Marty sujetaba el teléfono entre el cuello y el hombro mientras untaba crema de queso en unos crujientes
bagels
con sésamo que luego envolvía en papel encerado. Los hombres y mujeres de negocios pasaban por allí de camino al metro y al trabajo en el centro de la ciudad y él preparaba bollos para el desayuno, uno tras otro. Muchos de sus clientes eran habituales y se sabía de memoria sus rostros y lo que pedían. Su cliente favorita de todos los tiempos, sin embargo, estaba sufriendo un ataque de pánico por teléfono.
—Todo va a salir estupendamente —afirmó.
Y lo decía en serio. Porque Marty tenía un plan. Le había pedido a Nathan que se reuniera con él en la charcutería aquella misma tarde e iba a ocuparse de sus travesuras infantiles de una vez por todas. Sintió un poco de lástima por aquel hombre, empeñado en mandar en su madre hasta el punto de que la relación entre ambos se había resentido mucho. Además, según le había contado Anita, Nathan le había revelado que estaba atravesando problemas matrimoniales. Por lo visto se había marchado de casa. Marty intentó tenderle la mano y fue rechazado repetidamente. Sabía que aquel tipo lo consideraba un palurdo. Y cuando hubiera solucionado lo de Nathan iba a tener que encontrar el modo de resolver el asunto de Sarah.
Anita no dormía bien, y tampoco comía demasiado. Al principio Marty se contentó con echarle la culpa a Nathan, pero luego quedó claro que el hecho de haberle hablado de Sarah a Marty no bastó para aliviar la carga de Anita.
—Solíamos tejer mitones para los niños las dos juntas —le contó a Marty mientras ella empezaba un par. Él observó que se avecinaba un verano caluroso y que no habría mucha demanda de prendas para cubrir las manos—. Bueno, los reservaré para cuando la vea de nuevo —repuso ella, pero se la encontraba sentada en el sofá trabajando en la labor cuando ya debería estar durmiendo.
«Si por lo menos...», se había convertido en una frase habitual en boca de la que casi era su esposa, junto con «¡Ojalá...!» y «Una de las cosas que cambiaría...». La edad, que por regla general no era motivo de mucha atención por parte de ninguno de los dos, de pronto comenzó a pesar profundamente. La de Anita. La de su hermana. La sensación de que el tiempo se agotaba se tornó omnipresente y apabullante.
Marty haría cualquier cosa por Anita, y si hacía falta remover cielo y tierra para conseguir que eligiera una fecha y se comprase un vestido, Marty Popper estaba dispuesto a asumir la tarea. Pero le preocupaba, y mucho, que Anita hubiera cifrado toda una vida de frustración en el convencimiento de que todo el mundo estaría bien en cuanto hubiese encontrado a Sarah. ¿Y qué pasaría si no la encontraba?
Marty sacó el tema con delicadeza:
—¿A quién te gustaría pedírselo?
—Ya lo sabes —respondió Anita—. A mi hermana.
La palabra misma, «hermana», implicaba una relación estrecha, una conexión inquebrantable. ¿Era eso cierto? El simple hecho de que compartas unos padres, ya sea por consanguinidad o por afinidad, no significa que vuestras personalidades sean complementarias. Que disfrutes con las mismas actividades. Que vuestras ideas políticas coincidan. Según lo entendía Anita, lo más fácil con los parientes era ser desconocidos allegados. Saber de qué humor estaba cada cual sólo con una mirada, aceptar todas las pequeñas peculiaridades que constituyen las costumbres de una persona, y, sin embargo, aun con todo este conocimiento secreto, arreglártelas para no preguntar nunca nada sobre las esperanzas y los sueños del otro. Asumir que, por sí mismo, el hecho de ser hermanos anulaba la necesidad de convertirse en verdaderos amigos. Anita sabía que éste había sido uno de sus errores. Un error que quería enmendar.
—De acuerdo —dijo Marty—. Podemos decir su nombre. Es Sarah. ¿Y quién más?
