Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Bueno, Alois dijo a Adi y a Edmund que volvieran a la casa para ayudar a su madre. Era una broma. Klara tendría que ordeñar la vaca, alimentar a la puerca, almohazar al caballo y ocuparse del gallinero, pero él necesitaba recorrer sus tierras solo. Tenía que tomar bastantes decisiones. De modo que una vez más examinó el estado de los nogales y los árboles frutales. La última vez que los había visto había bastante nieve en el suelo, pero los árboles parecían sanos y las grandes ramas aparentaban poseer integridad, fuerza, una derechura aceptable, no demasiadas formas torturadas que indicaran secuelas de tormentas tremendas cuando los árboles eran jóvenes.
Comprendió que en verdad apenas había inspeccionado el lugar antes. Le bastó con que el precio fuera razonable y con que la casa tuviera una hermosa vista. Había tenido que apresurarse: no podía pasar días yendo y viniendo de Linz.
No obstante, la compra no le satisfacía tanto como había previsto. Al recorrer los prados y subir el único repecho de su nuevo dominio, descubrió que el terreno era menos extenso de lo que recordaba, eran exactamente nueve acres, un buen tamaño para un desfile de tropas. De otro lado, tres o cuatro acres valdrían para un campo de patatas decente y manejable. ¿Plantaría remolachas en otro acre? ¿Podría plantar aquel año? Ahí estaba el problema. No podría empezar hasta el final de junio, o a principios de julio, pero por esas fechas ya habría vuelto Alois hijo, terminado su curso, y sí, quizás pudiesen comenzar algún arado tardío.
Mientras tanto se sintió decepcionado. Tuvo que reconocer —una vez más— que aquel verano aún no podría criar abejas. El grueso del proyecto tendría que esperar. La recogida de miel comenzaba en abril y apenas duraba hasta septiembre. Había que estar allí desde el principio. Debía esperar, en suma. De acuerdo, disponía de nueve meses para prepararlo todo, a partir, como mínimo, del momento en que volviera allí para quedarse
permanentemente,
en junio, a fines de junio, y le asaltó al pensarlo un inesperado y muy desagradable escalofrío anticipatorio. ¿Sabía lo que estaba haciendo? Era un pensamiento que tuvo que relegar a la trastienda de su cerebro. Llevaba muchos años controlando sus sentimientos, y no estaba dispuesto a perder el control.
El primero de julio, Klara estaba visiblemente encinta. Al cabo de siete meses, suponiendo que el bebé naciera sin percances, habría un total de ocho niños vivos o muertos que habían venido al mundo por intermedio de Alois. Por supuesto, si él quería, podía añadir algunos no muy justificados: había conocido a una serie de cocineras y doncellas que habían concebido gracias a lo que cabría denominar una paternidad mixta. Y sí, cada vez que una de ellas se había declarado embarazada, él había admitido que podría ser el verdadero padre, pero ¿ella no había estado también con Hans y Gerhardt y Hermann y Wolf? Con raras excepciones (como Fanni), aquellas mujeres no estaban en condiciones de discutir. Bastaba con hacerles un regalo decente.
Allí, en Hafeld, topaba cara a cara con el otro lado de aquellos logros. A través del calor de julio, en su granja encima de la colina, tenía que mirar a las cinco caras durante todas las comidas, desde la de Klara a la Edmund, que tenía dieciséis meses y ya empezaba a hablar. En enero habría otro niño. Estaba acostumbrado a vivir con caras de gente delante, más caras nuevas que las que veía la mayoría de la gente, pero ahora eran siempre las mismas jetas. No estaba habituado a afrontar cuestiones como si Edmund, por ejemplo, había descubierto una nueva expresión o si sólo estaba gorgoteando viejas gotas de sonido.
