—¿Qué puedo hacer? —preguntó Darwin mientras Lucie miraba.
—¿Por qué no preparas unos cuantos sándwiches y así podemos hacer una buena comida cuando vuelva? —Betty señaló a Lucie con la cabeza—. Si estás aquí, tendrás que trabajar. Puedes poner la mesa.
Lucie siguió con la mirada a Betty cuando ésta se marchaba para tomar el ascensor, tras lo cual cerró la puerta del apartamento.
—Quítate los zapatos —le dijo Darwin, que señaló una alfombrilla colocada a la derecha de la puerta. Lucie se quitó obedientemente los mocasines y los dejó junto a una hilera de playeras y zapatillas perfectamente alineadas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada, mi madre, que salió y compró esas zapatillas —explicó Darwin con despreocupación—. Cree que así podremos mantener el suelo más limpio, lo cual será importante cuando los niños empiecen a gatear.
—Sólo tienen dos semanas —señaló Lucie—. Ni siquiera son capaces de sostener la cabeza...
—Ya lo sé —dijo Darwin—. Pero siempre es bueno estar preparado. Nunca me había dado cuenta de lo mucho que tenemos en común mi madre y yo, ¿sabes? —Hizo una seña a Lucie para que la siguiera.
Fueron a la cocina, que, si nunca fue espaciosa, con dos personas estaba definitivamente abarrotada. Darwin empezó a sacar condimentos de la nevera, así como un tomate y un recipiente con ensalada de huevo.
—¿Quién eres? —dijo Lucie—. Estás tan..., tan apacible...
Darwin se encogió de hombros.
—Es guay tenerla aquí —repuso—. Además, Rosie también estuvo en tu casa cuando Ginger nació.
—Desde luego que sí —dijo Lucie—. Pero no recuerdo que lo revolucionara todo tanto.
Hubo un silencio incómodo, durante el que Darwin cortó el tomate meticulosamente en rodajas finas, humedeció el pan integral con apenas un toque de mayonesa y extendió una capa de ensalada de huevo de un grosor mediano.
—¡Ay, Lucie! —dijo levantando la mirada de repente—. Acabo de acordarme de que odias la ensalada de huevo. Dan hizo ensalada de atún antes que ésta, pero ya nos la hemos comido, claro. Me la he comido yo. Puedo prepararte otra cosa.
Dado que habían pasado mucho tiempo juntas de manera prolongada, el hecho de olvidar con tanta facilidad una preferencia daba una sensación extraña. Los amigos saben ciertas cosas de la otra persona: sus programas de televisión favoritos, cuánta leche añadirle al café, y no ser capaz de recordar este tipo de cosas parecía una prueba fehaciente de su creciente distanciamiento.
Ser amiga de alguien no era algo que Darwin practicara con naturalidad: no había tenido muchas oportunidades mientras crecía y adoptó la postura de guardar las distancias como mecanismo de defensa. Sin embargo, conectar con Lucie la cambió, la abrió a ser una persona más generosa, francamente. Lo único que hace falta para no sentirse tan aislado es una buena amiga fiel. Y la idea de perder esa amiga le resultaba harto dolorosa.
—Lucie —dijo Darwin con el corazón palpitante, aun cuando fingía que le preocupaban mucho las cortezas de sus sándwiches de ensalada de huevo—. ¿Ya no te caigo bien?
¿Qué estaba pasando? Lucie había barajado unas cuantas teorías, sin duda, pero ahora, en la cocina de Darwin, de la que Betty se había apropiado, donde ya no había migas sobre los armarios y el horno se utilizaba de verdad, empezó a tener una sensación nueva. Algo un tanto sorprendente.
—Tengo un poco de envidia —dijo, incrédula—. Para mí ha sido duro.
—Rosie hace cosas por ti —comentó Darwin.
