Debido a que los lugares de actuación de Gordian se hallaban a menudo en puntos remotos del planeta, la empresa mantenía tres de esos reactores. Las facturas que extendía la organización cubrían de sobra su uso, por no mencionar el hecho de que la compañía los había adquirido en una subasta pública del Gobierno, que había confiscado los aparatos a traficantes de drogas.
Grant se había quedado dormido nada más despegar y, a pesar de haber echado una siesta en el helicóptero, a Tyler se le cerraban los ojos. Dilara estaba despierta. Acababa de salir del aseo del avión, donde se había puesto la chaqueta, la blusa, los vaqueros y las botas que Tyler había encargado para ella y que encontraron aguardándola en la pista. Quiso hacerle alguna pregunta más antes de quedarse dormido.
—Gracias por la ropa —dijo ella—. Con ese mono me sentía como si estuviera en prisión.
—No creo que nadie te confunda por una presa fugada, pero coincido en que esta ropa te sienta mejor.
—Tampoco te he dado las gracias por el rescate en la barca de salvamento. Por lo que he sabido, fue idea tuya.
—Sí, ya ves que a veces mis ideas más locas se ven coronadas por el éxito.
Ella volvió la cabeza hacia el asiento que ocupaba Grant e hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Pero ¿cómo se las ingenia para dormir así después de lo sucedido?
—Es un viejo axioma del ejército —respondió Tyler—. Duerme cuando puedas, porque nunca se sabe cuándo tendrás ocasión de volver a hacerlo. En cierta forma es como si estuviera adelantando sueño.
—Adelantando sueño. Ya me gustaría a mí ser capaz de eso.
—Tendrías que intentarlo. Nos esperan ocho horas de vuelo. Pero antes, ¿qué te parece si charlamos?