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Authors: Mailer Norman
Además, su matrimonio estaba comenzando una nueva época. Aguardaba impaciente la llegada de Alois al lecho conyugal. Aquellas noches, al cabo de tantos años, ¡el deseo renacía, resurgía en el tuétano, en lo más hondo!
Recordaremos que la última vez que vimos a Alois estaba sepultando la nariz y los labios en la vulva de Klara, con una lengua tan larga y demoníaca como el falo de un diablo. (Digámoslo: no nos abstenemos de hacer nuestra aportación a estas artes.) Alois, desde luego, contaba con nuestra ayuda. Hasta entonces nunca se había entregado tan totalmente a aquella práctica, y pronto había llegado a dominarla, y tan deprisa que sin nuestra contribución el hecho resulta inexplicable. (Por eso hablamos del Maligno cuando participamos en el acto: tenemos la facultad de transmitir esos dones lúbricos a hombres y mujeres, incluso cuando no tratamos de convertirles en clientes.)
A la mañana siguiente, Alois no acertaba a creer que hubiese hecho aquello. ¡Rebajarse hasta aquel extremo! Para vengarse de su degradación en Klara, había —recordemos— aposentado sus posaderas una vez más sobre la nariz y la boca de la cónyuge: justamente la escena espantosa que incitó a Adolf a volver a la cama y a berrear pidiendo leche menos de media hora más tarde.
Sin embargo, a la mañana siguiente, Alois también sintió ternura por Klara. Aquella deferencia inesperada, unida al placer asombroso que él le había causado por medio de la lengua, un gozo cuya insospechada exquisitez le había elevado hasta, sí, regiones casi ocultas, la predispusieron asimismo a perdonar la parte ingrata. (En realidad, el pesado trasero de Alois olía mejor que el de Adi.)
Como demonio que soy, estoy obligado a vivir en íntimo contacto con excrementos en todas sus formas, físicas y mentales. Conozco el desperdicio emocional de sucesos feos y decepcionantes, el agrio veneno inherente del castigo injusto, la corrosión de los pensamientos impotentes y, por supuesto, también tengo que tratar con caca. Es cierto. Los demonios vivimos en la mierda y trabajamos con ella. Así que muchas veces procuramos entender un matrimonio a través del ojo de la cloaca, y añadiré que no es el peor enfoque, ya que los deberes parentales no son sólo la corona sino el anexo de la coyunda. Como San Odón de Cluny declaró en una observación inolvidable y digna del mejor de los diablos:
inter faeces et urinam nascimur
(entre heces y orinas nacemos). Lo cual me lleva a decir que el estudio apropiado del matrimonio reside no sólo en la asociación, armonía, afecto, aburrimiento, costumbres previsibles, disgustos cotidianos, refriegas verbales y desesperación diaria, sino en las tripas y la mancha de todo ello: el conocimiento como camaradas de todos los sabores, olores y recovecos anatómicos prohibidos. De hecho, si faltaran todos estos elementos, el sacramento tendría cimientos más frágiles. El matrimonio se basa en la caca. Es lo que yo afirmaría. El lector, a su vez, es libre de rechazar mi opinión porque soy un demonio, a fin de cuentas, y buscamos el mínimo común denominador de cualquier verdad. Nada tiene de extraño que las merecidas propiedades del desecho entren dentro de nuestra competencia.
Llegó el ascenso de Alois. La inspección de finanzas le nombró jefe de aduanas del puesto de Passau y Klara estaba contenta, contentísima. Se había casado con un hombre de provecho.
Por otra parte, difícilmente podían mudarse antes de que Alois ocupara su nuevo cargo en Passau. La ciudad estaba a un día entero de viaje desde Braunau, lo que significaba que Alois tendría que pasar semanas lejos de su familia. En consecuencia, Adolf ganduleaba al lado de su madre en la cama grande.
Aunque era doloroso que Klara le expulsara cada vez que Alois volvía a casa, el niño aprendió también que la pérdida de aquella felicidad se remediaría en cuanto Alois regresara a Passau.
Esta situación duró un año. Incluso cuando al final la familia tuvo que alquilar un alojamiento en Passau, Alois debía supervisar otras ciudades fronterizas. En consecuencia, estaba ausente tanto tiempo como antes, lo que permitía a Adolf dormir cerca de su madre.
En cuanto a Alois, su nuevo cargo gratificaba su vanidad, pero introdujo una amenaza para su confianza. En Braunau, un puesto menos importante, los contrabandistas apresados eran normalmente sujetos sin importancia. Como la mayoría de los productos que cruzaban eran agrícolas, pesarlos era tedioso. Aunque Braunau tuviera una bonita ubicación a la orilla del río Inn, hasta su arquitectura era monótona.
En Passau, las aduanas austriacas, de mutuo acuerdo entre los dos países, operaban en la ribera alemana del Danubio. La diferencia era visible. Passau había sido gobernado en otro tiempo por un príncipe obispo y podía vanagloriarse de sus torres medievales. Algunas de sus iglesias databan de los albores de la Edad Media. Los muros de Passau reflejaban la grandeza del deber abnegado, crímenes antiguos, cámaras de tortura, secretos oscuros, gloria fenecida y —muy oportunamente para Alois— contrabandistas dotados de suficiente imaginación como para representar un desafío.