—Rosie se está haciendo mayor —explicó Lucie, que se apoyó en la encimera y empezó a romper una rebanada de pan y a comérsela trocito a trocito—. Te llevo más de quince años, Dar, y soy la hija menor de Rosie. Ella ha envejecido y supongo que no me he dado cuenta.
—O te propusiste no darte cuenta.
—Sí, eso también. Tengo una cría que va a ingresar en primer curso en otoño y una madre que debería estar pensando en hogares de ancianos. Es una mierda. Y luego está Dan.
—¿Qué pasa con él?
—Existe —respondió Lucie—. Está ahí. Tienes un chico y yo no.
Le había parecido justo, no sabía por qué. Como un acuerdo. Ella era la mamá de Ginger, y Darwin, la esposa de Dan. Cada una de ellas tenía una pieza del puzzle y, en cierto sentido, podían compartir la otra parte. Ginger tendría una tía y un tío que la querían y que siempre estarían dispuestos a dar innumerables vueltas haciendo de caballo y a emprender proyectos con plastilina, y Darwin tendría a una niña a la que abrazar y apretujar. Lucie siempre tenía un lugar en la mesa para la comida que pedía Darwin, fuera la que fuese. A cambio, ella compartía a Rosie, con sus historias de la infancia en Italia y de criar a su familia en Nueva Jersey, y Rosie incluía a Darwin y a Dan en interminables barbacoas familiares durante los largos fines de semana de verano. Era un acuerdo. Cada una de ellas tenía algo que la otra anhelaba.
Entonces, ¿qué significaba ahora eso de que Darwin lo tuviera todo?
Significaba que Lucie iba a estar de más. Al menos, eso era lo que temía. Descubrir que lo que tenía que ofrecer —los ratos con Ginger, las galletas de Rosie— era mucho menos valioso. Por otra parte, dejaba muy claro a Lucie que ella no tenía pareja. Cosa que no debería haber supuesto una revelación asombrosa precisamente, dado que su intención fue la de ser madre soltera. Pero de eso ya hacía años. Lo había planeado todo muy bien. Para entonces. Lo que ocurría era que no fue capaz de vaticinar con mucha exactitud cuáles serían sus necesidades futuras.
En aquellos momentos, a Lucie no le hubiese importado tener a alguien que llevara a Ginger a clase de ballet, o que poseyera el conocimiento secreto para ganársela cuando a la niña le daba uno de sus berrinches y la obligaba a suspenderlo todo. O tal vez —sólo tal vez— a alguien con quien disfrutar del sexo agradable y perezoso en mitad de la noche. Pensó que a los humanos les gustaba emparejarse. Y aunque ella no se había convertido exactamente en una monja, el hecho de tener que hacer malabarismos para compaginar una vertiginosa carrera profesional con la maternidad no conducía con demasiada frecuencia a una vida privada fulgurante.
Sin embargo, ¿significaba eso que tendría que haberle dicho a Will que se había quedado embarazada? ¿Que quizá tendría que haberse establecido y embarcado en todo eso del cercado, o mejor dicho, del apartamento diminuto de un solo dormitorio convertido en dos en Manhattan? No estaba segura. Aunque un futuro así, que pudo haber sido el suyo de haber tomado decisiones distintas en el pasado, parecía tener un nuevo atractivo mientras contemplaba a Darwin preparar los sándwiches revoloteando por ahí. Había algo muy poco habitual en su amiga, algo absolutamente distinto a lo que Lucie había visto siempre en ella.
—Eres como alguien que acabara de tener el orgasmo más increíble del mundo —comentó—. Tienes un aspecto completamente calmado y abstraído al mismo tiempo.
—Bueno, ahora no podemos mantener relaciones sexuales —le recordó Darwin—. Incluso cuando nos den el visto bueno, van a pasar años antes de que vuelva a abrir el negocio. Me duele.
Lucie le hizo un gesto con la mano como para quitar importancia a sus palabras y llevaron los sándwiches a la mesa. Cruzaron la puerta de la cocina adyacente al cuarto de los bebés y fueron a dar un vistazo a los niños, que ya empezaban a dormir mucho más profundamente. Tras echarles una mirada rápida, salieron las dos hacia la exigua estancia que comprendía tanto el salón como el comedor.
