La lógica sugería que el recuerdo de ese nuboso mundo joviano y del calamar aéreo era un delirio febril, que me había teleyectado aquí después de escapar de Vitus-Gray-Balianus B y que todo lo demás era un sueño. Pero estaban los restos de la vela desplegada en la noche húmeda. Y estaba la vividez de mis recuerdos. Y estaba el hecho lógico de que la lógica no funcionaba en esta odisea.
El viento sacudió el árbol. El kayak roto resbaló en su precario nido de frondas y ramas destrozadas. Mi pierna rota me asestaba puñaladas de dolor.
Comprendí que sería mejor aplicar cierta lógica a la situación. En cualquier momento el kayak patinaría, o las ramas se partirían, y toda la masa de fibra de vidrio astillada, varillas de nailon y harapos de vela se precipitaría a la oscuridad, arrastrándome a mí con mi pierna rota. A pesar de los relámpagos, que ahora estallaban con menos regularidad, dejándome en esa oscuridad húmeda, no veía nada debajo de mí excepto más ramas, tinieblas y gruesos troncos grisáceos que se anudaban en una estrecha espiral. No reconocía ese tipo de árbol.
¿Dónde estoy? Aenea, ¿adonde me has enviado?
Ahuyenté ese pensamiento. Era casi una plegaria, y no incurriría en el hábito de rezarle a la niña con quien había viajado, a quien había protegido, con quien había cenado y discutido durante cuatro años.
Aun así,
pensé
, podrías haberme enviado a lugares menos difíciles, pequeña. Si es que podías escoger, digo.
El trueno rugió pero no estalló ningún relámpago que iluminara la escena. El kayak se movió y se inclinó al ladearse la rama rota. Busqué con los brazos la rama gruesa que había visto durante los destellos anteriores. Había ramas partidas por doquier, tallos astillados y apilados como navajas, y los bordes dentados de las frondas mismas. Traté de sacar mi pierna rota del kayak destrozado, pero las ramas estaban flojas y sólo logré salir un poco, descompuesto de dolor. Supuse que había puntos negros bailando en mi visión, pero la noche era tan oscura que daba lo mismo. Vomité sobre la borda del oscilante kayak y de nuevo traté de encontrar un sostén firme en el laberinto de ramas astilladas.
¿Cómo diablos llegué a estos árboles?
No importaba. Nada importaba por el momento, excepto salir de ese revoltijo de fibra de vidrio y tela.
El cuchillo. Podría cortar esta maraña hasta liberarme.
El cuchillo no estaba. Mi cinturón no estaba. Los bolsillos del chaleco estaban destrozados, el chaleco era un andrajo. Apenas me quedaba camisa. La pistola de dardos que había sostenido como un talismán contra ese calamar aéreo había desaparecido. Recordaba vagamente que la pistola y mi mochila habían caído cuando el tornado destruyó la paravela. Ropa, linterna láser, pak de raciones... todo se había ido.
Estalló un relámpago, aunque el rugido del trueno se había alejado. Mi muñeca brilló bajo la lluvia.
El comlog. Esa maldita banda debe ser indestructible.
¿De qué me serviría el comlog? No lo sabía, pero era mejor que nada. Acercándome la muñeca izquierda a la boca bajo el tamborileo de la lluvia, grité:
—¡Nave, comunícate! ¡Nave!
Ninguna respuesta. Recordé que el aparato había enviado advertencias de sobrecarga durante la tormenta eléctrica en el mundo joviano. Inexplicablemente, tuve una sensación de pérdida. La memoria de la nave copiada en el comlog era un
idiot savant
, pero había estado conmigo largo tiempo. Yo me había acostumbrado a su presencia. Y me había ayudado a pilotar la nave de descenso que nos había llevado desde Fallingwater hasta Taliesin Oeste. Y...
Me sobrepuse a mi nostalgia y busqué de nuevo un punto de apoyo, aferrándome a las varillas que colgaban alrededor. Esto funcionó. Los restos de paravela debían estar firmemente afianzados en las ramas superiores, y algunas varillas soportaron mi peso mientras movía el pie izquierdo sobre la fibra de vidrio para sacar mi pierna muerta de los restos. El dolor me hizo desmayar un instante. Esto era tan malo como el cálculo renal en su peor momento, sólo que venía en olas entrecortadas. Pero cuando recobré la lucidez, estaba aferrado al tronco espiralado de la palmera en vez de yacer entre los restos. Minutos después una ráfaga de viento atravesó la techumbre de la selva y el kayak cayó. Las varillas aún intactas frenaron un fragmento, el resto se precipitó en la oscuridad.
¿Y ahora qué?
Esperar el alba, supongo.
¿Y si no hay alba en este mundo?
Entonces espera a que el dolor se aplaque.
¿Que se aplaque? Es obvio que el fémur fracturado está desgarrando nervios y músculos. Tienes una fiebre galopante. Dios sabe cuánto tiempo estuviste bajo la lluvia y las frondas, inconsciente, con las heridas abiertas a cada microbio asesino que desee entrar. Podría haber gangrena. Ese tufo a vegetación podrida que hueles podrías ser tú.
