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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (24 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Por lo tanto, en conjunto Thrupp no había obtenido muchos datos sobre la muerta en su entrevista con la doméstica, y Browning y Haste, quienes poco después debieron realizar idénticas averiguaciones en la aldea, no tuvieron mejor suerte. Lo consideremos una virtud o bien un defecto, los campesinos de Sussex no son particularmente curiosos, y por hábito tienden a ocuparse de sus asuntos en lugar de los de sus vecinos.

—A pesar de todo, he logrado establecer una cosa más o menos definitiva —dijo Thrupp mientras yo llenaba de nuevo su vaso—. Es algo bastante delicado, dicho sea de paso, aunque no desvirtúa en modo alguno mi teoría. No menos de cuatro testigos independientes vieron a Mrs. Stretton en las inmediaciones de Hagham a las ocho y cuarto u ocho y media de la noche antes de morir, y su criada manifiesta que cuando fue a la casa a la mañana siguiente la vajilla de la cena estaba aún por lavar, pero la señora no había dormido en la cama. En otros términos, no hay duda de que la víctima comió en casa como de costumbre, y estaba en el pueblo a las ocho y media. Ello elimina mi idea de que pueda haber ido a alguna fiesta en un cuartel de la Real Fuerza Aérea, se haya embriagado allí y haya hecho un vuelo extraoficial con algún amigo. Aún me aferró a mi teoría de que debió volar en un aeroplano a alguna hora de la noche, pero debo admitir que esperaba que ella no estuviera ya en Hagham a las ocho y media de la noche. Es bastante oscuro a esa hora.

—Sin perjuicio de la alternativa de que se haya caído de una escoba —le dije provocativamente—, ¿no habría sido posible para el aeroplano aterrizar sobre las mesetas y recogerla?

—No hay nada que lo impida en cuanto a la topografía del terreno se refiere, Roger. Los Downs son casi planos en las inmediaciones de Hagham, como tú sabes. La única dificultad es que, si bien se oyó volar un aeroplano durante la noche, nadie lo oyó aterrizar ni levantar vuelo. De cualquier manera, dudo que a ningún piloto le haya gustado mucho la idea de aterrizar sobre las mesetas a oscuras, a menos que ello hubiese sido necesario. Con todo, podemos ocuparnos de esos puntos más tarde…

Una vez obtenidos todos los datos posibles de Hagham y sus habitantes, los tres detectives iniciaron su marcha de regreso por las mesetas. La expedición no había sido un éxito espectacular, pero tampoco un fracaso absoluto. Los tres hombres discutieron y analizaron sus respectivos descubrimientos durante el trayecto, y las ondulantes millas de elástico pasto fueron cubiertas con menos fatiga e incomodidad que lo esperado. A pesar de ello, cuando llegaron a Burting Clump, punto de referencia hacia el cual se habían dirigido, como es natural, todos comenzaron a sentir los efectos del esfuerzo en los músculos de sus piernas, poco acostumbrados a semejante ejercicio, y Thrupp decretó un pequeño descanso antes de emprender el descenso de la pendiente. Se tendieron, pues, en el suelo, cerca del borde sur del bosquecillo, a corta distancia del horno de los vagabundos que yo mismo había visitado sólo tres o cuatro horas antes que ellos.

Y al poco rato el Inspector Browning, quien es notoriamente el sabueso más curioso del Departamento de Investigación Criminal, acertó a ver el horno en cuestión entre los árboles y, conforme a su hábito, no pudo contenerse de ir hasta él con el objeto de satisfacer su curiosidad. Puesto que había vivido en la ciudad toda la vida, no supo con exactitud de qué se trataba. Y luego, al inclinarse para mirar el interior, vio con gran sorpresa un brillante florín de plata guiñándole desde el borde superior de la cavidad abierta. Era la misma moneda, desde luego, que yo había depositado con toda generosidad allí mientras esperaba a Carmel.

Este espectáculo inesperado sorprendió tanto al bueno de Browning, que deteniéndose tan sólo para implorar a su Hacedor que le transformara en piedra, llamó a sus compañeros para que compartiesen su asombroso descubrimiento. Sin mucho entusiasmo, pero a la vez porque de todos modos era ya hora de reanudar la marcha, los otros se reunieron con él y se maravillaron, en coro, del sorprendente hallazgo. A continuación, el sargento Haste, que es algo burlón, observó que convenía asegurarse de que no había allí más riquezas sin dueño, y comenzó a hurgar con las manos entre el montón de hojas secas, que como dije, ocupaban la mayor parte de la cavidad inferior del horno.

Inmediatamente sus dedos chocaron con algo liso, duro y curvado. El contacto inesperado le provocó tal sobresalto que retiró las manos como si le hubiese mordido un áspid, y anunció al mismo tiempo que deseaba que le colgasen. Luego, recobrándose, hundió otra vez las manos en el montón y extrajo lo que a sus ojos incrédulos y abiertos como platos se asemejaba a un par de cuernos de bronce de los usados por los antiguos cocheros de postas.

