—Y yo que creía que tú serías el próximo Keats.
Ante su tono de decepción, Servaz quedó sumergido por un momentáneo sentimiento de vergüenza. Aodhágán le dio una palmada en la espalda.
—¡Invito yo! ¿Qué vas a tomar?
—¿Todavía tienes aquella cerveza negra?
Aodhágán respondió con un alegre guiño que acentuó las arrugas en su cara. Cuando volvió con la cerveza, Servaz le indicó el asiento de enfrente.
—Siéntate.
El irlandés lo miró con sorpresa y un asomo de recelo. Incluso después de todos aquellos años, había reconocido el tono, y no sentía más simpatía por la policía francesa de la que le había inspirado la británica.
—Has cambiado —observó, corriendo una silla.
—Sí. Me he convertido en policía. Aodhágán inclinó la cabeza.
—Si hay un oficio en el que no te habría imaginado, es ese —señaló.
—Las personas cambian —comentó Servaz.
—No todas…
En la voz del irlandés había una dolorosa entonación, como si le resultara penoso hacer aflorar traiciones, negaciones y renuncias. ¿Se trataría de las suyas o de los demás?, se preguntó Servaz.
—Tengo que hacerte unas preguntas…
Observó a Aodhágán, que le sostuvo la mirada. Servaz notó que el ambiente estaba cambiando. Habían dejado de ser el Martin y el Aodhágán de antes. Ahora eran un policía y un tipo a quien no le gusta la pasma, colocados frente a frente.
—Hugo Bokhanowsky. ¿Te dice algo el nombre?
—¿Hugo? Claro. ¿Quién no conoce a Hugo? Un chico brillante… un poco como tú por aquella época. No, más bien como Francis… Tú eras más discreto, te quedabas más en un segundo plano, aunque no tenías nada que envidiarles.
—¿Estás enterado de que lo detuvieron? —Aodhágán asintió en silencio—. Estuvo en tu pub la noche en que asesinaron a Claire Diemar y se marchó, según algunos testigos, unos minutos antes del asesinato. ¿Tú te fijaste en algo?
El irlandés reflexionó un minuto. Después miró a Servaz como debieron mirar los apóstoles a Judas.
—Yo estaba en la barra, sirviendo, lejos de la puerta. El pub estaba a tope esa noche y, como todo el mundo, estaba pendiente de lo que pasaba en la tele. No, no me fijé en nada.
—¿Te acuerdas de dónde estaban sentados Hugo y sus amigos?
Aodhágán señaló una mesa próxima al televisor colgado de la pared.
—Allí. Habían llegado pronto para coger los mejores sitios.
—¿Quién había en su mesa?
De nuevo, el irlandés se tomó un momento antes de contestar.
—No estoy seguro, pero me parece que estaban Sarah y David. Sarah es guapísima, la chica más guapa que viene por aquí, pero no por eso va de diva. Es una joven estupenda, un poco introvertida. Ella, Virginie, David y Hugo son casi inseparables. Me recuerdan a Francis, Marianne y tú a esa misma edad…
Servaz sintió una culebra que se desplegaba en su vientre y se colocaba en círculo apretándole el estómago.
—¿Te acuerdas de cuando veníais aquí a arreglar el mundo y discutir de política? Hablabais de rebeldía, de revolución, de cambiar el sistema… ¡Ja, ja! ¡Dios mío, la juventud es igual en todas partes! Marianne… Era una maravilla, ¿te acuerdas? Ni siquiera la bonita Sarah le llega a la suela de los zapatos. Marianne os volvía locos a todos, se notaba. Mira que he visto pasar estudiantes por aquí, pero ninguna como Marianne.
Servaz le lanzó una acerada mirada. Por aquel entonces no había tomado conciencia de que Aodhágán tenía solo cuarenta años. Ni siquiera él debía de ser del todo insensible a los encantos de Marianne, a esa aureola de misterio y de superioridad que irradiaba, a ese viento de locura que la rodeaba.
