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Truenos, luces, sirenas, relámpagos, la lluvia resbalando por el parabrisas, el crepitar de los mensajes en las radios, la velocidad, la carretera que desfila, transformada en torrente; la noche desplegada más allá. En su cabeza, ruidos diversos, miedo, la conciencia embotada y la terrorífica certidumbre de que iban a llegar demasiado tarde.
Travesía de Marsac en medio de la niebla… El lago… Ziegler, Espérandieu y él subiendo por la orilla este, luego la orilla norte, con Vincent al volante. Los vehículos de la gendarmería ya estaban allí. Había media docena. Se introdujeron por la verja abierta. Servaz sintió que se le fundía el estómago mientras circulaban sobre la gravilla. Todas las luces de la casa estaban encendidas, tanto en la planta baja como el primer piso. La luz brotaba de todas las ventanas, iluminando el jardín. Había gendarmes por todas partes… Servaz los había llamado desde la cárcel, casi una hora antes. Saltó del coche y se precipitó hacia las escaleras. Arriba, la puerta también estaba abierta.
—¡Marianne! —llamó.
Luego se metió en las habitaciones desiertas.
Encontró a Bécker, el capitán que lo había recibido la primera vez en la casa de Claire, reunido en conciliábulo con otros oficiales a quienes no conocía.
—¿Y bien?
—No está en ningún sitio —respondió Bécker.
Servaz registró metódicamente todas las habitaciones de la planta baja, sin esperanzas. Ellos ya lo habían hecho antes. Después volvió al vestíbulo.
—¿Hay alguien arriba? —preguntó desde la base de la escalera.
—Nadie…
Franqueando la barrera de las cortinas que oscilaban con el viento, salió a la terraza, frente al lago erizado por la lluvia en medio de la oscuridad.
¿Dónde se había metido? La llamó, una y otra vez. Vio que los gendarmes lo observaban con perplejidad. Iba a aparecer de un momento a otro, preguntándole qué ocurría y él la estrecharía entre sus brazos, la besaría, la absolvería de su traición y sus pecados. Mirarían cómo se alejaban los coches de policía y después abrirían una botella. Luego ella le pediría que la perdonara —se trataba de su hijo, al fin y al cabo— y harían el amor.
No, no, tendría que anunciarle que Hugo iba a permanecer en la cárcel, por culpa suya. Sabía que aquello los separaría para siempre, que después de aquello no habría forma de volver atrás. La desesperación se abatió sobre sus hombros. Al menos estaría viva, viva… Bajó al jardín y, hundiendo los zapatos en la esponjosa hierba, con la cara mojada y el martilleo de la lluvia en el cráneo, se reunió con los gendarmes que, protegidos con impermeables, exploraban los macizos. Se volvió. Las luces giratorias situadas al otro lado del edificio rebotaban en el vientre de las nubes, recortando la negra silueta de la gran casa de ventanas iluminadas. Más allá de las manchas de luz proyectadas sobre la hierba, solo había tinieblas, sin embargo. Rodeó varios oscuros grupos de árboles agitados por las ráfagas. Ahora oía las suaves olas que lamían la orilla y la lluvia que barría el lago.
—No está aquí —dijo uno de los gendarmes.
—¿Está seguro?
—Hemos mirado por todas partes.
Señaló la parte baja del jardín limítrofe con el bosque, del lado donde había descubierto las iniciales grabadas, aunque para entonces ya sabía que no había sido Hirtmann.
—Vayan a ver por allí. Hay una fuente y un tronco caído. Revisen todo el sector.
Regresó al interior. ¿Dónde se había metido? ¿Se la habría llevado con él? La idea le produjo una arcada.
—Martin… —quiso intervenir Ziegler.
—¿Todo estaba así cuando han llegado? —preguntó a Bécker.
—Sí. Las puertas y ventanas abiertas, las luces encendidas. Ah… y había música.
—¿Música?
Se quedó paralizado. Bécker apretó un botón del equipo de música y las notas brotaron a todo volumen. Mahler… Los metales y violines propagaron su apoteosis por toda la casa, rugiendo en las habitaciones gracias al sistema de altavoces, puntuados por el agudo timbre de los triángulos y la grave voz de los chelos mientras la orquesta entera se precipitaba hacia la definitiva catástrofe.
Servaz emitió un hipido. Había reconocido el fragmento: el «Finale», de la
Sexta sinfonía
, la música de la derrota, su derrota… un fragmento que el propio Adorno había designado con la frase: «Lo que mal empieza mal acaba».