Recordaremos aquí que Browning y Haste habían llegado a Sussex sólo aquella mañana, y por lo tanto no tenían noticias del otro misterio que ocupaba la atención de la Policía local. En verdad, Thrupp mismo se había mostrado tan poco interesado por el robo perpetrado en la iglesia parroquial de Merrington, que no reaccionó frente al asombroso descubrimiento de su subordinado con la rapidez con que lo habrán hecho nuestros inteligentes lectores. Sólo cuando con aire algo distraído tomó los cuernos de postas en sus propias manos, se produjo el inevitable impacto, y algo sonó en su cerebro. Y ello ocurrió porque el metal del cual estaban hechos los instrumentos no era evidentemente bronce, sino oro.

8

Mientras daba pequeños tirones a mi barba y movía la cabeza lentamente de un lado a otro, traté de apreciar las implicaciones de este notable hallazgo.

—No comprendo —dije por fin—. No tiene ningún sentido.

—¿Hay algo que tenga sentido en este maldito asunto? —repuso Thrupp con un tono bastante petulante para tratarse de él—. Tampoco yo comprendo nada, si ello te sirve como consuelo.

—¿No hay ninguna duda de que se trata de las mismas trompetas?

—Ninguna duda. Sabía que no la habría, pero las traje conmigo, me comuniqué con el Superintendente, y acabamos por ir juntos a la Vicaría. El párroco las identificó inmediatamente. En realidad, nos llevó hasta la iglesia y nos mostró cómo quedaban en manos de los ángeles.

—Te apuesto a que estaba encantado de tenerlas de nuevo.

—Regular. Teniendo en cuenta lo que costaron, el viejo no estaba muy impresionado. Agradecido, y todo lo que quieras, pero luego señaló que estaba seguro de que aparecerían. Lo que más le preocupaba era que el obispo se hubiera marchado sin haberlas visto, Dios sabe por qué, pero entendí algo acerca de autorizaciones o algo semejante.

Yo asentí, y decliné brevemente la situación. Thrupp escuchó con aire distraído, como si le costase sentir entusiasmo frente a cuestiones que aparentemente no le concernían. El hecho incidental de que en el curso de sus propias investigaciones hubiese realizado por casualidad gran parte del trabajo correspondiente al Superintendente Bede, no parecía importarle gran cosa.

En este punto apareció Barbary con la noticia de que había un cuarto de baño vacante, y Thrupp se retiró en seguida a realizar sus abluciones. Junto a la puerta se volvió para recordarme que teníamos convenido conversar un poco más tarde durante la noche.

Yo sonreí forzadamente e hice un gesto de asentimiento. No podía por menos de preguntarme hasta qué punto se mostraría agradecido Thrupp por las numerosas complicaciones adicionales que mi teoría impondría sobre su mente ya abrumada.

PARTE IV

HABLANDO DE ROMA…

«¡Redoblen, redoblen, fatiga y molestia!

¡Fuego, quema, y caldero, hierve!»

MACBETH.

1

Thrupp y yo nos retiramos a mi despacho, inmediatamente después de la comida, con una botella de whisky y un sifón. Era una noche clara y calurosa, con un cielo inusitadamente despejado, de modo que nos sentamos en la semioscuridad en mi viejo sofá de cuero y contemplamos la noche que avanzaba con lentitud sobre mi jardín mientras conversábamos.

No enfureceré a mis lectores inteligentes —a quienes no necesito recordárselo—, ni estimularé la pereza de mis lectores holgazanes —quienes pueden recordarlo con toda facilidad volviendo hacia atrás las páginas de esta magnífica obra—, repitiendo en detalle la historia que ahora procedí a comunicar a Thrupp. Baste decir que le presenté una exposición cuidadosa, concienzuda y sin adornos de todos los aspectos importantes de mis conversaciones con Carmel. El criterio que seguí para seleccionarlos fue el hecho de que dichos aspectos viniesen al caso.

Por encima de todas las cosas, me esforcé en destacar repetidamente la importancia del orden cronológico de los acontecimientos. Por ejemplo, la extraña significación del hecho de que Carmel había acudido a mí con su extraordinaria historia mucho tiempo antes de que yo tuviese noticias por vez primera del testimonio independiente del Padre Pío, y medio día antes de que me enterase de la tragedia registrada en Rootham. Para simplificar las cosas, traté de limitarme a lo que he calificado con anterioridad como el grupo de hechos de la Bruja y la Escoba, de mostrar cómo la historia de Carmel no sólo tenía relación con la visión del Padre Pío y con el descubrimiento del cadáver de Puella Stretton, sino que, además, desde el punto de vista cronológico, constituía el punto de partida desde el cual yo mismo contemplaba naturalmente esta misteriosa serie de acontecimientos. Enumeré mis razones por haber guardado silencio hasta aquel momento y los pasos dados para obtener la autorización de Carmel para revelar su testimonio. Con el consiguiente alivio de mi parte. Thrupp aceptó mi confesión con un gesto comprensivo en lugar de hacerme algún reproche. Recité mi trozo con sencillez y sobriedad, absteniéndome de comentarios superfluos y evitando toda exageración o adorno.

