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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (3 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—¡Qué lástima! —comentó, moviendo la cabeza—. Los gatos de la vecindad son unos perfectos fascistas, ya lo sé. Nuestro jardín sufre bastante, también. En verdad, estaría dispuesta a apostar que esta obra tiene alguna influencia de la Vicaría. Puede que esté cometiendo una injusticia con esa bestia, pero creo reconocer aquí el trabajo de las garras de Grimalkin. Tiene bastante personalidad.

—¿Grimalkin? —repetí, acariciando mi barba pensativamente—. Nunca oí hablar de ella. ¿Es uno de sus gatos?

—Mía, no —dijo Carmel decididamente—. De mi hermana. Es un animal terrible. ¡Sin duda la ha visto usted! Creía que todo el mundo conocía a Grimalkin. Es una gata enorme, de color pizarra, con una cola como de zorro, patas del tamaño de un plato, y tan llena de pecado y malicia como un huevo lo está de carne, si me perdona esta comparación absurda. No puedo imaginar qué encuentra Andrea en ella.

—Las relaciones entre gatos y sus dueños son siempre oscuras y misteriosas, en mi opinión —observé—. A veces, como en este momento, uno se pregunta qué puede ver el dueño en un gato. Pero con la misma frecuencia, dentro de mi experiencia, uno se pregunta más bien qué diablos puede ver el gato en su dueño.

Carmel rió, y su risa significó una oportuna disminución de la tensión que había estado sufriendo hasta aquel momento, de modo que creí conveniente seguir el rumbo inofensivo que estaba tomando nuestra conversación. Tenía toda la mañana por delante, sin nada especial que hacer. Habría mucho tiempo para orientarse hacia temas más concretos una vez que la atmósfera se aclarase.

—Este parterre en particular parece tener una especie de fascinación para todos los seres delincuentes —comenté—. En agosto del año pasado, exactamente cuando las flores de estramonio estaban en su apogeo, un bandido invadió el jardín una noche oscura y me robó una docena de las mejores plantas, con raíz. No me imagino el motivo de ello, salvo que este tipo de datura es una novedad aquí. Traje las semillas de la India hace años. Es extraño, no obstante, que la gata de su hermana haya elegido el mismo punto de ataque, quiero decir, siempre que haya sido Grimalkin.

—Es incorregible —repuso ella—. Y no estará muy errado si la culpa por cualquier cosa que ocurra en las inmediaciones. Siempre que crea que el infierno se ha descargado sobre su tejado durante la noche, puede estar totalmente seguro de que Grimalkin está en pie de guerra. Y es endemoniada en presencia de un jardín. Yo creo que me corresponde disculparme en nombre de mi hermana por los daños sufridos en su parterre, Mr. Poynings.

—Me llamo Roger —murmuré con descuido, obediente a mi política de acercamiento.

Carmel me miró fugazmente por debajo de sus pestañas negras.

—Y yo, Carmel —dijo a su vez—. Es usted muy amable… Roger.

—Soy amable por naturaleza —dije con aire confidencial—. Mi segundo nombre es Azúcar. ¿Fuma? Abriendo mi cigarrera le ofrecí un cigarrillo.

—Gracias.

Comenzamos a fumar, invadidos por la agradable sensación de una amistad creciente. Luego, siempre impulsado por las mejores intenciones, dije:

—Es extraño, pero nunca he conocido en concreto a un gato llamado Grimalkin —y lancé una bocanada de humo—. Es un nombre deliciosamente anticuado y siniestro. En épocas pasadas, toda bruja que se respetara tenía una gata llamada Grimalkin, o mejor dicho, según las autoridades en la materia, Grimalkin era generalmente el «familiar» o genio maligno de la bruja materializado en forma de gato.

Mis palabras habían sido ligeras, y sin otro objeto que tranquilizar aún más a Carmel y proporcionarle una tregua antes de abordar el tema que la preocupaba. Mientras hablaba yo, había estado observando su rostro, no para ver las reacciones frente a las tonterías que decía, ni mucho menos, sino simplemente porque era tan bonita que resultaba difícil dejar de contemplarla. Sobre todo, me gustaba ver la encantadora sonrisa que aparecía en sus labios, demasiado anchos, cuando algo le resultaba divertido, pero esto fue precisamente lo que no ocurrió en ningún momento. Con gran sorpresa vi que cuando abordé el tema del nombre de la gata su rostro palideció y una expresión muy semejante a la de temor apareció en sus ojos. Sus blancos dientes mordieron profundamente sus labios pintados de escarlata.

Pero estos síntomas fueron pasajeros, y al cabo de unos segundos había recobrado la serenidad y por fin me dirigió su deliciosa sonrisa, aquella sonrisa que yo había estado esperando. El color volvió a sus mejillas, la tensión de su cuerpo desapareció, y la aprensión se desvaneció de sus ojos. Y ahora parecía sentirse algo avergonzada de sí misma.