—Se te pasará —dijo Lucie—. El deseo sexual se recupera. Confía en mí.
—No hablemos de sexo cuando mi madre vuelva con la ropa —la previno Darwin—. No sé si sabe cómo se hacen los niños —se rió.
—¡Eso es!
—¿Qué? ¿Que mi madre no entiende el sexo?
—Te estás riendo.
—Me encuentro más relajada de lo que he estado en..., bueno, de lo que he estado nunca. En serio, no me malinterpretes. He empezado una nueva serie de listas. —Fue a buscar una carpeta que había encima de la mesa de centro del salón, a unos tres pasos de distancia—. Asuntos médicos, ahorros para la universidad, premisas para hacer amigos y varios. Tendría más categorías, pero aún no he tenido mucho tiempo para ponerme a ello.
—Pareces exhausta pero relajada —insistió Lucie.
—Estoy segura de que es cosa de las hormonas —contestó Darwin—. Mi madre está en casa las veinticuatro horas de los siete días de la semana y a mí me parece estupendo. Por lo tanto, está claro que he perdido el juicio, sí, pero lo he aceptado como la nueva normalidad.
—Dar, sé que te dije que estaría aquí y te he fallado totalmente. Por eso quiero que sepas que voy a intentar retrasar el rodaje en Italia y quedarme aquí un poco más de tiempo.
—¿Cuándo se supone que tienes que marcharte?
—Muy pronto, la verdad.
—¿Y si pierdes el encargo?
Lucie respiró hondo.
—Prefiero perder el encargo de un trabajo que una amiga.
En una milésima de segundo, Darwin se levantó de la silla y empezó a caminar por el salón.
—Este tipo de actitud —empezó a decir, agitando el índice en el aire— es la que impide que las mujeres luchen en el terreno profesional. Un hombre nunca haría eso.
—Es probable —admitió Lucie.
—Trabajaste muy duro para llegar al nivel que has alcanzado.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué demonios crees que voy a considerar siquiera dejar que cometas una equivocación tan ridícula como ésa?
—Porque he sido una amiga pésima y ahora estoy dispuesta a mejorar.
—Bien, pues bravo por ti, Lucie, porque ya iba siendo hora. Pero los niños y yo no vamos a movernos de aquí. Tienes mucho tiempo para arrastrarte a mis pies y portarte bien conmigo. Mientras tanto, creo que tendrías que dar un buen ejemplo a Ginger y a los gemelos sobre el mercado global.
—Así pues, estás diciendo... ¿qué, exactamente?
—Que acepto tu especie de pobre disculpa —respondió Darwin—. Y que espero que hagas un vídeo maravilloso.
En aquel preciso momento Betty intentó torpemente abrir la puerta, porque trataba de meter la llave en la cerradura y hacer girar el pomo al mismo tiempo.
—Bueno, una última cosa, porque voy a salir pitando de aquí antes de que tu madre me eche a la colada —dijo Lucie, y fue a abrirle la puerta a la madre de Darwin y a recoger el bolso al mismo tiempo. Más que un bolso, era un espacioso maletín de ordenador fieltrado, de color azul, parte de la nueva línea comercial de Peri, con un fondo de polipiel que permitía cargarlo sin preocuparse demasiado de que se combara. Regresó a la mesa con el bolso azul, lo dejó en la silla en que había estado sentada y sacó dos pequeños sombreros de punto blancos, con una delicada franja en verde y amarillo—. Para ti —dijo.
A Darwin se le humedecieron los ojos, sólo un poco.
—Son las hormonas —gritó, cosa que lamentó al instante, pues había olvidado que su voz despertaría al dúo diminuto que descansaba tras las finas paredes de su cuarto.
