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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (7 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—¡Carbonell! —El madrileño requirió la ayuda de su colega.

Después de indicarles a las damas que fueran hacia la salida, con el fin de que pudieran ponerse a salvo, ambos policías cruzaron la sala tratando de esquivar las mesas colocadas en forma de media luna alrededor de la pista. De forma simultánea extrajeron sus armas.

—Ha salido por aquella puerta —avisó Fernández-Luna, señalando con el mentón el paramento que cubría el muro lateral del Alcázar.

—¿Pudiste verlo? —preguntó Carbonell, desde atrás.

—Ligeramente. Llevaba puesto un guardapolvo de tonalidad oscura y una gorra del mismo color. Iba desaliñado… como suelen vestir los rufianes de los bajos fondos.

—¿Y por qué iba a querer disparar contra la Mulata?

Echando a un lado los gruesos cortinones, el jefe de la BIC de Madrid abrió la puerta por la que había escapado el pistolero.

—Esa es una buena pregunta, sí señor. —Asomó la cabeza con precaución. Una bocanada de aire fresco tonificó sus mejillas—. Y a menos que logremos alcanzar a ese canalla, jamás conoceremos la respuesta.

—Por supuesto. —Captó el mensaje.

—¡Allí! —Fernández-Luna señaló a un hombre que corría a gran velocidad por la calle Conde del Asalto.

Lo vieron girar a la izquierda en una de las angostas travesías.

—Se dirige el Arco del Teatro, por la calle del Olmo —arguyó Carbonell mientras dejaban atrás el Alcázar Español y se adentraban calle abajo—. O bien va hacia el puerto, o su intención es entremezclarse con los indigentes que malviven en las cuevas de Montjuïc, más allá del Poble Sec.

Cuando finalmente doblaron la esquina, descubrieron que aquel escurridizo individuo les había dado esquinazo.

—Tú sigue recto hasta llegar a la avenida Marqués del Duero, y luego baja en dirección a las Atarazanas —le aconsejó Carbonell—. Yo iré por aquí, que conozco bien estas calles. —Corrió de nuevo, dándole la espalda—. ¡Nos reuniremos en la oficina de Aduanas! —vociferó cuando llevaba recorrido un buen trecho.

Fernández-Luna siguió sus indicaciones, yendo hacia la amplia avenida que separaba el barrio del Poble Sec del resto de las laberínticas calles del quinto distrito. Mientras aceleraba el paso, recordó la conversación que había mantenido con su colega en el vestíbulo del Hotel Colón aquella misma noche, cuando se empeñó en mostrarle los bajos fondos de Barcelona. A la postre, y muy a su pesar, en aquel instante se adentraba en las arterias más oscuras e inciertas del infierno.

Al cabo de unos minutos, ambos policías volvían a encontrarse frente al edificio de Aduanas, situado junto al Real Club de Regatas. Experimentando cierto sabor a derrota, cada cual negó con un expresivo gesto de cabeza; en completo silencio, desalentados.

Le habían perdido el rastro.

6

—Dígame señorita Duminy… ¿Llegó a ver el rostro de su agresor?

Fernández-Luna formuló su pregunta, bloc y lápiz en mano, esperando de ella una reacción, un ligero esguince que viniera a mostrar inquietud o sorpresa. Sabía por experiencia que el rostro era el reflejo del alma.

La cancionista permanecía sentada en el sillón del camerino con la mirada perdida en el espejo, observándose a sí misma, o tal vez intentando reconocerse después de haber esquivado la plúmbea acometida de la muerte. Giró la cabeza, clavando en él sus ojos negros, lúcidos y voluptuosos. Preso de aquel férreo escrutinio, el madrileño sintió un vacío en su estómago. Interpelar a la testigo podía llegar a convertirse en un suplicio, y más cuando esta lucía sin pudor sus largas y bien torneadas piernas, que asomaban con descaro por debajo del batín de seda con motivos chinescos.