—¡Perdone! —se disculpó con otra sonrisa—. Seguramente pensará que estoy algo alterada. Es muy posible. A veces pienso que estoy perdiendo el juicio, y en realidad es por ese motivo por lo que he venido a verle. Ha de estar preguntándose…

Hice un gesto de asentimiento.

—He estado intentando convencerme de que se trataba simplemente de una visita social —admití—, pero desde luego que no lo he conseguido. Por otra parte, no acierto a imaginar qué la ha traído aquí, y lo único que puedo decir es que si puedo ayudarla de alguna manera, lo haré encantado.

—Gracias —dijo Carmel con gravedad—, Roger, estoy sumamente preocupada por algo; no: por una cantidad de cosas, en realidad, y entre ellas, como le he dicho hace un instante, por la posibilidad de que esté perdiendo el juicio. Sobre esto quisiera su opinión antes que nada. Quiero decir, que si tengo un estado mental anormal, el resto de mis preocupaciones surgen de ese hecho, y no tiene por qué tomarlas en serio —suspiró y añadió—: Es muy posible que la respuesta sea ésa. Y sin embargo, no siento haber perdido el juicio ni mucho menos, y nadie parece haber advertido algo anormal en mi conducta.

Traté de reír con un tono que, según esperé, sería tranquilizador.

—Mi querida Carmel, no soy alienista, ni siquiera psicólogo aficionado, salvo en cuanto al hecho de que todo novelista tiene que estar familiarizado con los aspectos de la conducta humana. Pero hablando como una persona cualquiera a otra, le diré que, si usted está loca, lodo el pueblo de Merrington y todo el noble reino de Sussex debe estar poblado exclusivamente por locos. Quizás yo no sea un juez competente, pues mucha gente está convencida de que yo mismo estoy loco. Sin embargo, por si ello le sirve de consuelo, quiero manifestarle que yo la considero por lo menos tan cuerda como yo mismo.

Carmel sonrió.

—Bueno, es algo, de todos modos. Pero no sé si abrigará la misma opinión cuando le haya dicho lo que quiero decirle. Estoy hablando en serio, Roger. Después de todo, supongo que es posible ser mentalmente normal, en la acepción común del término, y a pesar de ello sufrir alucinaciones acerca de un tema particular.

Me encogí de hombros.

—Yo diría que no solamente es posible, sino que además es bastante corriente —repuse—. ¿Cuántos de nosotros no tenemos algún tipo de manía más o menos Inofensiva? Y estas manías se basan, según imagino, en alucinaciones o ilusiones de un tipo u otro, por lo menos, en su mayoría. Pero, como digo, no soy médico, y no creo que convenga generalizar demasiado. Si por alguna razón u otra usted considera que soy una persona más indicada que, digamos, el doctor Houghligan, para que usted me confíe sus dificultades, estoy absolutamente dispuesto y preparado para escucharla.

—Gracias, Roger. No tengo derecho a molestarle, pero no puedo continuar mucho tiempo soportando este estado de cosas. Tengo que decírselo a alguien, pues de lo contrario, perderé el juicio inevitablemente. Por ahora no se trata de nada que justifique consultar a un médico. Mucho menos podría confiar ni una palabra de esto a mi padre. Adam Wycherley está con su regimiento en Al-dershot, y no tengo idea de cuándo volverá. Además, aunque es muy bueno y le quiero mucho, no estoy segura de no preferir hablar con alguien… de más edad y con más experiencia. Entonces pensé en usted…

4

Al apagarse la voz de Carmel sonaron las diez de la mañana en el reloj del convento cercano. Tomándola del brazo, la conduje en dirección a los ventanales que se abrían desde mi despacho al jardín.

—Vamos a mi despacho —le dije—. Por una casualidad casi milagrosa ha llegado en un día, de los pocos en el año, en que estoy visible a esta hora, y en que, lo que es más importante, podrá tener acceso a mi despacho sin necesidad de abrirse paso entre una montaña de papeles, telarañas y colillas de cigarrillos. Cuando estoy trabajando en un libro no permito entrar a nadie allí, pero sucede que anteayer despaché por correo mi última obra maestra a mis editores, y ayer Barbary y Mrs. Nye pasaron todo el día realizando el rito místico denominado «limpieza general», por primera vez en nueve meses. La consecuencia es que no puedo encontrar nada y que la habitación apesta a limpieza; pero, por otra parte, tendrá al menos dónde sentarse. A menos que prefiera que nos quedemos en el jardín.

—No, preferiría ir al despacho. El jardín está precioso, a pesar de los estragos de Grimalkin, pero me distrae demasiado, y además no está suficientemente aislado. No sé si me explico. No se ría, Roger, pero cuando se me ocurrió por primera vez acudir a usted, por poco no di un salto mortal y vine a verle en mitad de la noche. Sólo Dios sabe lo que usted habría pensado, y también su mujer, pero de cualquier manera, ese fue mi primer impulso. He necesitado mucho tiempo para decidirme a venir en pleno día y recitarle mis penas cara a cara. Y agregaré que si usted no hubiera sido tan comprensivo y discreto, quizás me habría acobardado en el instante de llegar aquí y habría huido sin decirle por qué he venido.

