A las siete menos cuarto, se dio cuenta de que estaba bañado en sudor. Debía de haber por lo menos treinta y cinco grados en aquel cubículo. Abrió el ventanuco, que estaba protegido con dos gruesos barrotes, y comprobó que daba a un callejón. Volvía a llover. El ruido de la lluvia entró en el exiguo espacio al mismo tiempo que una racha de frescor.
A las 19:07, comprendió por fin cómo debía proceder. Una vez que hubo recuperado las grabaciones de la cámara que filmaba el aparcamiento, se dio cuenta de que solo había una manera de llegar al momento que buscaba —si existía—. Para ver las imágenes captadas poco antes de las 20:30 del viernes anterior, debía hacer pasar la grabación en lectura acelerada.
Realizó una primera tentativa, pero la lectura acelerada se bloqueó misteriosamente al cabo de varios minutos y la filmación volvió al punto de partida.
—¡Mierda, mierda, mierda, mierda!
Su voz resonó en el pasillo y el vestíbulo vacíos. Respiró hondo para calmarse y convencerse de que lo iba a conseguir. Sudaba profusamente y la camisa se le pegaba a la espalda. Decidió pasar la grabación en lectura acelerada hasta cierto punto, después en lectura normal y retomar un poco más adelante la lectura acelerada.
A las 19:23, el corazón le empezó a latir más deprisa. Las 20:12… Volvió a poner la lectura normal. Algo había accionado la cámara en ese momento. Un coche abandonaba el aparcamiento. A continuación venía una sucesión de imágenes fijas que fragmentó ligeramente la maniobra del vehículo. Servaz observó el coche que pasaba delante de la cámara. Un relámpago iluminó la pantalla. Los limpiaparabrisas iban y venían, en plena tormenta, y era difícil distinguir algo en el interior. Después, en un fugaz instante, atisbo una pareja de unos cincuenta y tantos años y se llevó otra decepción. La imagen se interrumpió y volvió a encenderse a las 20:26. Otro coche pasaba, detrás de la cortina de lluvia… La luz disminuía, pero el sistema compensaba la falta de luminosidad. Al fondo, sin embargo, la entrada del aparcamiento se veía cada vez más borrosa y no estaba seguro de si distinguiría algo si alguien salía en ese momento… Se frotó los párpados. Los ojos le escocían de tanto mirar la pantalla. El ruido de la lluvia era ensordecedor. Era como si acabaran de grabarlo. De repente, se puso rígido. Hugo… Acababa de salir del pub. Pese a la deficiente calidad de la imagen y a la tormenta, no cabía la menor duda de la identidad de la persona que acababa de franquear la puerta. La ropa era la misma que la que llevaba la noche del asesinato. El corte de pelo y la forma de la cara correspondían también. Servaz tragó saliva, consciente de que los próximos segundos iban a ser decisivos.
«Vamos. Avanza…».
Con la vista fija en la pantalla, observó cómo el joven caminaba entre los coches. El desfile de una decena de imágenes por segundo entrecortaba un poco sus movimientos. El joven se detuvo en medio de la avenida y elevó la mirada hacia el cielo. Así permaneció durante varios segundos.
«Pero ¿qué diantre haces?».
La inmovilidad de Hugo lo llevó a pensar que tal vez la imagen se había bloqueado. Mientras tanto, seguía pendiente de la puerta del pub, pero no había novedad de ese lado… Sus latidos eran perceptibles hasta la punta de sus sudorosos dedos, que habían dejado un húmedo rastro en el mando. «Avanza…». Servaz buscaba con la mirada el coche, el que Hugo había dejado delante de la casa de Claire Diemar, pero no lo veía. Tenía que estar, sin embargo allí, en algún sitio, en esa avenida… De repente, Hugo giró a la derecha y desapareció… «¡Mierda!». ¡En medio del aparcamiento se elevaba una especie de caseta y Hugo estaba detrás! Maldiciendo su suerte, Servaz iba a descargar un puñetazo en la mesa cuando, al fondo, se abrió la puerta del pub.
«¡Dios santo!».
No se había equivocado. Abrió la boca, con la mirada clavada en la pantalla. Tenía una posibilidad, una minúscula posibilidad. «Acércate…». La silueta avanzó por la avenida en dirección a la cámara, con los mismos andares algo discontinuos provocados por la sucesión de imágenes fijas. Se dirigía al sitio donde estaba aparcado Hugo. Servaz tenía la boca seca. El recién llegado era alto y delgado, y llevaba la cabeza cubierta con la capucha de la chaqueta. ¡Mierda! Servaz comprendió, iracundo, que no iba a verle la cara. Había, con todo, un punto positivo. Aquella grabación volvía cada vez más creíbles las declaraciones de Hugo, aunque no constituyera una prueba definitiva. La figura encapuchada desapareció a su vez detrás de la caseta.
«¿Y ahora qué?».
Quedaba todavía una posibilidad… El coche iba a dar marcha atrás y entraría un momento u otro en el campo de visión de la cámara. Quizá vería quién iba al volante. Servaz aguardó, con un nudo en la garganta y los nervios a flor de piel. Tardaba demasiado. Estaba pasando algo. Aquello no era normal.
