—Genial, ¿no? —comentó el forense—. Me gustaría saber quién es el idiota que les ha pasado la información. En todo caso, debe de venir de la policía.
—Me tengo que ir —anunció.
★ ★ ★
Espérandieu escuchaba
Knocked up
, de los Kings of Leon, cuando Servaz entró en la oficina.
—¡Joder, qué cara traes!
—Sígueme.
Espérandieu miró a su jefe y comprendió que no era momento para preguntas. Se quitó los cascos y se levantó. Martin ya había salido y caminaba a grandes zancadas hacia la puerta de acceso al pasillo que conducía a la oficina de la dirección. Después de cruzar la puerta cortafuegos pasaron delante del rincón que hacía de sala de espera, con sus sofás de cuero, y del escritorio de la secretaria.
—¡Está reunido! —advirtió esta al verlos.
Haciendo caso omiso, Servaz siguió hasta la puerta y llamó.
—… abogados, notarios, peritos tasadores… actuamos con sumo tacto, pero sin dejar de insistir —decía Stehlin a varios miembros de la brigada de asuntos financieros—. Martin, estoy reunido.
Servaz se acercó a la gran mesa, saludó a los congregados y depositó el periódico abierto en la página 5 delante del director del servicio regional de la Policía Judicial. Stehlin se inclinó y al ver el titular, levantó la cabeza con las mandíbulas comprimidas.
—Señores, terminaremos esta discusión más tarde.
Los cuatro hombres se levantaron y salieron, dedicando perplejas miradas a Servaz.
—El soplo tiene que venir de aquí —afirmó este sin preámbulos.
El comisario de división Stehlin estaba en mangas de camisa. Había abierto todas las ventanas para dejar entrar el aire todavía templado de la mañana y el estrépito de la avenida invadía la sala. El aire acondicionado estaba averiado desde hacía días. Con la cabeza señaló los asientos situados frente a su escritorio.
—¿Tienes una idea de quién puede ser? —preguntó.
En un rincón, un fax escupía mensajes; el comisario lo mantenía permanentemente encendido. Servaz guardó silencio. En el tono de la pregunta había captado una advertencia: cuidado con acusar sin pruebas. De manera automática comparó a su nuevo jefe con su predecesor, el comisario de división Wilmer, con su impecable perilla y su eterna sonrisa, adherida a sus labios como un herpes tenaz. Wilmer siempre lucía el no va más en cuestión de trajes y corbatas. Para Servaz, el hecho de que él mismo hubiera ocupado aquel cargo era la prueba de que un imbécil puede trepar hasta considerables alturas si hay otros imbéciles por encima de él. En la celebración de su despedida, el ambiente había sido frío y protocolario y, cuando Wilmer pronunció su discurso de agradecimiento, los aplausos fueron escasos. Stehlin se había mantenido al margen, sin corbata, en mangas de camisa igual que ese día. Con su apariencia de policía raso, había estado observando con atención a su futuro grupo. Servaz también lo había observado a él y había llegado a la conclusión de que su nuevo jefe había comprendido, ya en ese instante, toda la labor que le esperaba para reparar los estragos provocados por su predecesor. A Servaz le caía bien Stehlin. Era un buen policía que había conocido el trabajo de base, no un tecnócrata que abría el paraguas al menor chaparrón.
Stehlin se volvió para coger algo que tenía detrás. Era el mismo periódico. Lo colocó encima del suyo. No había aguardado a Servaz para leerlo.
—De una cosa estoy seguro —dijo este—. No puede venir ni de Vincent ni de Samira. Tengo absoluta confianza en ellos.
—Eso reduce mucho las posibilidades —señaló Stehlin.
—Sí.
Stehlin cruzaba, con expresión sombría, los dedos encima de la mesa.
—¿Qué propones?
Servaz se tomó un instante para reflexionar.
—Lancemos una información de la que solamente se enterará él, una información falsa… Si mañana aparece en el periódico, habremos matado dos pájaros de un tiro: tendremos la certeza de que es él y podremos desmentir de manera formal la noticia y así desacreditar al periodista y a su informante.
Todavía no había dado ningún nombre, pero sabía que tanto el comisario como él pensaban en la misma persona.
—Una idea interesante… ¿Y qué información se te ocurre?
—Tiene que ser lo bastante creíble para que trague el anzuelo, y lo bastante importante para que la prensa quiera hablar de ello.
—Ya que vienes del depósito de cadáveres —sugirió Espérandieu—, podríamos dar a entender que el forense ha encontrado un indicio de importancia capital, un indicio que demostraría la inocencia del chaval.
—No, no podemos hacer eso —disintió Servaz—, pero sí podemos decir que han encontrado un CD de Mahler en casa de Claire Diemar.
—Pero si es la verdad… —objetó Stehlin, perplejo.
—Precisamente. Ahí está la trampa. No daremos el título correcto. En su momento, podremos decir con toda sinceridad que es totalmente falso, que no se ha encontrado la
Cuarta sinfonía
en ese lugar, sin precisar, claro está, que se ha encontrado otro CD.