La gangrena no llega tan pronto, ¿verdad?
Ninguna respuesta.
Traté de aferrar el tronco con el brazo izquierdo y palparme el muslo lesionado con la mano derecha, pero el menor contacto me hacía gemir y temblar. Si me desmayaba de nuevo, podía caerme de la rama. Decidí tantear la parte inferior de la pierna derecha; estaba insensible pero parecía intacta. Tal vez sólo una simple rotura en el muslo.
¿Una simple rotura, Raul? ¿En un mundo selvático y en medio de una tormenta que quizá sea constante? ¿Sin kit médico, sin modo de encender una fogata, sin herramientas ni armas? Sólo una pierna astillada con fiebre alta. Bien, mientras sólo sea una fractura.
Cállate.
Evalué la situación bajo el tamborileo de la lluvia. Podía pasarme allí el resto de la noche, que podía durar diez minutos o treinta horas, o podía tratar de bajar hasta el suelo.
¿Donde te esperan los depredadores? Buen plan.
Cállate
, repetí. El suelo podía brindarme un lugar para refugiarme de la lluvia, un sitio blando para apoyar la pierna, ramas y lianas para hacer un entablillado
.
—De acuerdo —dije en voz alta, y busqué a tientas una varilla, liana o rama para iniciar el descenso.
Calculo que tardé de dos a tres horas en bajar. Pudo haber sido el doble o la mitad. Los relámpagos habían cesado y habría sido casi imposible encontrar puntos de apoyo en esa oscuridad, pero un fulgor extraño, tenue y rojizo despuntó por encima de la techumbre de la selva y permitió que mis ojos se adaptaran lo suficiente para encontrar una liana allí, una rama maciza más allá.
¿El amanecer? No lo creía. El fulgor parecía demasiado difuso, demasiado tenue, demasiado químico.
Calculé que había estado a veinticinco metros de altura. Las gruesas ramas seguían hasta abajo, pero la densidad de las afiladas frondas disminuía cerca del suelo. No había suelo. Apoyándome en la bifurcación de dos ramas, recobrándome del dolor y el mareo, traté de bajar y sólo encontré agua. Levanté rápidamente la pierna izquierda. El fulgor rojizo me mostraba agua en derredor, torrentes de agua fluyendo entre los troncos en espiral, remolinos de agua negra pasando como ríos de petróleo.
—Maldición —dije. No iría más lejos esa noche. Pensé en construir una balsa. Estaba en otro mundo, así que debía haber un teleyector corriente arriba y otro corriente abajo. Había llegado aquí de algún modo. Había construido una balsa antes.
Sí, cuando estabas sano, bien alimentado, con dos piernas y herramientas, con un hacha y una linterna láser. Ahora ni siquiera tienes dos piernas.
Por favor, cállate. Por favor.
Cerré los ojos y traté de dormir. La fiebre me causaba escalofríos. Lo ignoré todo y traté de pensar en las historias que le contaría a Aenea cuando nos volviéramos a ver.
No te creerás en serio que la volverás a ver, ¿eh?
—Cállate —repetí, y mi voz se perdió en el gorgoteo de la lluvia y del agua furibunda que corría medio metro debajo de mí. Comprendí que debía trepar un par de metros por las ramas por donde acababa de bajar con tanto esfuerzo y dolor. El agua podía subir. Era irónico haberme tomado tanto trabajo para que me arrastrara con más facilidad. Tres o cuatro metros más arriba estaría mejor. Empezaría en un minuto. Primero recobraría el aliento y dejaría que amainaran las olas de dolor. Dos minutos a lo sumo.
Desperté bajo un sol que parecía melaza. Estaba despatarrado sobre unas ramas flojas, a pocos centímetros de la arremolinada superficie gris del caudal de agua que se movía entre los troncos en espiral. Reinaba una penumbra crepuscular. Aparentemente me había pasado el día durmiendo y pronto iniciaría otra noche interminable. Aún llovía, pero era apenas una llovizna. La temperatura era tropical, aunque mi fiebre lo hacía difícil de juzgar, y la humedad era casi absoluta.
Me dolía por todas partes. Era difícil separar el obtuso dolor de la pierna quebrada del dolor en mi cabeza, mi espalda y mis entrañas. Me parecía tener una bola de mercurio dentro del cráneo, pues se movía pesadamente cuando ladeaba la cabeza. El vértigo me provocó nuevas náuseas, pero no me quedaba nada que lanzar. Me colgué de la maraña de ramas y pensé en las glorias de la aventura.
La próxima vez que tengas un encargo, pequeña, manda a A. Bettik.
La luz no se disipó, pero tampoco se intensificó. Cambié de posición y estudié el agua: gris, arremolinada, llevaba restos de frondas y vegetación muerta. Miré arriba, pero no vi rastros del kayak ni de la paravela. La fibra de vidrio y la tela habían caído durante la larga noche y la corriente las había arrastrado.
Parecía una inundación, como la crecida de primavera en los marjales, encima de la bahía Toschahi de Hyperion, donde el sedimento se acumulaba durante otro año entero, pero yo sabía que esta selva sumergida, estos incesantes pantanos, podían ser permanentes en ese lugar. Fuera cual fuese ese lugar.