Carbonell se hallaba situado a la derecha de la
vedette
, junto al tocador adornado con pequeñas luces eléctricas. Centraba su atención en el interrogatorio para ver de qué modo actuaba su colega de Madrid.

—No… estaba demasiado oscuro. —A María le temblaban las manos. La ceniza del cigarrillo que sostenía entre sus dedos cayó al suelo. Volvió a acercárselo a los labios, exhalando a continuación una bocanada de humo—. Y sin embargo, lo he reconocido… —tragó saliva con dificultad antes de afirmar quedamente—… sé quién es ese hombre.

Los policías cruzaron sus miradas, sorprendidos. Aquella respuesta era lo último que esperaban oír.

—¿Podría facilitarnos su nombre? —inquirió Fernández-Luna—. Si colabora con nosotros, puede que lo detengamos en apenas unas horas.

Ella miró de nuevo el espejo. Sus ojos vidriosos proyectaban una terrible angustia.

—Era él… Igor —respondió con voz quebrada—. Desea matarme.

—¿Se refiere al Gran Kaspar?

Afirmó con la cabeza, frunciendo luego los labios.

—¿Está completamente segura? —insistió Carbonell, participando del interrogatorio.

—Así es. —María apagó el cigarrillo, estrujándolo sobre un pequeño cuenco de porcelana donde iba coleccionando las colillas—. Pretende vengarse. Me culpa de su detención. —Reprimió las lágrimas.

Estaba al borde de un ataque de nervios.

—No debe reprocharse nada —dijo el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, para su tranquilidad—. Usted hizo lo correcto. ¿Acaso no le sustrajo una pulsera de brillantes de gran valor? Es normal que presentara una denuncia.

—¡Pero en aquel momento yo no sabía que era un asesino! —exclamó, rompiendo a llorar. Se aferró con fuerza al brazo del sillón, descargando así toda la angustia que llevaba dentro—. ¡De lo contrario, jamás me hubiese acostado con él! ¿No lo entienden? —Arrugó la frente—. ¡Le he confiado mi vida a un criminal!

Fernández-Luna introdujo la mano en el bolsillo de su chaleco. Extrajo un pañuelo sin usar. Se lo ofreció caballerosamente a María. Esta se enjugó un par de lágrimas que corrían por ambas mejillas.

—Gracias… Es usted muy amable. —Le dirigió una mirada de gratitud.

El policía inclinó ligeramente la cabeza, aceptando el cumplido.

—¿Se siente con fuerzas para continuar? —le preguntó.

—Creo que sí. Solo ha sido un repentino acceso de ansiedad.

—Intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue esbozar una triste mueca.

—Y bien, dígame… ¿Cómo es que sabe, con total certeza, que el hombre que le ha disparado es Igor Topolev? —La señaló con el lápiz que llevaba en la mano—. Antes nos ha dicho que no pudo verle el rostro. Luego todo son conjeturas.

—Anoche hablé con él, cara a cara, como le estoy viendo ahora mismo a usted.

—Interesante… muy interesante. —El policía enarcó una ceja, anotando a continuación unas palabras en el bloc—. Por favor, continúe.

—Debía de ser medianoche, poco después de acostarme. —Trató de rememorar la escena—. Desperté al sentir una presencia extraña en la habitación. Aquello me sorprendió porque tengo la costumbre de cerrar la puerta por dentro. Una nunca sabe qué tipo de personas se hospedan en un hotel —apostilló con seriedad—. Encendí la luz de la mesita. Y allí estaba él: Igor… de pie frente a la cama. Me quedé completamente helada sin saber qué hacer.

—¿De qué hablaron? —le preguntó Carbonell.