Un ruido.
Se irguió como si le hubieran propinado un puntapié. Había oído un ruido… no en el exterior, sino en el banco.
—¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Tal vez lo había imaginado. La lluvia de verano causaba tal estrépito al otro lado de la ventana que ya no estaba seguro. Una vez más, los truenos hicieron temblar el aire del atardecer. Quiso volver a centrar la atención en la pantalla. No, había oído algo… Apretó el botón «pausa» y se levantó.
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —preguntó en el pasillo.
Su voz resonó, transportada por el eco del vestíbulo vacío que se abría al fondo del corredor. En el otro extremo había una puerta de emergencia metálica provista de una barra horizontal. Estaba cerrada.
Tras un instante de duda, se dirigió al vestíbulo. Nadie. Las ventanillas, las hileras de sillones de colores, la línea blanca… El vestíbulo estaba desierto. Dio media vuelta.
Pero había algo… Ahora lo notaba…
Una leve corriente de aire.
Parecía como si viniera de un punto situado entre la ventana de su cubículo y… otra abertura. Giró en redondo en el centro del vestíbulo y observó la plaza desierta a través de las puertas vidrieras. Estaban cerradas con llave. Adentro, la sombra se instalaba en los rincones. La sombra y el silencio. Servaz tuvo la impresión de que le pasaban un rallador encima de los nervios. Buscó el arma y la desenfundó. Hacía meses que no ejecutaba aquel gesto, desde el invierno de 2008-2009 para ser exacto.
Desde lo de Hirtmann…
«¡Mierda!».
Flanqueó el mostrador de las ventanillas. Había un segundo pasillo al otro lado. Servaz caminaba ahora con pasos medidos, empuñando el arma. Confiaba en que nadie pasara en ese momento delante de las vidrieras del banco y lo viera. Aún no estaba del todo seguro de que aquello no fuese una reacción paranoica. De todos modos, mantenía el arma en la posición reglamentaria, esperando no tener que utilizarla. El sudor le resbalaba hasta los ojos, obligándolo a pestañear.
El otro pasillo era menos largo que el primero. Solo contaba con una puerta, la de los lavabos.
Dobló las rodillas y alargó la mano hacia el suelo, hasta el resquicio de dos centímetros situado bajo la puerta de los lavabos.
La corriente de aire pasaba por allí.
Abrió lentamente el batiente, bajo la presión del mecanismo de cierre automático. Sintió un olor a producto de limpieza. De repente, la corriente de aire aumentó y se incrementó su aprensión.
La puerta del baño de hombres estaba abierta.
★ ★ ★
Alguien había olvidado cerrar aquella ventana y como el director no había activado la alarma, nadie se había dado cuenta. Trataba de encontrar una explicación simple. Sus sospechas eran poco racionales. La idea de que alguien se hubiera colado en el banco para agredirlo cuando esa misma persona habría podido hacerlo en cualquier otro sitio afuera y en más de una ocasión le parecía muy cogida por los pelos.
Apoyando los dos pies en la cubeta del váter, se aupó hasta la altura del ventanuco. Tenía los mismos barrotes que su cubículo. La lluvia seguía cayendo allí. Por ese lado no había nada anormal. Cuando bajaba oyó otro ruido, fuera del baño pero en el interior del banco. Esa vez, la sangre se precipitó en sus venas como el agua de una presa en una turbina. El miedo lo asaltó de improviso. Se volvió hacia la puerta, con el pulso alterado y las piernas flojas. Había alguien, en algún sitio del banco. Apretó el arma, pero la mano le resbalaba en la culata a causa de la humedad.
Podía pedir refuerzos. Pero ¿y si se equivocaba? Ya se imaginaba los titulares: «Un policía sufre un ataque de paranoia en los locales de un banco vacío». También podía llamar al director y aducir que no conseguía leer las grabaciones. ¿Y después qué? ¿Se quedaría encerrado allí esperando a que apareciera alguien? Se hallaba sumido en tales reflexiones cuando oyó el ruido de la puerta de emergencia que se cerró de golpe.
«¡Por todos los demonios!».
Salió como una exhalación del baño, pasó corriendo delante de las ventanillas y se precipitó patinando por el pasillo. Traspasando a su vez la puerta metálica, salió a una escalera. Encima de él, sonaban unos pasos apresurados. ¡Mierda! Servaz cogió impulso. Había dos tramos de escaleras de cemento y una puerta por nivel. Los escalones vibraban bajo sus pies. Aguzó el oído para tratar de oír si el fugitivo abandonaba las escaleras, pero tenía la certidumbre de que seguía subiendo. Al cabo de tres pisos se quedó sin resuello y, con el pecho encendido, tuvo que agarrarse a la barandilla metálica. En el séptimo, se paró para recobrar aliento, doblado en dos, con las manos en las rodillas. Los pulmones le silbaban. El sudor le bajaba por la nariz y tenía empapado el dorso de la camisa. El otro seguía subiendo: notaba las vibraciones bajo los pies. Reanudó el ascenso. Justo cuando llegaba al séptimo piso, una puerta metálica chirrió y después dio un sonoro golpe al cerrarse encima de él. Abrió la del séptimo, que no chirrió ni se cerró de golpe tampoco. El fugitivo no había salido por una puerta de acceso a las plantas… El corazón le brincaba en el pecho como si fuera a explotar. Por un instante, se planteó si podía fallecer de un ataque al corazón, subiendo una escalera en pos de un asesino.