Regentar la granja era otro cantar. Le complacía el trabajo de Angela. Para ser una chica de doce años que se había estado poniendo crema en las manos desde los ocho —una niñita urbana, proclive a que la mimaran—, prestaba, para sorpresa de Alois, una ayuda decente. Siempre estaba almohazando a los dos caballos y bañando a la vaca aun cuando la corpulenta hembra no lo necesitara. También hacía reír a Adolf y a Edmund con la alegría entusiasta que expresaban los gruñidos vigorosos de la cerda cuando se le acercaban con comida.
Rosig
(Rosada) era un ejemplar grande, incluso para un puerco de feria, y parecía feliz en su revolcadero hediondo, con su escarapela rosa encima de la pocilga, un premio del verano anterior a la compra de la granja. El invierno siguiente, cuando no les agobiaran todas las labores nuevas y dispusieran de tiempo, Angela quería preparar de nuevo a
Rosig
para una competición local. Sí, decidió Alois, su hija era un premio ella misma. Angela incluso se esforzaba en mantener apartado el estiércol de los animales. Insistía en llevar cada recolección a un montículo distinto. ¿Por qué? Porque le dijo a Klara: «Mi padre lo querría así. Bonito y limpio.» Hasta logró que Adi participara en la tarea. Aunque era seguro que al niño le entraría una rabieta, ella la sobrellevaba. Después el chico la seguía, con la nariz levantada de horror hacia el cielo, pero aun así acarreaba un segundo cubo de estiércol.
Terminado su curso escolar, Alois hijo llegó a la granja a comienzos de julio. Durante una temporada corta, nadie pudo superarle en el trabajo. Desde el principio fue espléndido con los caballos, sobre todo con Ulan, un semental de cinco años. Alois estaba orgulloso de lo rápido que el chico se acostumbró a la silla. El joven siempre estaba dispuesto para la alegría de un medio galope a pelo cuesta arriba y abajo, acompañado por los gritos a pleno pulmón de Angela y Adi. Sí, también se ofrecía a pasar el arado con el caballo de tiro, Graubart. Pronto hubieron removido acres de duro suelo de pasto para cultivar patatas, las mismas de simiente que Klara había comprado y almacenado en la bodega una semana antes de su llegada. Alois hijo trabajó dos semanas con más ahínco de lo que su padre habría creído.
De repente cesó aquella ráfaga. Llegó una mala noticia en una carta de la escuela de Passau. Alois había suspendido la mitad de las asignaturas. Tendría que repetirlas.
—No volveré —le dijo a su padre—. Los maestros son tan estúpidos que nos reímos de ellos.
Sí, el chico debía de haber rumiado durante las dos semanas la mala noticia escolar, pero sin decir una palabra se había limitado a trabajar de firme. Durante este tiempo habían excavado hoyos de veinticinco centímetros en los tres acres elegidos, un suelo terco y resistente, y después habían depositado las patatas de siembra en aquellas trincheras superficiales y las habían cubierto ligeramente, cada retoño a treinta centímetros del otro, cada surco a menos de un metro del siguiente, pero aquello sólo había sido el comienzo. A continuación venía la tarea de desherbar y fertilizar. A Alois le asaltaron malos recuerdos de cincuenta años atrás. Ahora encontró larvas blancas y gusanos, y tuvo que vigilar para que los escarabajos y los áfidos no mordisquearan las primeras hojas de la patata hasta transformarlas en un encaje verde. Todos los días había que volver a desbrozar.
El riego no tardó en ser un problema. Sólo se podía cavar unos centímetros para la irrigación de los canales. Si cavaban más hondo, la pala destrozaría las raíces de las patatas. Sin embargo, las trincheras pronto se llenaron de cieno. Había que dedicar horas a acarrear cubo tras cubo de agua de pozo ladera arriba hasta el prado. Una de aquellas tardes, el chico desapareció. Se había ido a cabalgar con Ulan. Alois lo sustituyó con Angela y ella cargó el agua durante el resto de la jornada, una labor pesada para una chica de su estatura.