Resbaló por la pared hasta sentarse en el suelo, sacudido por temblores. Los gendarmes lo miraban sin comprender; aquel policía había presenciado otras situaciones dramáticas. Pararon la música y entonces oyeron sus sollozos. Su vergüenza era patente, como si un policía no pudiera llorar, o cuando menos delante de sus colegas… y menos aún en el ejercicio de sus funciones. Un instante después, lo oyeron reír a carcajadas y entonces pensaron que había perdido el juicio. No sería la primera vez que aquello ocurría. Ellos no eran robots. Tenían que tragarse toda la mierda del mundo. Eran cloacas vivas, que recogían la inmundicia y la transportaban lo más lejos posible del resto de la población, aunque nunca muy lejos, de hecho. La basura siempre acababa regresando.
Luego se dieron cuenta de que tenía un papel en la mano, un papel que había encontrado encima de un mueble. Se miraron y, aunque ardían en deseos de acercarse para leer, no se atrevieron. En la hoja había escrito:
Ella ha traicionado tu confianza y tu amor, Martin. Merecía ser castigada.
Hacía calor. Bajaba despacio por las calles de adoquines, bordeadas de balcones floridos y de farolillos, en dirección a la plaza Mayor, y se cruzaba con decenas de personas felices en la cálida noche española. «Qué curioso —se dijo—, que un simple partido de fútbol pueda aportar felicidad a millones de personas durante unas cuantas horas».
Las calles olían a jabón, a colonia, a tufo de cerveza, vino y alcohol, a puro, a los petardos que hacían estallar los niños y al calor almacenado durante el día en las paredes. Cabeceando entre la multitud que bailaba, cantaba y le lanzaba a gritos su alegría a la cara, percibía la histérica habla de los presentadores de la televisión que llegaba desde los balcones, intercalada con el alborozado clamor de todas las ciudades de España.
La plaza Mayor estaba rodeada de arcadas por los cuatro costados y sus fachadas estaban adornadas con frescos del siglo XVIII. Con sus vivos colores, evocaba tanto las
piazzas
italianas que varias marcas de pasta la habían elegido como decorado para sus anuncios. La idea le suscitó una sonrisa, una fantasmagórica sonrisa que quizá se debía también al hecho de que estaba borracho desde las cinco de la tarde y ya era más de medianoche. En la plaza había, sin embargo, mucha gente y un número considerable de niños. Se dejó caer en la única silla que había libre.
—Has bebido —dijo Pedro mientras dejaba la cerveza en la mesa y lo observaba con sus grandes ojos azules, risueños y saltones.
—Mmm… ¿Qué tomas?
Pedro señaló su vaso vacío, donde solo quedaban unos restos de espuma.
—Lo mismo.
Vio que su amigo se disponía a hablarle de la selección de Francia. Le gustaba pincharlo con el asunto.
—¿Qué, han echado al entrenador? —preguntó Pedro.
—Todavía no —repuso Servaz.
—Y a ese jugador que lo insultó y los que se declararon en huelga durante el entrenamiento, ¿los van a sancionar?
Su nuevo amigo sacudía la cabeza con una incredulidad casi admirativa ante la inconmensurable estupidez que había demostrado la selección del país vecino. Servaz esbozó una sonrisa casi estática. Solamente existía un país en el mundo en el que unos jugadores millonarios eran capaces de hacer huelga durante un mundial: el suyo. De repente, le entró sed. Se levantó, medio tambaleante, y entró en el café para pedir una caña y un carajillo de coñac. Acodado en la barra, observó los gestos rituales del camarero que ponía el azúcar en el fondo del minúsculo vaso, luego añadía dos granos de café, una pizca de limón, un poco de coñac y lo llevaba a un punto próximo a la ebullición bajo el pitorro de vapor de la cafetera, antes de encenderlo con el mechero y verter el café negro encima. Servaz admiraba el rito y entornaba los ojos, con aquel aire de absoluta seriedad que pregonaba su grado de borrachera.
Cuando salió, con el ardiente vaso posado en un platito, Pedro seguía allí, repasando a voces el partido por enésima vez con sus vecinos. Servaz se acercó a su silla y falló al querer dejarse caer en ella. Con el café caliente y el coñac desparramados por la camisa, estalló en risas, tendido en el suelo, sin reparar en las miradas que le dirigían desde las otras mesas.
—Ya es suficiente —dijo Pedro—. Es hora de volver.