—Como vio que estaba muerta de miedo, se echó a reír. Después me amenazó. Me dijo que pensaba hacerme lo mismo que a la otra mujer… que iba a acabar conmigo por haberle traicionado. Intenté gritar, pero la voz se negaba a salir de la garganta. Se acercó a mí. Lo tuve tan cerca que pude percibir su aliento sobre mi rostro. Luego pronunció unas palabras en voz baja que recuerdo muy bien: «No es posible tomar venganza de una villanía sino cometiendo otra». Después…

—Esa cita es de Petrus Borel, un escritor tenebrista de origen francés al que todos llamaban el Licántropo, un poeta maldito —matizó Fernández-Luna mientras apuntaba la frase en el pequeño bloc de notas. Al comprender que la había interrumpido, se sonrojó ligeramente—. Por favor, disculpe. Le ruego que siga.

Condescendiente, María no se lo tomó en cuenta.

—Después de aquello fue hacia la ventana, la abrió y desapareció como por arte de magia. —Sus labios temblaron inopinadamente—. Me levanté para ver qué había sido de él, pues temí que se hubiese roto la cabeza al saltar desde un segundo piso. Y sin embargo, cuando me asomé allí no había nadie… ni en el alféizar, ni abajo en la calle. —Volteó la cabeza hacia Carbonell—. ¡Carajo! Créanme si les digo que ese hombre es el mismísimo demonio.

—Hay un detalle que no entiendo. Si desea acabar con su vida, ¿por qué no lo hizo en aquel momento, cuando estaban a solas? —preguntó Carbonell—. ¿Por qué esperar a esta noche? —insistió después, ceñudo.

La
vedette
apartó sus ojos del mallorquín, rehuyendo la pregunta.

—Quizá yo pueda responderle —se escuchó una voz a sus espaldas. Ambos policías se volvieron al unísono. Un mulato de mirada penetrante permanecía de pie, junto al marco de la puerta—. Topolev, como prestidigitador, siente cierta predilección por los retos. Asesinar a mi hermana en el hotel resultaba de una excesiva mediocridad. Necesita concebir un espectáculo, sentir la mirada atenta del público. Al fin y al cabo es un artista. —Después de aquella nota aclaratoria, se acercó a Fernández-Luna extendiendo su brazo—. Soy Miguel Lorente, el hermano gemelo de María. Lo de Duminy forma parte del nombre artístico.

Escudriñó a aquel joven alto, fornido, de rostro ovalado y tez morena, que lucía un discreto bigote y vestía al igual que los miembros de la alta burguesía barcelonesa. Derrochaba una increíble vitalidad y sus ademanes resultaban, incluso, elegantes.

—Encantado de conocerle —repuso Fernández-Luna, estrechando con energía su mano—. Veo que por fin ha venido en auxilio de su hermana. ¿Puedo preguntarle dónde ha estado usted todo este tiempo?

Miguel, suspendiendo por un instante la respuesta, saludó al jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona.

—Estaba en el hotel, registrando los últimos ingresos y gastos de María en los libros de contabilidad —contestó finalmente, caminando hacia su hermana. Le implantó un cariñoso beso en la frente—. ¿Te encuentras bien? —preguntó en voz baja.

—Ha sido terrible, Miguel… —Ella aferró con fuerza su mano—. Ese criminal ha estado a punto de matarme.

—¿En qué hotel se hospedan? —insistió Fernández-Luna.

—En el Condal.

—Eso está en la calle Boquería, prácticamente a la vuelta de la esquina —señaló Carbonell—. ¿Cómo es que ha tardado tanto en llegar? —incidió con tono desconfiado.

—He acudido en el mismo instante que me avisaron. La noticia no llegó a oídos del recepcionista hasta hace apenas unos minutos. —Ladeando la cabeza hacia un lado, el cubano les preguntó a su vez—: ¿Acaso sospechan de mí?

—No, por favor… por supuesto que no —alegó el madrileño, restándole importancia al asunto—. Simple curiosidad. Llámelo, si quiere, deformación profesional.