De modo que el nuevo cargo tenía sus molestias. Si bien su presencia uniformada había sido hasta entonces una plena advertencia para malhechores en potencia, sabía que mucho dependía del rigor de su actitud profesional. Se esforzaba, por tanto, en presentar una personalidad de calma oficial suprema, la de un hombre que se había investido de un sello incorruptible. Que los viajeros supieran que no era un hombre con quien jugar. Había estudiado a muchos funcionarios de aduanas de la clase alta: los que poseían una educación universitaria, y algunos ostentaban lívidas, inestimables cicatrices de duelo. Eran los que le servían de modelo.
Al asumir el mando en Passau se sintió, sin embargo, menos a gusto en su piel de buen ciudadano austriaco. Su tono, a raíz de hallarse en el lado alemán de la frontera, se volvió una pizca demasiado áspero. A veces una nimiedad suscitaba en él una reacción desmedida. En una ocasión soltó una diatriba porque un subordinado le llamó «Herr oficial» en lugar de «Herr alto oficial Hitler». Intuía que sus nuevos subalternos eran más instruidos que los de Braunau. ¿Se le tornarían críticas aquellas caras nuevas? De vez en cuando, mirando desde su puesto el curso del Danubio por debajo del puente aduanero, los ojos se le llenaban de lágrimas. Daba en pensar en Braunau y en las dos mujeres enterradas en la región, la querida y ardiente Franziska, sí, y por un instante también lloraba a Anna Glassl. No era una belleza, pero sabía qué hacer debajo de las sábanas.
Fumaba sin parar. Sin que él lo supiera, le apodaban «la nube de humo». (Aquí, el alemán es muy expresivo:
die Rauchwolke
.) «¿Y de qué humor está hoy
die Rauchwolke
?», preguntaba un joven funcionario a otro cuando llegaba al trabajo. Alois sabía que aquellos inferiores le guardaban rencor porque no les permitía la libertad que él disfrutaba: no obstante, esta misma injusticia reforzaba su autoridad. Aunque un buen funcionario debía ser, en general, justo, podía ejercer algunas arbitrariedades. Hecho con sensatez, resultaba eficaz. Rebajaba un peldaño a los subordinados.
Ahora que Klara y los niños se habían reunido con él en Passau, también se volvió más severo con su prole. Alois hijo y Angela pronto aprendieron a no dirigirle la palabra, a menos que les hiciese una pregunta directa. De lo contrario, no debían interrumpir sus pensamientos. Si Alois hijo estaba fuera, el padre se colocaba dos dedos en los labios y silbaba. Era una forma de llamarle idéntica a la que utilizaba con Lutero. A su vez, Alois hijo, de mejillas frescas, fuerte y fornido, y con una cara que recordaba a la de su padre, había provocado en Klara y Angela un acceso de histeria recogiendo una tarde un excremento monumental que Adi había tenido a bien depositar en la alfombra de la sala. Cuando la madrastra y la hermana empezaron a gritar al ver aquello en la mano de Alois, oscura, aguerrida y tan imponente como una estaca primaria, él las persiguió, con ojos fieros. ¡Qué travesura! Klara y Angela gritaban aterrorizadas. Adi se sumó entonces al coro y gritó con las otras dos incluso mientras hacía cabriolas detrás de Alois, y no paró hasta que el hermano mayor, cansado de la juerga, arrancó un trozo de la cagarruta, se dio media vuelta y lo plantó en la punta de la nariz de Adolf.
Aquella noche Klara se lo dijo a Alois padre. La zurra que siguió fue comparable a la que recibió Lutero. Al día siguiente, Alois hijo a duras penas salió arrastrándose hacia la escuela. Rigurosa fue, después de este episodio, la disciplina en la casa. Cuando Alois volvía de su trabajo, los niños a lo sumo osaban susurrar. Klara, no queriendo disgustarle, también estaba callada. Cenaban en silencio. El aliento de Alois, que olía a carne y a cerveza agriada, se mezclaba con el aroma de la lombarda.
Después de la cena se sentaba en la butaca, elegía una de sus pipas de larga boquilla, apretaba el tabaco en la cazoleta con toda la autoridad que se arroga el pulgar de un hombre de importancia oficial y procedía a enrarecer el aire con la humareda. Alois hijo y Angela se iban a su cuarto en cuanto él les daba permiso. Adi, en cambio, se quedaba.
El padre sujetaba con la mano la cabeza del niño de tres años y con una sonrisa híbrida —cincuenta por ciento de afecto y otro cincuenta de pura ruindad— soplaba humo en la cara de Adolf. El niño tosía. El padre se reía.
Cuando Alois le soltaba la cabeza, Adolf sonreía y corría al retrete. Allí vomitaba. A veces, con la cabeza encorvada sobre el cubo, el pequeño recordaba los sonidos de Alois haciendo el amor con Klara y aquellos mismos gruñidos acompasaban las arcadas del estómago. Se preguntaba una y otra vez por qué su madre nunca se quejaba del humo.