Servaz sonrió con malicia.
—De este modo, cubrimos de ridículo lo relativo a la pista Hirtmann en el caso Diemar y el periodista que publique la noticia quedará desacreditado para una buena temporada. ¡Reunión dentro de cinco minutos con el grupo de investigación!
Se dirigía a la puerta cuando la voz de Stehlin lo detuvo.
—¿Has dicho «la pista Hirtmann»? ¿Es que hay una pista Hirtmann?
Servaz miró a su jefe y se encogió de hombros con fingido aire de ignorancia antes de salir.
★ ★ ★
Lejanos retumbos, calor, aire inmóvil y cielo gris. Hasta el propio campo parecía instalado en la expectativa de algo, paralizado como un insecto preso en la resina. Los pajares y los campos parecían abandonados, desiertos. Hacia las tres, se paró a desayunar en un restaurante de camioneros cuyos clientes hablaban a voces del rendimiento de la selección nacional de fútbol y de la competencia de su seleccionados Servaz creyó entender que en el próximo partido se iba a enfrentar a México e incluso estuvo tentado de preguntarles si era una buena selección, pero desistió. Sorprendido por aquel súbito interés por la competición, comprendió que albergaba la secreta esperanza de que eliminasen lo antes posible a aquel equipo para que pudieran por fin concentrarse en otra cosa.
★ ★ ★
Entró ensimismado en las calles adoquinadas de la pequeña ciudad, casi sin darse cuenta. Repasando la conversación de los camioneros del restaurante, de repente cayó en la cuenta de que todo había ocurrido en cuestión de pocas horas un viernes por la noche, durante un partido de fútbol que tenía pegado a las pantallas de los televisores a la totalidad del país. Era en esa cronología donde debían indagar. Debían concentrarse en lo que había pasado justo antes y reconstruir minuciosamente el desarrollo cronológico. Debía empezar por el punto de partida: el pub que Hugo había abandonado unos minutos antes de que se cometiera el crimen. Estaba cada vez más convencido de que la persona que buscaban no había elegido aquel sitio ni aquel momento al azar. Todo indicaba que el cronometraje era esencial. Aparcó el coche en el aparcamiento de la plazoleta, bajo los plátanos, y miró la terraza del pub. Estaba abarrotado de estudiantes, chicos y chicas. Igual que en su época, el noventa por ciento de la clientela tenía menos de veinticinco años.
★ ★ ★
Margot Servaz se sirvió un insípido café en la máquina del vestíbulo y, tras añadir una dosis suplementaria de azúcar recogido en el comedor, se caló los cascos en las orejas —una señal con la que proclamaba «no me vengáis a molestar»— y dedicó una discreta ojeada al trío David-Sarah-Virginie, que se encontraban en el otro extremo del ruidoso y concurrido vestíbulo. Se habían reunido en el recreo. Margot se mordió el labio mientras los espiaba, fingiendo interesarse por el cartel de anuncios en el que destacaban, entre decenas de carteles, uno que anunciaba el
BAILE DE FIN DE CURSO ORGANIZADO EL 17 DE MAYO POR LA ASOCIACIÓN DE ESTUDIANTES DE MARSAC y otro que decía FRANCIA-MÉXICO, PROYECCIÓN POR PANTALLA GIGANTE. JUEVES 17 DE JUNIO, 20.30 H, RESIDENCIA F DE LA FACULTAD DE CIENCIAS. NO FALTÉIS. ¡CERVEZA Y PAÑUELOS GRATIS
! Alguien había escrito encima con rotulador rojo: ¡
DOMENECH A LA BASTILLA
! La animación con que hablaban, lanzando miradas en derredor, la tenía escamada.
Era una lástima que no hubiera aprendido a leer los movimientos de los labios. Desvió con presteza la mirada cuando Sarah orientó la suya en su dirección y fingió hurgar con enojo en el receptáculo donde caía el cambio. Cuando volvió a levantar la vista, se alejaban hacia el patio. Se dispuso a seguirlos sacando el papel de liar y la petaca. En sus oídos, Marilyn Manson cantaba con su voz de sierra oxidada
Arma-goddam-motherfuckin-geddon
:
Muerte a las damas primero, después a los caballeros.
Las hijas satánicas se vuelven locas
Y jodidas suicidas.
Primero intentas follártelo
Después intentas comértelo.