—David es el mejor amigo de Hugo.
—Ya sé quién es David. ¿Y Virginie?
—Una chica morena un poco rechoncha, con gafas, muy viva y muy inteligente, con mucha autoridad. Esa joven está hecha para mandar, te lo aseguro. Bueno, los otros también. Para eso estabais programados todos, ¿no? Para acabar como jefes, ejecutivos, ministros o quién sabe qué.
De repente, Servaz se acordó de algo.
—Había una avería eléctrica cuando llegamos a Marsac el viernes por la noche.
—Sí, menos mal que tengo un generador de emergencia. Ocurrió diez minutos antes del final del partido… Dios santo, no me lo acabo de creer —gruñó Aodhágán.
—¿El qué?
—Que te hayas convertido en poli. —Emitió un largo suspiro—. ¿Sabías? En los años setenta yo estuve preso en Long Kesh, la cárcel más horrenda de Irlanda del Norte. ¿Has oído hablar de los H-Blocks? Son unos reductos de alta seguridad. Los llamaban así porque, vistos desde el cielo, formaban unas grandes H. Long Kesh era una antigua base militar donde el ejército británico tenía presos a los republicanos y a los leales irlandeses que se oponían a la ocupación inglesa. Instalaciones vetustas, suciedad, humedad, ventanas rotas, falta de higiene… y esos jodidos matones se comportaban como unos auténticos nazis. En invierno hacía tanto frío que nos costaba dormir. Yo participé en la famosa huelga de hambre de 1981, cuando Bobby Sands murió al cabo de setenta días, cuando el pueblo irlandés lo eligió diputado estando él en el fondo de su celda un mes antes de morir, cuando Margaret Thatcher se mostró inflexible. También hice la «huelga de las mantas» en 1978, que consistió en negarnos a llevar el uniforme de la cárcel y pasearnos desnudos debajo de unas simples mantas llenas de piojos pese al frío glacial, y también me adherí a la
Dirty Protest
el mismo año, durante la cual dejamos de lavarnos y nos pusimos a pringar las paredes de las celdas con nuestros excrementos y a orinar por el suelo para protestar contra la tortura y los malos tratos. Nos daban comida en mal estado, nos daban palizas, nos torturaban, nos humillaban… Y no me vine abajo, no cedí ni un palmo. Yo odio los uniformes, joven Martin, incluso cuando son invisibles.
—Entonces es verdad…
—¿El qué?
—Que estuviste en el IRA.
Aodhágán guardó silencio, observando a Servaz, imperturbable.
—He oído decir que por aquella época el IRA se comportaba como una verdadera policía en los guetos —apuntó Servaz.
Viendo las chispas de cólera que se encendieron en sus ojos, Servaz se dijo que aquel hombre no había olvidado nada.
—Hugo es un buen chico —dijo Aodhágán, cambiando de tema—. ¿Crees que es culpable?
Servaz titubeó.
—No lo sé. Por eso tienes que ayudarme, aunque sea un policía.
—Lo siento, pero no vi nada.
—Tal vez exista otra manera…
Aodhágán lo interrogó con la mirada.
—Habla del asunto por aquí, haz preguntas, procura saber si alguien vio u oyó algo.
—¿Pretendes que yo haga de chivato de la policía? —replicó con incredulidad el irlandés.
—Quiero que me ayudes a sacar a un inocente de la cárcel —reformuló Servaz—, a un muchacho que está desde ayer en prisión preventiva, un muchacho al que aprecias. ¿Te parece un buen motivo eso?
Aodhágán lo fulminó con la mirada. Servaz advirtió, no obstante, que lo pensaba.
—Bueno, este es el trato —anunció por fin—. Yo te comunico toda información exculpatoria que pueda obtener y me reservo las informaciones inculpatorias, ya sean relacionadas con Hugo o con otra persona.