Aquella noche, Alois echó una bronca a su hijo delante de los demás.
—Te pareces mucho a la loca de tu madre —le dijo—. Sólo que tú eres peor. No tienes excusa. Tu madre, al final, no estaba en sus cabales, pero al menos había trabajado duro. Tú eres un haragán.
Si el episodio hubiese ocurrido tan sólo un año antes, Alois le habría propinado una tunda, de esa variedad apocalíptica que deja una cicatriz en el corazón, pero ahora el chico, a juzgar por la expresión de sus ojos, era lo bastante bravo para no dar cuartel a Alois. Por tanto, no le pegó. Llegó a la conclusión de que no hacerlo fue un error. Una buena zurra habría dejado zumbando la cabeza del chico. Ahora Alois hijo podría pensar que su padre le tenía un poco de miedo, quizás un poco, sí. En la práctica, siguió reduciendo la duración de su horario: era un mozo de ciudad haciendo un trabajo veraniego. Poco antes de la puesta de sol, pedía permiso al padre para montar a Ulan.
Alois se dijo a sí mismo que el problema consistía en que no era un padre severo. Por debajo de toda su aspereza, tenía un corazón blando. Lo cierto era que adoraba a su hijo. Era tan atractivo. Inquieto, sí, y víctima de arrebatos terribles, igual que su madre. Tenía un orgullo un tanto desmedido, y distaba mucho de estar obteniendo una educación decente. Aun así, cuando quería sabía ser tan encantador como Fanni. A Alois le recordaba lo bien que ella se movía. Incluso se enorgullecía de la rapidez con que el chico se había entendido con el semental. El propio Alois dudaba a la hora de montarlo. Era en verdad un largo recorrido hasta el suelo para un hombre pesado. Pero Alois hijo lo ensillaba con todo el esplendor de un cadete, de aquellos que paseaban por las mejores calles de Viena luciendo las botas que Alois les había hecho en aquellos años en los que admiraba tanto su prestancia de jóvenes. Evocó recuerdos de aquellos oficiales pavoneándose en la Ringstrasse con sus bellas damas, mientras él, el aprendiz, había soñado con encontrar para sí a una joven, elegante y bonita sombrerera, ¡sí, el viejo sueño! Abrirían una tienda que ofreciese los más finos sombreros artesanos y las botas más espléndidas, un sueño idiota, pero su hijo Alois le recordaba a aquellos cadetes. Era un joven muy atractivo. No se parecía en nada a Adolf, con su mal genio histérico, ni a Edmund, lleno de mocos.
Así que era incapaz de negársela cuando Alois le pedía una hora libre. Al fin y al cabo, había que ejercitar a Ulan. Y el caballo amaba a su joven jinete, pero no al padre: cada vez que se acercaba, el animal le enseñaba los dientes, en un gesto de maldad inconfundible.
Una noche calurosa de agosto, Alois hijo se tomó otra licencia desagradable. Esta vez, Klara se enfureció. El chico estaba sentado a la mesa para la cena, pero faltaba Angela. Estaba en el establo almohazando la piel mojada de Ulan después de que su hermano le hubiese puesto al galope al volver de los bosques, y de que luego le hubiera permitido sentar el paso un tiempo demasiado breve para que descansara. Klara no daba crédito a una conducta tan egoísta. Fue una de las pocas veces en su matrimonio que habló con brusquedad a su marido. Se hallaba ahora en su sexto embarazo y él, en aquel momento, no era el tío para ella.
—¿Le has consentido a tu hijo que deje ese trabajo a Angela? Eso no está nada bien.
—A Angela le gusta almohazar a Ulan —dijo él—. A mí no.
Alois hijo, por su parte, alzó la voz.
—Quizás yo no sepa tanto de caballos —dijo Klara—, pero sí puedo decir que el que monta al animal tiene que atenderlo luego. El caballo nota la diferencia. Aunque tú no la veas.
