—Tenía un brillante porvenir —dijo el ministro, mirando el plato.
—
Requiescat in pace
—respondió la Ballena, cogiendo otro caracol—. ¿Va a ver el partido de esta noche? Lo único que podría salvarnos sería ganar la copa del mundo, pero eso parece más difícil que ganar las próximas elecciones.
★ ★ ★
A las 15:15, Ziegler encontró por fin a la persona que buscaba o, mejor dicho, encontró dos clientes potenciales. La mayoría de los empleados de los servicios de limpieza de Clarion eran mujeres llegadas de África en fechas más o menos recientes. El sector de la limpieza industrial siempre ha sido un buen filón de trabajo para los inmigrantes, ya que el éxito de esas empresas radica en la flexibilidad forzosa de una mano de obra poco cualificada, poco sindicada y con pocas posibilidades, por lo tanto, para reivindicar nada.
Solo había dos hombres. De manera instintiva, Ziegler había decidido comenzar por ellos. En primer lugar, porque el porcentaje de hombres procesados por la justicia era aún muy superior, pese a que la proporción de mujeres fuera en aumento. En segundo, porque todas las estadísticas demostraban que la participación de las mujeres era extremadamente baja cuando se trataba de hechos que ponían en entredicho la autoridad. En tercero, los hombres eran más malgastadores.
El primer candidato era un padre de familia de cincuenta y ocho años, con tres hijos mayores, que trabajaba para la empresa de limpieza desde hacía diez años. Antes había trabajado durante casi treinta años en la industria del automóvil, pero no en uno de los grandes gigantes franceses del sector, sino en una pequeña empresa subcontratada. La creciente presión que habían ido ejerciendo a lo largo de los años noventa los dos grandes constructores sobre sus proveedores en lo tocante a la calidad, los plazos y sobre todo los costes de producción había llevado a muchas pequeñas y medianas empresas a ser absorbidas por sociedades americanas de equipamiento o a efectuar drásticas reducciones de personal. Aquel hombre había sido sin duda una de las numerosas víctimas de esa presión ejercida por los dos grandes emporios sobre los proveedores y de los consiguientes planes de ajuste. Ziegler puso aparte su ficha, diciéndose que un hombre amargado, descartado después de treinta años de leales servicios y que tenía una familia a su cargo, era un posible candidato. Luego pasó al siguiente. Mucho más joven, había llegado a Francia hacía poco gracias a un cúmulo de circunstancias que le habían permitido salir de milagro de un campo de retención de la isla de Malta, donde malvivía con otros centenares de clandestinos. Vivía solo. No tenía mujer ni hijos. Toda su familia se había quedado en Mali. Aquel hombre había pasado por la horrible experiencia de atravesar el Mediterráneo a bordo de una frágil embarcación para después verse recluido en una isla prisión. Se trataba de un hombre solitario, perdido y vulnerable en un país extranjero, que trataba de adaptarse y confundirse entre la multitud sin llamar demasiado la atención. También trataba de hacer amigos, ejerciendo probablemente un trabajo inferior a su nivel de preparación. Seguro que tenía un miedo atroz a que lo volvieran a mandar a su país. Estuvo dudando un momento entre los dos, desplazando la mirada de una ficha a otra, hasta que detuvo el dedo en el segundo. Aquel constituía el blanco ideal.
Se llamaba Drissa Kanté.
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Espérandieu escuchaba
Use somebody
, de los Kings of Leon, por los cascos del iPhone, contemplando el campo de batalla que tenía desplegado delante. Los tres hermanos Followill y su primo Matthew cantaban
You know that I could use somebody / Someone like you
. Vincent tarareó un poco la letra y después dirigió una muda imprecación contra Martin. Había sorprendido a los chicos instalando un televisor con pantalla gigante en la sala de reuniones y metiendo varios paquetes de cerveza en la nevera. Estaba seguro de que, dentro de una hora, las oficinas se iban a quedar vacías. Le habría gustado sumarse a la fiesta, pero le resultaba imposible por la tonelada de documentos administrativos y de fax que había distribuido en montones lo más delgados posible frente a sí.
Las pesquisas relacionadas con el pasado de Elvis Konstandin Elmaz, que seguía en coma en el hospital, lo habían tenido ocupado toda la mañana y la mitad de la tarde. Había visitado los servicios fiscales y consultado los archivos de la Seguridad Social para tratar de reconstruir la trayectoria profesional del albanés, en el supuesto de que este hubiera ejercido en algún momento una actividad legal. Había mirado en los archivos de documentación de vehículos y de permisos de conducir de la prefectura, reconstruido la trayectoria conyugal a partir del registro civil (increíble: ¡Elvis había estado casado de 2001 a 2002, pero su matrimonio había durado solo ocho meses!) y verificado si existía alguna descendencia, de la que no había constancia oficial en todo caso. Había indagado asimismo en el organismo de asignación de subsidios y dirigido una solicitud al Ministerio de Defensa para obtener indicios sobre una posible actividad militar.