—Bueno, está bien, les haré arrumacos un ratito —dijo Lucie—. Pero luego tengo que marcharme, en serio.
Betty continuó doblando toallas, calcetines y ropa interior aparentemente sin prestar atención a su hija y a su amiga. Pero estaba contenta. Ella sabía que una madre nunca se cansa de ver que sus hijos se sonrojan de felicidad, y observó cómo su Darwin, orgullosa, presumía de sus gemelos con su mejor amiga.
Para Lucie y Ginger, subirse al Path Train para ir a Nueva Jersey era un ritual de los fines de semana. No todos, pues eso habría supuesto un leve exceso de unión familiar, pero sí con bastante frecuencia, de modo que la casa de Rosie era lo bastante familiar (y divertida) como para servir de soborno. ¿Cuántas veces había oído su hija que si comía sólo un poco más de verdura Lucie la llevaría a casa de la abuela a comer espaguetis con albóndigas caseras? Así pues, las dos Brennan corrían de un lado para otro con la acostumbrada ilusión de preparar un par de camisones, algunos calcetines limpios y medias para pasar la noche fuera. Lo metieron todo en una mochila fieltrada amplia y honda de color rosado y naranja (un diseño de Peri al que Lucie había hecho alguna aportación) y se cercioraron de llevarse a Dulce, el conejito de peluche de Ginger, atado por las orejas en el exterior de la bolsa.
Lucie alargó aún más sus jornadas laborales durante varios días de antemano para procurar que no hiciera falta dedicar horas del sábado y el domingo a editar o producir. Para ella era importante que toda la familia se reuniera antes de marcharse de viaje, sobre todo cuando la envergadura del proyecto parecía estar en continua expansión.
—Parece que voy a pasarme casi todo el verano en Italia —le contó a Darwin por teléfono.
Habían retomado sus charlas diarias, aunque ahora eran breves por necesidad, dado que era probable que los gemelos las interrumpieran en cualquier momento. Ambas repasaban a toda prisa los pormenores de la jornada, trataban de embutir en cinco minutos tanta conversación como fuera humanamente posible, esperando a ver quién sería el primero en poner fin a la charla: el trabajo, los bebés o Ginger.
—Estupendo —remató Darwin cuando las crecientes muestras de descontento de los niños empezaron a ahogar su voz—. Tengo que dejarte.
Pero, a medida que el proyecto italiano crecía, lo mismo ocurría con las preocupaciones de Lucie en cuanto a qué hacer con Ginger. Su primera idea fue un campamento de verano, seguida de visiones de su hija chupándose el pulgar y llamándola desde una cabina con Dulce colgado del brazo. «Mamá, te echo de menos», le diría llorosa, y Lucie no podría hacer nada para rescatarla de inmediato. Además, Ginger ni siquiera se había graduado aún en el externado; difícilmente aguantaría durmiendo en un campamento.
Sus hermanos, a quienes había considerado y descartado con anterioridad, suponían una posibilidad cada vez más atrayente. En parte por ese motivo Lucie había animado a Rosie a que invitara a todo el mundo a casa para celebrar una gran fiesta familiar: podría preguntar si había alguien que pudiera añadir uno más a su prole durante el verano. Ella lo habría hecho por ellos, ¿no?
No tanto. Lucie había cuidado de sus sobrinos y sobrinas algunas veces a lo largo de los años, por supuesto. Pero casi todo el trabajo pesado en ese sentido se lo dejaba a su madre, que parecía estar de maravilla cuidando a todo el mundo. Para Lucie, el hecho de haber tenido un bebé cumplidos los cuarenta suponía que iba absolutamente a destiempo de la dinámica del resto de la familia: sus hermanos y las esposas de éstos estaban ya a un paso de enviar a los chicos a la universidad y de conocer los placeres relativos del nido vacío. Por otra parte, Ginger necesitaba un baño, dos cuentos, un sorbo de agua, una canción y otro sorbo de agua antes de irse a la cama. Y todo eso antes de las nueve de la noche.