Si no se acuerda de tu nombre
Más valdría que lo matases…
Eran su cantante y su grupo preferidos. Lo conocía todo de ellos. Al igual que el propio Marilyn Manson, el batería respondía al nombre de Ginger Fish, un cruce entre Ginger Rogers y Albert Fish, un asesino caníbal americano, de la misma manera que el bajo, que, siguiendo el mismo principio, había escogido como apodo Twiggy Ramírez, combinación de la célebre maniquí inglesa Twiggy y del asesino en serie Richard Ramírez. Ella, de todas maneras, se preguntaba si, en lugar de cargar únicamente las culpas contra la Asociación Nacional del Rifle, la poderosa organización americana que defendía el derecho a llevar armas de fuego, cada vez que un adolescente cometía una matanza en un colegio de Estados Unidos no habría que plantearse también la cuestión del efecto que podían tener unos clips tan hipnóticos y unas letras tan impregnadas de violencia. Aquel era, sin embargo, el tipo de cuestiones de las que no querían ni oír hablar los defensores de la libertad de expresión artística, por supuesto. A Margot ya la habían tildado de «reaccionaria» y de «fascista» cuando había sugerido que quizás «algunas porquerías comerciales erróneamente tachadas de artísticas no merecían inducir ni una sola muerte en un campus americano o en otra parte». Ella habría estado dispuesta a defender con uñas y dientes la susodicha libertad de expresión si alguien hubiera querido atacarla, desde luego, pero era aficionada a ese tipo de provocación. Como a Sócrates, le gustaba dinamitar las cómodas certidumbres de sus interlocutores, demoler sus respuestas demasiado rápidas, interceptar los pensamientos que se repetían en bucle.
Reparó entre el gentío en Sarah y Virginie, que fumaban en silencio, y en David, que se había sumado a otro grupo. Fue este último quien atrajo su atención. Había desaparecido de la circulación durante todo el fin de semana, pero Margot sabía que, al igual que Elias o ella misma, no había regresado a su casa. ¿Dónde se habría metido? Desde que había vuelto a hacer acto de presencia aquella mañana, parecía agitado y tenso. David era el mejor amigo de Hugo. Era raro verlos al uno sin el otro. Ella había hablado en más de una ocasión con él. Aunque le horripilaba su afición a no tomarse nada en serio, había intuido que detrás de aquella fachada de bufón había una gravedad, una herida que a veces le enturbiaba la mirada. Era como si aquella sonrisa instalada a perpetuidad en sus labios, en el centro de su barba rubia, fuera tan solo una armadura. ¿De qué lo tenía que proteger?
Margot comprendió que debía centrarse en él en ese momento.
—¿Has not… que… Davi… pare… nerv…?
La frase atravesó a duras penas la pared sonora en el momento en que Marilyn Manson vociferaba en sus oídos: «Folla, come, mata y vuelve a empezar».
—Elias… —dijo, quitándose uno de los auriculares.
—Te he seguido desde que hemos salido de clase —le informó este.
Margot enarcó una ceja. Elias la observaba por debajo de su mechón.
—¿Y qué?
—He visto tu tejemaneje… Los estás vigilando. Creía que te parecía idiota mi idea…
Se encogió de hombros y volvió a colocarse el auricular, pero él se lo retiró.
—En todo caso, deberías ser un poco más discreta —le gritó, elevando el volumen, al oído—. Aparte, me he informado: nadie sabe dónde estuvo David este fin de semana.
★ ★ ★
El dueño del Dubliners era un irlandés de Dublín que afirmaba, como cabía esperar, que Joyce era el mejor escritor de todos los tiempos. Ya llevaba el local por la época en que Servaz estudiaba en Marsac. Francis y él nunca habían llegado a conocer más que su nombre de pila. Todavía servía en la barra. Como Servaz, Aodhágán tenía veinte años más sobre las espaldas, con la diferencia de que en aquellos tiempos él ya tenía la edad actual del policía. Hacia mediados de los años ochenta, Aodhágán había llegado al sudoeste para enseñar inglés después de haber iniciado una carrera oficial en el ejército (algunos aseguraban que no se trataba de un ejército cualquiera sino del IRA), pero era demasiado colérico y pendenciero para ejercer la enseñanza y se había dado cuenta de que tenía más autoridad detrás de la barra de un bar que delante de una pizarra.
El pub de Aodhágán era el único de Marsac que, además de los sofás de cuero y madera y los dispensadores de cerveza de cerámica, contaba con unas estanterías llenas de libros en la lengua de Shakespeare. Su clientela se componía esencialmente de estudiantes y de representantes de la comunidad británica local. Cuando era estudiante, Servaz iba allí varias veces por semana, con Van Acker y algún que otro compañero, y no era raro que cogiera un libro de las estanterías aparte de tomarse una cerveza o un café. De esta manera se había enfrascado, a lo largo de aquellos gloriosos días, en la lectura de
El guardián entre el centeno, Dublineses
o
En la carretera
en versión original, con un voluminoso diccionario bilingüe al lado.
—Jesús, ¿es el joven Martin o es que estoy viendo visiones?
—Ya no tan joven, ya no tan joven.
Aunque en su cabello y su barba predominaba el gris, el irlandés conservaba aún aquella apariencia entre soldado de élite y pincha-discos de una emisora pirata de los años sesenta.
—¿Qué es de tu vida? —preguntó, abrazando a Servaz.
Cuando este se lo explicó, Aodhágán puso cara de extrañeza.