Superó el noveno piso.
Los músculos le pesaban una tonelada cuando franqueó por fin los dos últimos tramos de escalones. El techo… El ruido metálico venía de allí. Era allí donde se había refugiado el fugitivo. La aprensión volvió a crecer. Titubeó, acordándose de la investigación en los Pirineos, del vértigo, de su temor al vacío.
Estaba inundado de sudor. Cambiando el arma de mano, se secó las palmas en el pantalón y después se enjugó la cara con la manga. Esperó a que se le calmara un poco el pulso, con la mirada fija en la puerta metálica cerrada.
¿Qué lo aguardaba al otro lado? ¿Y si era una trampa?
Sabía que su miedo al vacío lo colocaría en posición de inferioridad, pero tenía un arma…
Aunque también podía ser que la persona a la que perseguía fuera armada.
Dudaba sobre cómo encarar la situación, espoleado a un tiempo por la impaciencia y la noción de apremio. Apoyó una mano temblorosa en la barra metálica. La puerta chirrió al empujarla. Luego la tormenta, los relámpagos, el viento y la lluvia le saltaron a la cara. Notó que el viento era mucho más fuerte allá arriba. Bajo sus pies sonó un crujido de grava. Esta recubría el vasto espacio de la azotea, rodeado de un murete de cemento de apenas veinte centímetros. Con un nudo en el estómago, percibió los tejados de Marsac, el cielo inmenso como un mar, poblado de nubes. Dejó que la puerta se cerrase tras él. ¿Dónde se había metido? El viento le agitaba el cabello. Miró a derecha e izquierda. Una hilera de remates de un metro de altura, llenos de orificios de ventilación, sobresalían del nivel de la terraza. También había unos gruesos tubos colocados a ras del suelo, tres parábolas… y nada más.
¡¿Dónde se había metido?!
La lluvia, cada vez más violenta, se le colaba por el cuello y por la nuca, le martilleaba la cabeza y le lavaba la cara. Sobre la ciudad se habían instalado unos oscuros nubarrones. Los relámpagos iluminaban de manera intermitente las colinas. Tenía la sensación de hallarse suspendido en pleno cielo.
Sintió el viento en los oídos.
Se había producido un ruido a su izquierda…
Volvió la cabeza de ese lado, con el arma a punto. En el mismo instante su cerebro analizó la situación y en una centésima de segundo emitió un dictamen: «Trampa». Sería una piedrecita, un objeto, algo que habían tirado para atraerlo hacia la dirección equivocada.
Oyó, demasiado tarde, la estampida a su espalda y sintió el brutal choque contra su columna vertebral cuando alguien le cayó encima, lo cogió por la cintura y lo empujó rápidamente hacia delante. El estómago se le vació como un sifón por efecto del pánico y se le doblaron las piernas. Soltó el arma, con las manos sacudidas por un espasmo.
Aprovechando la ventaja del impulso inicial y de la sorpresa, su agresor lo agarró y comenzó a arrastrarlo. Sin margen de reacción, se sintió precipitado a toda velocidad hacia el borde de la azotea.
¡Hacia el vacío!
—¡Noooooo!
Oyó su propio grito, vio cómo el borde se aproximaba y el paisaje entero acudía a su encuentro, pese a sus denodados esfuerzos para aferrarse a la grava con los pies.
Diez pisos.
Su campo visual, que abarcaba los árboles, un parquecito semejante a un
square
inglés, con sus edificios de ladrillo rojo y sus cornisas blancas, sus tejados, su campanario cuadrado y puntiagudo, sus coches, una paloma, se ensanchó al tiempo que se difuminaba su contenido, distorsionado por el miedo, la lluvia y el vértigo. Lanzó un alarido. Vio la totalidad de la plaza sumida en la sombra, la sucesión de los balcones a sus pies, las rayas verticales y convergentes de la lluvia, la punta de sus zapatos que chocaban contra el murete de cemento, su cuerpo decantado hacia delante, a punto de sufrir la basculación fatal…
Permaneció así un instante, suspendido al borde del abismo, retenido tan solo por una mano que lo agarraba por la espalda.
Después recibió un violento golpe en la cabeza y ya solo vio manchas de luz mientras se precipitaba en un agujero negro.
★ ★ ★
Irène Ziegler y Zuzka Smatanova aterrizaron en el aeropuerto de Toulouse-Blagnac, provenientes de Santorini, a las 20:30 de esa noche. El vuelo había durado menos de dos horas y todavía conservaban en la retina la imagen de la isla que habían podido contemplar desde el avión, con su vertiginoso acantilado de ciento veinte metros de altura, lamido por un resplandeciente mar, y las casas blancas posadas cual excrementos de pájaro en la cumbre del antiguo volcán.