Como consecuencia de ello, Espérandieu tenía ante sí un material abundante pero heterogéneo, difícil de abordar.
Lanzó un suspiro. Se habría quedado corto diciendo que habría preferido estar en otra parte. Reconstruir la trayectoria de la vida de Elvis Konstandin Elmaz era algo desesperante y sumamente desagradable. Elvis encajaba casi de pleno en el perfil del reincidente que efectuaba idas y venidas regulares entre la cárcel y el exterior. La lista de sus condenas era el reflejo de la personalidad violenta y profundamente repulsiva del individuo. Tráfico de estupefacientes, violencia con agravante, robo, agresiones sexuales contra jóvenes, secuestro y, para rematar, violación en su domicilio. Tal como había dicho Samira, era un milagro que aún no hubiera matado a nadie. A todo ello había que añadir ahora la organización de peleas de perros, a juzgar por los elementos descubiertos en su propiedad rodeada de bosque. En la cárcel de Seysses, lo habían puesto varias veces en el pabellón de aislamiento. Durante sus intervalos de libertad, había sido gerente de un
sex-shop
en Toulouse, en la calle Denfert-Rochereau; segurata de un club privado de la calle Maynard, situada a varios centenares de metros de allí; camarero en un café-restaurante de la calle Bayard un poco más allá; y más o menos asiduo de todos los locales de actividades turbias del barrio. Espérandieu no había encontrado ningún indicio de actividad profesional conocida, aunque había un detalle intrigante: oficialmente, la «carrera» de Elvis se había iniciado a los veintidós años con una primera condena. Hasta entonces, había sido lo bastante astuto como para pasar inadvertido, porque con un curriculum como el suyo, el policía no abrigaba dudas de que había comenzado mucho antes. Posó la mirada en el último documento, lo abrió y, como recurso extremo, ya cansado, recorrió con la mirada sus páginas, con la poca esperanza de que en todas aquellas declaraciones destacara algo que captase por fin su atención.
«Hombre, esto sí tiene cierto interés», se dijo con un tenue hormigueo mientras leía la última página.
Descolgó para llamar a Martin. El nombre estaba allí, en la página, «Marsac», pero ¿acaso no era normal, teniendo en cuenta que Elvis se había criado allí? Antes de iniciar su siniestra «carrera», Elvis Konstandin Elmaz había sido encargado de disciplina en un instituto de Marsac.
Servaz circulaba entre las colinas, en medio de una amenaza de tormenta. El paisaje había adoptado una tonalidad gris metálica, el cielo se había oscurecido aún más y en el encrespado horizonte eran perceptibles los lejanos fogonazos de los relámpagos. Se detuvo un momento al borde de la carretera, en la franja de hierba lindante con el bosque, para prepararse mentalmente. Apoyado contra el coche, fumó tranquilamente un cigarrillo tendiendo la mirada sobre la larga recta que, tras bajar la pendiente de la colina de enfrente, volvía a 58 subir hacia él, trazando una rectilínea trinchera en medio de la gran extensión de árboles. Observó cómo las moscas y mosquitos parecían ceder a la excitación ambiental, oyó los perros que ladraban con nerviosismo a lo lejos, ahuyentó con la mano un tábano exasperado por el bochorno y, después, se volvió a poner en marcha. En cinco minutos, no había visto pasar ni un coche.
Su corazón latía con fuerza cuando bajó del Cherokee en un extremo de la avenida, en el límite del claro. El silencio reinaba allí desde que se habían llevado los perros. Trató de no pensar en aquella eutanasia colectiva. El claro parecía ya bastante siniestro bajo aquel cielo de tormenta. Subió al porche, levantó la cinta de la gendarmería y abrió la puerta con una llave maestra. Una vez dentro, miró en derredor mientras se ponía unos guantes. El equipo de la división de Asuntos Criminales había revisado todos los recovecos, pero como no buscaban nada en concreto, quizá se les había pasado algo por alto. El caos era impresionante. Los muebles, el suelo, la zona de la cocina, con los platos sucios en el fregadero, los envoltorios de pizzas y de hamburguesas, los ceniceros llenos y las botellas de cerveza vacías seguían tal como los habían encontrado, con la diferencia de que ahora estaban recubiertos de polvos minerales u orgánicos de diferentes colores. Se preguntaba quién se iba a encargar de limpiar todo aquello, cuando por la puerta entró un lejano retumbar de truenos acompañado de un audible estremecimiento del follaje.
Inició lentamente la exploración. La luz que atravesaba los cristales era de un gris plomizo, como si se hallara inmersa en el fondo de un océano, de modo que encendió la linterna.