Cogió al policía por las axilas y lo arrastró hacia las callejuelas adyacentes. Era más bajo que él, pero más fuerte. Apoyado en su hombro, Servaz elevó la cabeza y, entre los techos, contempló la noche estrellada, una noche como un poema de García Lorca. Se había tomado las vacaciones completas y todos los días libres acumulados, y en la policía judicial nadie había rechistado, después de lo sucedido. Poco antes de su marcha, habían encarcelado a Sarah Lillenfeld y Virginie Croze y detenido a otros miembros del Círculo. El proceso seguía su curso, pero sin él. Con el equipaje a punto, había pasado a ver a Ziegler, que tenía diez días de baja como consecuencia de la agresión sufrida e iba a volver a comparecer ante la comisión de disciplina de la gendarmería. No estaba claro cuál sería la sanción esa vez. Sabía que Irène estaba a un tris de presentar su dimisión y le apenaba la perspectiva. Ella misma le había explicado que había pirateado el sistema informático de la cárcel donde estaba recluida Lisa Ferney y que utilizaba a esta como cebo. Tenía la extraña convicción de que, un día u otro, el suizo y ella se pondrían en contacto. Después había proseguido camino y encontrado refugio en aquel pueblecito del otro lado del Pirineo, en el Alto Aragón, provincia de Huesca, situado a cuatro horas de carretera de Toulouse. Nadie iría a buscarlo en aquel lugar remoto, en aquella región de asfixiante belleza por cuyas solitarias carreteras apenas circulaba un alma, donde nadie lo conocía. Allí, era el Francés, excepto para Pedro y unas cuantas personas más a quienes se jactaba de considerar amigos, pese a que los conocía desde hacía tan solo dos semanas. Ese mismo Pedro, aun cargando con él, se paraba cada tres metros para celebrar la victoria de España con la práctica totalidad del pueblo.
Unos días atrás Servaz había recibido una llamada del director, que le comunicó que habían descubierto el origen de la filtración a la prensa. En realidad, no había sido una filtración proveniente de la policía. Habían vuelto a interrogar al encargado del cibercafé —el tal Patrick de mirada fría y obstinada tras las gafas— y este había admitido que llamó a la prensa en cuanto se fueron. Por lo que parecía, fue el propio periodista quien adivinó la identidad de Servaz gracias a la descripción del encargado. Cuando este le dijo que los policías habían recibido un
e-mail
enviado desde su cibercafé, que buscaban a un hombre alto con un ligero acento extranjero y que parecían asustados, el periodista se acordó enseguida del caso criminal más famoso de los últimos años.
—Tienes suerte —dijo Servaz con voz pastosa mientras caminaban cogidos del brazo.
—¿Por qué?
—De vivir aquí.
Pedro se encogió de hombros. Luego entraron en el hostal y recorrieron el pasillo hasta llegar al patio interior. Rodeado de galerías de blancas paredes y barandillas de madera barnizada decoradas con macetas y muebles antiguos, olía a limpio y a jazmín. Subieron las escaleras hasta el tercer piso, donde Pedro empujó la puerta de su habitación, que no cerraba nunca.
—Un día me contarás qué te ha pasado —dijo, depositándolo en la cama—. Me interesaría saberlo. Nadie se destruye de esta manera sin un motivo.
—Eres un… filósofo… amigo mío.
—Sí. Soy un filósofo. Seguro que no he leído tantos libros como tú —añadió Pedro, desplazando la mirada hacia los libros en latín alineados encima de la cómoda—, pero sí he leído unos cuantos. Y sobre todo, sé leer en los corazones. Tú, en cambio, solo sabes leer las palabras.
Aparte de los libros, había poca cosa más en su exiguo cuarto: una maleta, algunas prendas de vestir, un
walkman
de los que ya nadie utilizaba excepto él y las sinfonías de Mahler. Esa era la ventaja de la música sobre los libros, que ocupa menos sitio, se decía siempre.
—Yo te quiero, hombre.
—Estás borracho. Buenas noches —dijo Pedro.
Después apagó la luz.
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Servaz se despertó a las siete de la mañana con el estrépito de los martillos pilones, los bocinazos y las voces de los obreros que hablaban con una potencia comparable a la de los cantantes de ópera y, una vez más, se preguntó cómo hacían para dormir tan poco en aquel país. Se quedó quieto un rato observando el techo, inerte y vacío como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Tenía la boca pastosa y el aliento cargado, y una espantosa migraña. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño, sin prisa. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Ya no había ninguna urgencia en su vida.
Dejó correr encima de la nuca y los hombros el agua tibia que caía de la ducha. Se cepilló los dientes y se puso la última camisa limpia. Luego llenó el vaso en el grifo y puso una aspirina.
Diez minutos más tarde, subía por la calle principal en medio del polvo levantado por las obras y después torcía por un porche para adentrarse en una estrecha y umbría callejuela en pendiente que desembocaba en el árido flanco de la colina. El pueblo despertaba a su alrededor. Por las ventanas abiertas, percibía los ecos de las casas. Aspiraba el olor del café y de las flores, acentuado por la mañana. Oía los gritos de los niños, las radios que seguían con su interminable celebración de la victoria. En torno a él había una vibración de energía, de vida. Pensó en todo ese clima de crisis económica, en todos esos periodistas que hablaban de cosas que ignoraban, de pueblos que no conocían, repitiendo sin cesar cifras y estadísticas, y también en todos esos banqueros, esos economistas, esos especuladores rapaces, esos financieros abyectos, esos políticos ciegos. Tendrían que haber ido allí para entender. Allí la gente vivía. Quería vivir, trabajar, existir y no tan solo sobrevivir.
«Al contrario que tú», se dijo.