Sus palabras, a pesar de su tono ligero, eran evidentemente sinceras, y provocaron una curiosa sensación de inquietud en mi plexo solar.

—Todo esto suena muy siniestro —le dije en tono de broma, mientras atravesábamos el jardín.

—Ese es el término apropiado —dijo ella en voz baja—. Es siniestro, condenable, pero no me preocuparía mucho si no hubiese algo más en todo ello. Lo que me preocupa es el hecho de que sea además tan absurdo, tan absurdamente increíble, tan… fantástico. He debido forzarme para contárselo, pero en este momento no tengo la menor esperanza de que me crea. Estoy segura de que pensará que he perdido el juicio —terminó diciendo Carmel, a punto de llorar, mientras yo me apartaba para permitirle pasar al despacho por uno de los ventanales.

En el curso de la limpieza general, Barbary había trasladado mi enorme sofá de cuero —que durante el invierno está frente a la chimenea— a sus cuarteles de verano, frente a la ventana y mirando hacia el jardín. Este sofá es, sin excepciones, el mueble más importante de toda la habitación, pues tiene propiedades mágicas que vacilo en especificar aquí por temor de que un rival poco escrupuloso, o peor aún, un crítico con ambiciones literarias, tenga la tentación de robarlo o destruirlo con toda premeditación. En efecto, si el lector me imagina componiendo mis vigorosas narraciones frente a un escritorio de palo de rosa ricamente tallado, o acurrucado con la espalda encorvada junto a una máquina de escribir, como un periodista cualquiera, tiene un defecto en su visión mental que me considero en el deber de desarraigar. Desgraciadamente es necesario sentarse en una posición más o menos vertical para la tarea de consignar por escrito mi prosa inmortal; pero la creación de dicha prosa —su procreación, gestación y alumbramiento final— se produce mientras me agito y me desperezo en mil posturas desairadas en este sofá dramático, mientras el hábito divino se agita cavilosamente en mi cerebro, polinizando las pequeñas células de materia gris y realizando todo el complicado proceso de la creación de pensamientos, hasta el punto en que lo que comenzara como simples fantasías en estado embrionario surge por fin en forma de frases y oraciones completas, dispuestas en un orden más o menos lógico y con su desnuda crudeza revestida de palabras adecuadas. El resultado es que siempre que necesito buscar inspiración y guía frente a un problema inusitadamente complejo, me traslado, como llevado por un instinto, a mi bendito sofá y me entrego al éxtasis del pensamiento verdaderamente fructífero.

Instalé, pues, en un rincón del sofá sagrado a la joven Carmel, mientras yo me instalaba decorosamente en el otro extremo, a unos dos metros de distancia. Carmel se hundió con elegancia pero a la vez con abandono en sus atrayentes profundidades, y, luego de echar una rápida ojeada sobre el resto de la habitación, aceptó otro cigarrillo y lo encendió. Como si ello se me ocurriese en aquel instante, me levanté otra vez e hice funcionar la marmita eléctrica que siempre conservo en el despacha fin de poder preparar una taza de té en cualquier momento sin molestar a Barbary, pues aunque la mañana no había avanzado mucho aún y no había olvidado de todo mi copioso desayuno, pensé que un suave estimulante nos vendría muy bien más tarde. Inmediatamente ocupé mi lugar en el sofá, dispuse mi barba en un ángulo filosófico y la invité a hablar.

Carmel suspiró.

—Se sorprendería si supiera cuántas veces he tratado de ensayar este momento, Roger —me dijo—. No sé cuál es su opinión al respecto, pero la mía es que el plantea miento inicial de un problema siempre es más difícil que el núcleo del mismo. Como le decía, es un asunto tan fantástico que no me es posible entrar en él sin preámbulos, porque sin duda pensará que estoy rematadamente loca. Imaginé innumerables formas de abordarlo, una infinidad de pretextos para justificar mi visita. Pero final mente los deseché todos, y no he dado a Barbary ninguna razón. Al parecer toda ha salido bien, pero a pesar de todas mis maquinaciones y planes, todavía no tengo una noción exacta de cómo empezar —al decir esto Carmel sacudió nerviosamente la ceniza de su cigarrillo sobre la alfombra—. Me he sentido tan agitada y alterada durante los últimos días, que no puedo dar a mis pensamientos un orden lógico.

—No se preocupe por la lógica —dije—. Comience por donde quiera y termine por donde más le guste; sólo le ruego que no omita la parte central. No se apresure, y sobre todo, no simplifique excesivamente. Tómese todo el tiempo que necesite. No tengo nada que hacer hasta la hora del almuerzo.

Carmel hizo un gesto.

—Gracias, Roger. Es usted muy comprensivo. Dicho sea de paso, no debo llegar demasiado tarde a casa. Vendrá el obispo a almorzar y mi padre se pondrá muy nervioso si no estoy en casa cuando llegue.

Levanté las cejas.

—¿Sí? ¿Se refiere al obispo de Bramber?

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