El recorrido de la planta baja le llevó una hora larga. El dormitorio presentaba el mismo repugnante desorden que el comedor. Encima de la cama deshecha había ropa interior sucia y cajas de juegos de vídeo y en el aire flotaba el mismo tenue olor a cannabis y a descomposición. Las moscas revoloteaban frenéticamente por doquier, alborotadas por la inminencia de la tormenta. También registró el cuarto de baño, pero lo único que descubrió fueron cuchillas de afeitar llenas de pelos, un guante sucio, una pastilla de jabón grisácea, un cepillo de dientes cargado de dentífrico seco y, en el botiquín, un arsenal indicativo de una adicción a los medicamentos de toda clase. El fondo del plato de ducha estaba verde de moho. Aparte, era evidente que Elvis no debía de tirar a menudo de la cadena del váter porque en el fondo de la taza nadaba un charco de orina mezclada con papel higiénico. Encima había una trampilla. Fue a buscar una silla y, encaramado a ella, tiró de la manecilla. La trampilla se abrió, revelando una escalera metálica plegable.
El techo del desván era bajo, lo que lo obligó a avanzar encorvado. Estaba vagamente iluminado por un tragaluz de tejas de vidrio. Elvis había acumulado allí todos los desechos de varios años de existencia: ordenadores, impresoras, ropa gastada, cajas, carpetas, aspiradores estropeados, rollos de papel pintado, consolas de juego, cintas VHS de películas porno… Servaz identificó varias «pistas» de ratas o de ratones sobre las polvorientas planchas del suelo. Las ratas, como las hormigas, son animales rutinarios, que suelen utilizar siempre el mismo itinerario, en el que dejan a la vez huellas, orina y excrementos. En el fondo de un armario, bajo una ropa de invierno y de esquí, Servaz localizó varias cajas metálicas. Tiró de ellas y, sentado en el suelo, levantó la tapa de la primera. Por un segundo, pareció que el tiempo se inmovilizaba. Una foto de un niño jugando en la playa en compañía de sus padres con un cubo y una pala… un niño en su pequeño coche de pedales de plástico rojo con un volante amarillo. Un niño como los otros… que todavía no era un monstruo ni un desalmado. Servaz estaba seguro de que se trataba de Elvis. En ciertos detalles, se intuía ya el adulto en que se iba a convertir. Ese niño tenía, sin embargo, el mismo aspecto alegre, juguetón e inocente de todos los otros críos. Servaz pensó entonces que los cachorros de léon también parecen adorables peluches.
Siguió rebuscando.
Encontró fotos del Elvis adolescente. Aquel tenía ya una expresión más sombría, más astuta, una mirada que rehuía el objetivo. ¿Serían imaginaciones suyas? Algo había cambiado. Algo había pasado. Ya no tenía la misma persona delante.
Una mujer, apretada contra Elvis… ¿Su esposa? ¿La que había pedido el divorcio? ¿La que había recibido una paliza que la había mandado al hospital después de haberlo obtenido? En la foto se la veía feliz y confiada. Rodeaba a su hombre con los brazos, pero, mientras que ella miraba alegremente la cámara, él miraba a otra parte.
Tras ojear otras fotos de personas que no conocía, cerró la caja y miró en torno a sí. Luego siguió distraídamente con la mirada el trayecto de los excrementos dejados por las ratas.
El equipo de investigadores había registrado aquel desván, tal como constaba en su informe. Habían buscado indicios, rastros de las personas que habían agredido a Elvis y lo habían servido como comida a sus perros. ¿Y él, qué buscaba? En ese momento no eran los agresores de Elvis lo que le interesaba, sino el mismo Elvis.
«Hurga pasado», había escrito el albanés.
Allí no veía nada, salvo un desván como tantos otros. Siguió removiendo cielo y tierra durante una hora, abriendo incluso las cajas de los juegos de vídeo y de las cintas pornográficas, preguntándose si iba a tener que pasarlas por si acaso…
Tenía la impresión de ser una rata, como aquellas que habían dejado esa pista en el suelo, a la manera de una caravana en el desierto.
«La pista…».
Había un sitio donde se interrumpía, para luego reanudarse un poco más lejos. Observándola, Servaz sintió que se le encendía una luz. Se acercó y se arrodilló al lado. En ese preciso lugar, las planchas no estaban tan bien soldadas como alrededor y la capa de polvo era menos gruesa. Apoyó las manos en las dos planchas que presentaban una junta más ancha y las hizo mover. Buscó un punto de agarre y tiró. Las dos planchas se levantaron. Abajo había una cavidad que contenía algo. Servaz cogió el objeto que reposaba en el fondo del escondrijo y lo sacó.
Era una carpeta.
Al abrir la tapa rígida, descubrió unos separadores transparentes sujetos con anillas. Empezó a pasar hojas con el pulso acelerado. Allí había algo… Adoptando una postura más cómoda encima del polvoriento suelo, se puso a revisar, una por una, las fotos.