—Entonces, ¿podemos regresar al hotel? —quiso saber María. Se había puesto en pie, dando por finalizado el interrogatorio.

—Cuando ustedes quieran. Pero antes quisiera hacerle una última pregunta. ¿Tiene alguna idea de cómo pudo escapar Topolev de la cárcel? —Clavó sus inquisitivos ojos en la
vedette
.

—La verdad… no lo sé, señor —fluctuó al hablar—. Como nadie sabe darle una explicación a sus magníficos trucos.

—Y ahora, si nos disculpan. —Miguel, con amabilidad, se dirigió a los policías con el fin de rogarles que se marcharan—. Mi hermana ha sufrido un terrible percance y necesita descansar.

Fernández-Luna le echó un ligero vistazo al camerino. Bajo la tenue luz de una lámpara, en un pequeño escritorio situado junto al baúl de la artista, pudo ver una carta cerrada. El matasello de color negro representaba un águila bicéfala.

—Cierto, es tarde para andar haciéndoles preguntas —admitió, guardando el lápiz y el bloc en el bolsillo de sus pantalones—. No obstante, me gustaría volver a charlar con ustedes dos… otro día.

—Quedamos a su entera disposición. —El cubano se ajustó la chaqueta, despidiéndoles con una ligera inclinación de cabeza.

Ya se marchaban, después de haber cogido sus chisteras, cuando el sagaz madrileño descubrió una ligera mancha bajo el lóbulo de la oreja derecha de Miguel. Era un pequeño, casi imperceptible, grumo de cola blanca.

No le hizo falta anotar aquel detalle en el librillo. Automáticamente quedó registrado en su cerebro.

Las vendedoras de flores iban de un lado a otro de la Rambla, ofreciéndoles sus efectos a los caballeros que caminaban en compañía de las entretenidas de turno. Se escuchaba un eco de voces, de risas y de canciones, surgiendo por doquier de los distintos
music-hall
, cafés y teatrillos dispuestos a un lado y a otro de sus angostas travesías. En la Plaza Real, medio ocultos por las tinieblas, se encontraban apandillados un grupo de proxenetas y meretrices, siempre al acecho de los clientes.

Era la noche de los esperpentos, de la sinrazón, de los oscuros estigmas del hombre. Allí, en la parte más baja del quinto distrito, malvivían
pinxos
, indigentes, criminales y prostitutas, incluso maricones y travestidos que ocultaban su condición sexual por temor a la censura de la Iglesia Católica y a las represalias del poder judicial. Resultaba imposible desterrar la miseria, la violencia, el hambre, el desamor y la tristeza de sus callejuelas. El orden sistémico, desgraciadamente, seguía estando jerarquizado y ellos eran el último escalafón de la cadena social. En la Barcelona más cercana al puerto, tal y como Fernández-Luna pudo comprobar in situ, se erigían dos estratos distintos: por un lado, una sociedad superior, dominante, señorial y mesocrática; y por el otro una colectividad subyacente, inmersa en la tenebrosidad y la desgracia, que sobrevivía gracias a su instinto animal.

Tuvo que darle la razón a Carbonell: los bajos fondos de aquella ciudad cosmopolita no se asemejaban en nada a las castizas barriadas de Madrid.

—¿Qué te ha parecido la Mulata? —La pregunta de su compañero consiguió traerle de vuelta a la realidad. Para entonces habían accedido a la calle San Pablo por una oscura bocacalle que desprendía un olor nauseabundo a basura y excrementos.

—Una mujer muy atractiva, aunque no exenta de una extraordinaria fantasía. —Se detuvo bajo una farola, apoyándose en el bastón—. ¿En serio crees que el ruso apareció la otra noche en la habitación de su hotel, solo para amenazarla? ¿Y qué hay de esa cita poética sin sentido? Estaba improvisando, nada más. —Explayó una sonrisa—. Esa mujer nos ha tomado por imbéciles.

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