Estudié el agua. Era opaca, turbia como leche gris, y podía tener unos centímetros o muchos metros de profundidad. Los troncos sumergidos no daban ninguna pista. La corriente era rápida, pero no tanto como para arrastrarme si me aferraba bien de las ramas que colgaban sobre la espumosa superficie. Con suerte, si no había un equivalente local de los lodoquistes o los mosquitos drácula de los marjales de Hyperion, podría caminar hacia... algo.
Para caminar se necesitan dos piernas, amigo Raul. Tú tendrás que ir brincando por el lodo.
De acuerdo, brincando por el lodo. Cogí una rama con ambas manos y hundí la pierna izquierda en la corriente mientras apoyaba la pierna herida en la rama ancha donde estaba acostado. Esto provoco nuevos dolores, pero insistí, bajando el pie en el agua grumosa, luego el tobillo y la pantorrilla, luego la rodilla, luego moviéndome para verificar si podía sostenerme, forzando brazos y bíceps, deslizando la pierna herida de la rama con un dolor desgarrador.
El agua tenía menos de un metro y medio de profundidad. Podía apoyarme en la pierna buena mientras el agua gorgoteaba alrededor de mi cintura y me salpicaba el pecho. Era tibia y parecía calmar el dolor de mi pierna rota.
Ah, esos bonitos y jugosos microbios de este tibio caldo, muchos de ellos mutados desde los días de la nave semillera. Se están relamiendo, amigo Raul.
—Cállate —murmuré, mirando alrededor. Tenía el ojo izquierdo hinchado y cubierto por una costra, pero podía ver. Me dolía la cabeza.
Incesantes troncos de árboles elevándose desde las aguas grises, frondas y ramas mojadas cuyo verdor grisáceo era tan oscuro que parecía negro. Había un poco más de luz a mi izquierda. Y el lodo parecía más firme en esa dirección.
Empecé a avanzar hacia ese lado, moviendo el pie izquierdo hacia delante mientras me colgaba del ramaje con las manos, a veces agachándome bajo las frondas, a veces moviéndome de costado como un torero en cámara lenta para eludir ramas flotantes u otros desechos. El avance hacia la luz me llevó horas, pero no tenía nada mejor que hacer.
La selva sumergida terminaba en un río. Me aferré de la última rama, palpé la corriente tratando de mover la pierna buena y miré la gran extensión de aguas grises. No podía ver el otro margen, pero no porque el agua fuera ilimitada. Por la corriente y los remolinos que se movían de derecha a izquierda comprobé que era un río y no un lago o un mar, pero la niebla o las nubes bajas llegaban casi a la superficie, tapando todo lo que estuviera a más de cien metros. Aguas grises, árboles grises, nubes grises. Todo perdía color. Se acercaba la noche.
Había llegado hasta donde podía con esa pierna. La fiebre se agudizaba. A pesar del calor selvático, me castañeteaban los dientes y me temblaban las manos. En algún momento de mi torpe avance había agravado la fractura al extremo de que ansiaba gritar. No, admito que había gritado. Suavemente al principio, pero al prolongarse las horas y ahondarse el dolor y empeorar la situación, me puse a ladrar letras de viejas marchas de la Guardia Interna, y luego canciones obscenas que había aprendido cuando era barquero en el río Kans. Luego sólo grité.
Al cuerno con la balsa.
Me estaba acostumbrando a esa voz incisiva en mi cabeza. La voz y yo habíamos hecho las paces cuando comprendí que no me exhortaba a acostarme y morir, sino que sólo criticaba la ineptitud de mis intentos de supervivencia.
Allá va tu balsa, amigo Raul.
El río arrastraba un árbol entero, haciendo rodar el tronco nudoso. Yo tenía agua hasta el hombro, y estaba a diez metros de la corriente.
—Sí —dije en voz alta. Mis dedos resbalaron sobre la corteza lisa de la rama de la cual me aferraba. Cambié de posición y me elevé un poco. Algo rechinó en mi pierna y esta vez estuve seguro de que puntos negros me oscurecían la visión—. Sí —repetí. ¿
Cuáles son las probabilidades de que conserve la conciencia, o de que dure la luz, o de que permanezca con vida el tiempo suficiente para coger uno de esos árboles viajeros? Era imposible nadar hasta uno.
Mi pierna derecha no servía y mis otras tres extremidades temblaban espasmódicamente. Apenas tenía fuerzas suficientes para seguir aferrado de esa rama—. Maldición.
«Perdón, M. Endymion. ¿Me hablabas?»
La voz me sobresaltó. Sin soltar la rama, bajé la muñeca izquierda y la estudié en la luz evanescente. El comlog tenía un leve fulgor que no estaba allí la última vez que había mirado.
—Bien, que me cuelguen. Pensé que estabas roto.
«Este instrumento está dañado, señor. La memoria fue borrada. Los circuitos neuronales están muertos. Sólo funcionan los chips de comunicaciones con potencia de emergencia.»