—No sabes nada de esto —dijo su hijastro—. De caballos no tienes la menor idea.
—¡Silencio! —gritó Alois—. Y cierra la boca hasta el final de la cena. No digas una palabra.
Al entrar en la refriega varios pasos por detrás de Klara, tuvo que demostrar autoridad.
—Sí, silencio —repitió—. Lo exijo.
—
Jawohl!
[3]
—gritó su hijo.
Alois hubo de preguntarse si le estaba obedeciendo o se estaba burlando.
—Lo repetiré —dijo Alois—. No abras la boca hasta que acabe la cena. Ni una palabra.
El hijo se levantó y abandonó la mesa.
— Vuelve — dijo Alois— . Vuelve, siéntate y no hables. Hubo una pausa y el chico volvió, pero en ella ya hubo una sugerencia de todo lo que podría avecinarse.
Terminaron la cena sin decir una palabra. Angela llegó acalorada por la tarea, empezó a hablar y luego se calló. Se sentó, con la cara todavía húmeda por la rápida limpieza que había hecho con el cucharón, y bajó la cabeza ante la comida. Sentado a su lado, Adi estaba tan excitado y lleno de aprensiones que se quedó rígido de miedo a ensuciarse encima. ¿Y Klara? Comía despacio, haciendo muchas pausas, con la cuchara en alto. Le embargaba el deseo rebelde de reprender otra vez a su hijastro y después —un impulso no menor— a su propio Alois. Pero no dijo nada. Estaba vedado entrometerse con dos hombres que estaban tan furiosos. Edmund, el pequeño y babeante Edmund, se echó a llorar.
Esto brindó una solución. Klara lo cogió y abandonó la mesa. Alois se levantó entonces y salió de la habitación. Angela y Adi recogieron los platos para fregarlos y Alois hijo siguió sentado a la mesa, instalado dentro de su silencio, con una grave compostura, como si hubiese transmutado la orden de su padre en una especie de reverencia dirigida a sí mismo.
Alois padre no pudo dormir aquella noche, y al final de la tarde siguiente dejó el trabajo temprano. Por primera vez en bastante tiempo, fue a la única taberna que había en la zona, en Fischlham, a un buen kilómetro y medio.
Había dudado si debía ir. La parroquia era menos de su gusto que sus antiguos compinches de Linz. Además, conocía a los campesinos lo bastante para saber cómo le recibirían. Oía de antemano algunos pensamientos. «El campesino que trata de comportarse como un millonario», dirían a sus espaldas. O, igual de probable, lo contrario: «Este rico idiota que quiere jugar a ser campesino.»
Había visitado a un par de vecinos en enero, cuando vio por primera vez la casa que iba a comprar, y les había hecho algunas preguntas. No le habían tratado con mucha confianza. Se lo esperaba. No iban a hablar con un extraño que quizás optase por no comprar la granja, pero que podría repetir cosas que les había oído decir y que quizás fueran ofensivas para el dueño. En suma, a Alois le dieron sólo las buenas noticias, buena tierra, sólo unos pocos animales pero un ganado excelente, una cerda de feria, un buen huerto; sí, y nueces, que era dinero fácil una vez al año.
No se había molestado en creerles. Tampoco en no creerles. Quería la granja. Había contado con que no podía ser tan buena como parecía y, en efecto, no lo era. Ya la vaca grande que había estado dando una leche estupenda tenía enfermas las ubres.
Sacó a colación este asunto en la taberna de Fischlham. Necesitaba hacerlo. Buscaba unas cuantas opiniones sobre los méritos respectivos de los veterinarios de la comarca, y las utilizó como una oportunidad de incitar a los granjeros a que también fueran francos sobre otras materias. Quizás no le considerasen siempre un idiota jubilado. Así que escuchó las opiniones prudentes sobre los veterinarios locales y no aprendió nada útil. A continuación habló de su tierra.