—¡¿Será posible?! —protestó Servaz, elevando la voz—. ¡A una mujer la asesinaron y torturaron en su bañera! ¡Y hay quizás un loco que se pasea por ahí, dispuesto a repetir la hazaña!
—El policía eres tú —contestó, levantándose, el irlandés—. O lo tomas o lo dejas.
★ ★ ★
Eran las cinco y media cuando volvió a salir a la plazoleta. Miró el cielo cargado de nubarrones negros. Iba a volver a llover. La inquietud seguía corroyéndolo. Reconocía esa sensación en el fondo del estómago.
«En esta plaza ocurrió algo el viernes por la noche —pensó—. Hugo dice que no se encuentra bien. Aún no son las ocho y media y el partido de la selección de Francia no ha empezado. Se dirige a su coche. Alguien sale justo detrás de él. Alguien que se encontraba confundido entre el gentío del pub y que aguardaba ese momento.
»Al cabo de una hora y media, los gendarmes encuentran a Hugo en casa de Claire Diemar. ¿Qué ocurre en los segundos posteriores a su salida del pub? ¿Va alguien con él? ¿En qué momento pierde el conocimiento?».
Paseó la mirada por el aparcamiento y las hileras de coches. A lo lejos retumbó un trueno, perturbando la calma de la tarde. Una brusca racha de cálido viento lo despeinó, al tiempo que unas cuantas gotas horadaban el húmedo aire. Al otro lado de la plaza se alzaba la construcción más alta de Marsac, con sus diez pisos de hormigón que eran como una horrible verruga en medio de los edificios bajos de estilo burgués y las casas particulares. En la planta baja había una peluquería canina, una oficina del Instituto de Empleo y un banco. Servaz reparó de inmediato en las cámaras de seguridad del banco. Había dos. La primera filmaba la entrada y la segunda, el resto de la plaza, incluido el aparcamiento… Tragó saliva. Sería un golpe de suerte inmenso, sí. Era demasiado bonito para ser cierto, pero de todas formas debía comprobarlo.
Remontó la hilera de coches en dirección a la cámara.
Verificó que estaba orientada en la buena dirección. Se volvió hacia la puerta del pub. Quedaba a una distancia de veinticinco metros, por lo menos. A partir de ahí todo dependía de la calidad de la imagen. La cámara estaba sin duda demasiado lejos para identificar a alguien que saliera del pub, a menos que se supiera quizá de qué persona se trataba. En cualquier caso, no debía de estar demasiado lejos para comprobar si alguien había salido después de Hugo…
Apretó el botón de llamada del banco y el mecanismo de abertura se accionó. Adentro, atravesó el gran vestíbulo, pasó delante de los clientes que esperaban frente a las ventanillas y, franqueando la línea blanca, sacó su placa delante de uno de los cuatro empleados.
Encima del mostrador había una efigie de superhéroe que llevaba el logotipo del banco. Servaz se dijo que aquella publicidad no dejaba de tener su guasa. ¿Dónde estaba el superbanquero entre finales del 2007 y octubre del 2008, cuando los accionistas del mundo entero habían perdido veinte billones de dólares —el equivalente a la mitad de la riqueza producida en un año en todo el planeta— por culpa de la codicia, la ceguera y la incompetencia de los bancos, de los inversores y de los agentes de bolsa? ¿Dónde estaría cuando la banca tuviera que anular los créditos griegos, portugueses y españoles?
Servaz pidió ver de inmediato al director y el empleado descolgó el teléfono. Dos minutos después, se encaminó a él un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje y corbata, que le tendió la mano con expresión inescrutable.
—Sígame —le indicó.
Una vez en su oficina, lo invitó a sentarse. Tras responder que no valía la pena, Servaz le explicó brevemente de qué se trataba. El director permaneció pensativo un instante.
—No creo que haya ningún problema —dijo por fin, aliviado—. Acompáñeme.