No se atrevía. Intuía que la mayor provocación a su marido sería hacerle un comentario acerca de su pipa.
Además, Adolf le había dado otro motivo de miedo. Un día en que ella le limpiaba el trasero (y no hizo este gran descubrimiento hasta que el niño tenía tres años, tales eran las curiosas convenciones de Klara), advirtió que en vez de dos sólo tenía un testículo.
Un doctor de la ciudad la tranquilizó diciendo que no había que temer aquel fenómeno médico.
—Muchos chicos así, cuando crecen, son padres de familia numerosa.
—¿Entonces no será distinto de los demás cuando vaya a la escuela?
—Los chicos así son a veces activos. Muy activos. Eso es todo.
Estas amables palabras no sosegaron a Klara. La falta de un testículo dejó una mancha más en la familia Poelzl. No sólo había una contrahecha, su hermana Johanna, sino un primo carnal que era un perfecto mentecato. Por no hablar de todos los hermanos difuntos de Klara, de sus hermanas e incluso de sus hijos muertos. Decidió que Adolf no había heredado la fuerte constitución de Alois, no, nada de la fuerza que el padre había obviamente transmitido a Alois hijo. Lo cual era también culpa de Klara. Había amado a su marido la noche en que Adolf fue concebido, pero sólo aquella noche, y de un modo..., ¿no fue pecaminoso? ¡Vaya una noche!
Pero de nuevo —sería demasiado tarde?— ella creía que había vuelto a amarle. Llegó a esta conclusión despacio, paso a paso, a lo largo de muchos meses, pero una hermosa noche de junio, año y medio después del traslado de Alois a Passau, sintió por él un nuevo respeto. Pues aquella tarde misma él había sabido que al cabo de otros seis meses sería destinado a Linz, la capital de la provincia, como jefe de aduanas. Era el cargo más importante que existía en todos los servicios entre Salzburgo y Viena, y llegaba en un momento oportuno, ya que iba a jubilarse al cabo de pocos años y su ascenso aumentaría la suma de su pensión.
Aquella noche engendraron. Quizás no hubo nunca una hora en que amó a Alois más simplemente, o en que comprendió lo mucho que ella deseaba un segundo hijo. Adi, con su testículo único, había sembrado en su corazón un horror ínfimo pero duradero. No se atrevió a pensar por más tiempo que el niño viviese una larga vida. Por el contrario, necesitaban otro hijo. Osó rezar para que fuese un varón. Resolvió que el nuevo sería tanto de ella como de Alois.
Edmund nació el 24 de marzo de 1894, unos meses antes de que Adolf cumpliera cinco años. Klara le había dicho que pronto tendría un hermano o —si Dios quería— una hermana, y Adolf estaba preparado para los dos casos. Tenía ganas de jugar con el bebé cuando llegase. Esperaba conocer a un niño de la mitad de su edad, al menos medido conforme al tamaño, un ser vivo que supiese hablar o, como mínimo, capaz de escuchar. Sin embargo, al acercarse a la cama de Klara se quedó boquiabierto, pues allí sólo vio un rebujo de tela sobre su pecho y una cara dentro del envoltorio tan arrugada como una manzana vieja.
Supo que se avecinaban cambios cuando la noche anterior le enviaron a la casa de un vecino, donde sufrió las molestias de dormir en una cama pequeña entre Angela y Alois hijo (que no paraban de pellizcarse por encima de su cuerpo, situado entre ambos). Esta conciencia se convirtió en su primera gran tristeza cuando, al día siguiente, corrió a la cama de su madre y la comadrona estiró una mano tan grande como su cara y dijo: «No hagas daño al bebé.»
Klara lo empeoró. Le puso una mano en la cabeza. Pero fue un contacto pasajero y en él Adi no percibió amor. Las lágrimas afluyeron a sus ojos.
—Ah, el pobrecillo —dijo la comadrona, y le sacó de la habitación—. Dentro de unos días podrás acercarte a tu nuevo hermano.
—¿Hablará conmigo?
—Oh, serás el primero que le comprenda.
Dicho lo cual, se rio y volvió junto a la cama donde estaba la madre.
Rara vez Adolf se aproximaba lo bastante a Klara. Pero unas pocas semanas antes, todas las mañanas había disfrutado de la misma conversación con ella.
—Mamá —preguntaba Adi—, ¿eres la mujer más guapa del mundo?
Ella le revolvía el pelo.
—¿Tú qué crees?
—Creo que eres la más guapa.
Ella le estrechaba contra el pecho. El amor que él sentía por sus pechos no era tan absoluto como antes. Sin embargo, fingía que lo era, aunque hacía ya un año que ella le había destetado. Ahora no sólo se atiborraba de los pastelitos de nata que ella solía preparar para el postre, sino que los devoraba a tal velocidad que Alois hijo se quejaba sonoramente si Klara estaba presente o, en su ausencia, le daba un coscorrón en la cabeza a su hermano menor. Presa de un nuevo desasosiego por la escasa atención que por entonces le prestaba a Adi, Klara defendía su derecho a los pasteles.