Mucho antes de que hubiese terminado resultó evidente que, aunque muy contra su voluntad, Thrupp estaba impresionado. Digo «contra su voluntad» porque, según he tratado de demostrar, en este punto había logrado rechazar de su mente lógica y sensata toda tendencia que en algún momento hubiera amenazado inducirle a considerar seriamente la teoría de la Bruja y la Escoba como posible explicación de la muerte de Puella Stretton. Era lo suficientemente sincero como para admitir que cuando conociera por primera vez la experiencia del Padre Pío por boca del Muy Reverendo Odo, había comprobado ser por un momento, al menos, vulnerable a las implicaciones asombrosas y ocultas que encerraba. Pero como dijera más tarde, la fría luz gris del amanecer le había hecho desechar tan insidiosa tentación, dejándole totalmente avergonzado, a solas con su razón desnuda. Puella
debía
haber caído desde un aeroplano. Cualquier otra explicación era absurda e insostenible. Y fue necesario tan solo el descubrimiento de testigos que habían oído el vuelo de un aeroplano durante la noche para hacerle desechar definitivamente todo el asunto del Padre Pío como una de aquellas coincidencias extrañas, pero a la vez peligrosas, dispuestas deliberadamente por el Príncipe de las Tinieblas en persona para tentar a un detective honesto y trabajador y alejarle del restringido sendero de la razón pura.

La consecuencia es, pues, que mi cuidadosa exposición del testimonio de Carmel debió ser algo semejante a una puñalada por la espalda para Thrupp, o como un esfuerzo de los poderes de las tinieblas que, con fines inescrutables y secretos, estaban más empeñados que nunca en alejarle de la buena senda. He escrito en otro punto que Thrupp rara vez pierde la paciencia, y nunca su buen genio. Tampoco los perdió esa tarde, pero veía yo que su paciencia estaba sufriendo, por lo menos, una presión intolerable mientras yo introduje y desarrollé este tema de las cabalgatas sobre escobas y de los vuelos de brujas. No obstante, se dominó con un esfuerzo. Seguía cada una de mis palabras con la mayor atención posible, el cerebro alerta para saltar sobre cualquier punto aparentemente débil o inconsistente. Sin embargo, en todo el curso de mi exposición tuvo oportunidad tan solo de formular dos, o a lo sumo tres preguntas muy espaciadas entre sí, y cada una de ellas fue una simple petición de aclaración sobre detalles secundarios que no había presentado con suficiente claridad en mi terminología original. No tenía ninguna pregunta fundamental. Tampoco presentó cuestiones de debate. Simplemente escuchó grave y pensativo, la frente arrugada, con los dedos que golpeaban rítmicamente sobre el brazo del sofá, con una pipa fría entre los labios y su whisky apenas probado sobre la mesa a su lado.

Y cuando por fin hube terminado, permaneció sumido en el silencio durante tanto tiempo que, por defensa propia, debí instarle a hablar pronunciando aquel monosílabo cargado de implicaciones:

—¿Bien?

Thrupp se enderezó, se desperezó y se volvió hacia mí, dirigiéndome una de sus sonrisas atrayentes y juveniles.

—La policía —declaró solemnemente— está completamente desorientada.

Dejando a un lado su pipa, encendió un cigarrillo y apuró de un sorbo el contenido de su vaso.

—Seriamente, Roger —dijo al poco rato, sirviéndose otra ración de whisky—, todo esto está muy cerca de ser la verdad. No podía pretender sentirme particularmente feliz con la marcha del caso cuando entré en esta habitación. No veía muy claro, y debía recordarme constantemente que, después de todo, sólo hacía algo más de veinticuatro horas que me estaba ocupando de él, aunque parecía que era una semana. Al mismo tiempo llevo bastantes años en este juego como para ceder frente a la desesperación porque no vea un rayo de luz durante los primeros días de la investigación, y el único rayo de luz hasta entonces era que por lo menos había logrado racionalizar mi mente y desechar definitivamente toda tentación de relacionar nada de lo visto por el Padre Pío con lo ocurrido en Rootham. Aquél fue un gran paso hacia adelante, Roger. El arte del detective consiste en gran parte, después de todo, en proceder por eliminación. Comenzamos con un conglomerado de hechos e infinidad de circunstancias que los acompañan, de las cuales algunas pocas son pertinentes, pero no la mayoría. El progreso consiste, en buena medida, en podar los factores que no son pertinentes. Cuantos más es posible eliminar, menos necesitamos considerar, y tenemos el consuelo de saber que, profundamente incrustada en el resto, se encuentra la verdad desnuda. El arte reside, desde luego, en eliminar los factores que corresponde eliminar, pues de lo contrario no tardaremos en descubrir que hemos arrojado a un lado alegremente la verdad, quedándonos con una cantidad de incongruencias inútiles. Pero si en realidad logramos tener la seguridad de que cada factor que desechamos es indiscutiblemente ajeno al hecho, la consecuencia es que cada eliminación significa un paso hacia adelante… Hace una hora estaba convencido de haber hecho bien en desechar todo este asunto de las brujas y escobas. Ahora… ¡que me muerda un perro rabioso si esto no es imposible!

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