Atravesaron el pasillo. El hombre empujó la puerta de un reducido local iluminado por un ventanuco de vidrio opaco. En una mesa había algo parecido a un lector de DVD extraplano con un mando a distancia. Al lado se encontraba una pantalla de diecinueve pulgadas que el director encendió.
—Hay cuatro cámaras en total —explicó—, dos en el interior y las dos del exterior. La compañía de seguros no pedía tantas. Solo exigía que hubiera videovigilancia para el cajero automático. Mire.
El director manipuló el mando y en la pantalla apareció un mosaico de cuatro imágenes.
—Es esta cámara la que me interesa —precisó Servaz, señalando el rectángulo que mostraba el aparcamiento, arriba a la derecha.
El director apoyó la tecla cuatro del mando y la imagen invadió el monitor. Servaz reparó en que era algo borrosa en el fondo, en el nivel de la entrada del pub.
—¿Graban de manera continua o por detección de movimiento?
—De manera continua en lo que respecta a las cámaras del interior, excepto la del cajero, que funciona con detector de movimiento. Las grabaciones se efectúan de forma cíclica.
—Entonces las grabaciones del viernes pasado deben de haber quedado borradas por las de los días siguientes, ¿no? —dijo Servaz, decepcionado.
—No lo creo —contestó, sonriendo, el director—. La cámara a la que se refiere funciona también por detección de movimiento, como la del cajero. Solo se activa cuando ocurre algo en el aparcamiento, cosa que sucede con bastante frecuencia de día pero muy pocas veces durante la noche. La cámara filma, además, un número limitado de imágenes por segundo para economizar memoria. Y si la mía no me falla, el aparato tiene un disco duro de un terabyte. Yo creo que con eso alcanza. Conservamos las grabaciones durante el periodo que marca la ley.
Servaz notó cómo se le aceleraba el pulso.
—No me pregunte cómo funciona —advirtió el director, tendiéndole el mando—. ¿Quiere que llame al tipo que lo instaló? Llegará en cuestión de media hora.
Servaz miró el reloj del ángulo de la pantalla y luego la hoja plastificada que había pegada con cinta adhesiva a la mesa. Arriba había escrito «instrucciones videovigilancia».
—No hace falta. Creo que lo conseguiré.
El director consultó el reloj.
—Cerramos dentro de menos de diez minutos. Quizá podría volver mañana…
Servaz se hallaba atenazado por la urgencia y la curiosidad, y no quería perder ni un minuto.
—No, me quedaré. Dígame cómo debo cerrar al salir.
—No puedo dejar el banco abierto sin más después de la hora de cierre, aunque usted esté en el interior —adujo, algo contrariado, el director. Luego pareció dudar—. Lo voy a encerrar dentro. De todas maneras, voy a desconectar el sistema de alarma porque no querría que la hiciera saltar sin querer y tuvieran que venir los gendarmes. —Mostró la pantalla de su BlackBerry a Servaz—. Cuando termine, llámeme a este número. Vendré a cerrar y volveré a poner la alarma. Vivo al lado.
Servaz registró el número del banquero en su móvil. Este salió, dejando entreabierta la puerta. Servaz oyó cómo se iban los últimos clientes, antes de que los empleados se despidieran para salir también.
—¿Cree que se las arreglará? —preguntó, asomando la cabeza y con una toalla en la mano, el director al cabo de cinco minutos.
Servaz asintió, aunque no las tenía todas consigo. Aquellas instrucciones parecían bastante complicadas, en todo caso para alguien como él, que tenía un problema de base con la tecnología. Empezó manipulando las teclas del mando; la imagen desapareció y luego volvió; después le salió una imagen en pantalla grande, pero no era la que quería. En ningún apartado de aquellas dichosas instrucciones se especificaba cómo leer las grabaciones, maldita sea… Claro que ya era de esperar. ¿Acaso había encontrado en toda su vida algún folleto de instrucciones que fuera útil hasta el final?