—Dakota —decidió ella—. Y Catherine. Ha sido mi mano derecha en toda la planificación, y la verdad es que es una muy buena amiga. Sí, creo que Catherine.
—Perfecto. Pues ahora lo único que tienes que hacer es pedírselo.
—¿Crees que dirá que sí? —preguntó Anita, y empezó a darle vueltas de nuevo. Llevaba semanas así, con las emociones afluyendo y refluyendo sin cesar. Agotando a Marty. Agotándose a sí misma—. Creo que voy a llamarla ahora mismo.
—Son las siete menos cuarto de la mañana, cariño —señaló Marty—. Es más probable que se entusiasme con la idea si esperas al menos hasta las nueve.
Catherine estaba tumbada en la cama con el antifaz de trigo sarraceno puesto, esperando que el día retrasara el tiempo y le diera unos minutos más para dormitar. Con poco más de veinte años había tenido mucho aguante, incluso después de haberse percatado de que casarse con Adam había sido una tremenda equivocación. Iba a fiestas y subastas benéficas y se levantaba al amanecer, lista para hacer ejercicio y servir el desayuno. Ahora, en cambio, sólo con que se acostara tarde una noche ya estaba hecha polvo. Quería quedarse en la cama, aunque técnicamente era un día laborable y tendría que considerar hacer acto de presencia en El Fénix. Ahora bien, el empleado adicional que había contratado para el verano podía ocuparse perfectamente de las dos vertientes del negocio, lo cual aliviaba no poco la presión sobre Catherine. Echó una mirada por debajo del antifaz y recorrió el dormitorio que había sido de Stan y Anita. Con las paredes marrón topo y la cama con columnas estrechas que requería de unos peldaños diminutos para subir y meterte entre las magníficas sábanas de Frette. Otro motivo para amar Italia, se dijo. Comprar todas las existencias de ropa de cama.
Se apoyó en un codo para incorporarse, sin acabar de decidirse. Catherine deseaba con todas sus fuerzas que James dejara que Dakota fuese a Italia. Así ella lo tendría más fácil y podría decirle a todo el mundo que por eso quería ir también. En vez de contar que se sentía atrapada en una vida que era más de lo mismo, día tras día. En vez de decir que quería conocer a su enamorado telefónico, Marco, y ver el viñedo de su familia. Eso parecía divertido. Otra anécdota en los anales de Catherine Anderson, diletante y fugaz. La verdad era que una persona que regentara una tienda de vinos no tenía ninguna necesidad de tomar un avión para ir a probarlos en origen. Ella sólo estaba haciendo lo de siempre: salpicar su vida con gotas de emoción. Intentar darse alicientes. La tienda. La vinoteca. Viajes. Novios guapos. Una casa nueva que necesitaba reformas. La novela de suspense en la que llevaba semanas sin escribir ni una palabra. ¿Y qué sería lo próximo? Porque, francamente, Catherine se estaba quedando sin cosas que hacer.
Entonces Anita se presentó en la puerta del apartamento.
Catherine llevaba aún el pijama y el cabello aplastado de dormir cuando sonó el timbre. Cruzó el apartamento con paso suave, descalza, y se encontró con una Anita agitada, vestida con otro traje de lino de color claro y casi ahogándose bajo el peso de una carpeta.
—Toma —dijo, y tendió aquel mamotreto a Catherine con brusquedad mientras entraba por la puerta. Le brillaban los ojos—. Levántate, dormilona.
—Es que aún es muy pronto... —farfulló Catherine.
—Voy a preparar un café inmejorable esta vez. Porque ahora tengo un plan.
—¿Has elegido una fecha?
Anita se echó a reír y respondió:
—No, pero he elegido una dama de honor.
—Bien —asintió Catherine—. Dakota lo hará muy bien.
—Bueno, sí —repuso Anita—. Pero también me gustaría pedírselo a otra persona. A una que ha sido muy paciente conmigo. A ti.
—¿A mí? Nunca he sido dama de honor, ¿sabes?
—¿Y a quién le importa eso? Esta carpeta contiene un resumen de los datos principales y, francamente, tienes muchas responsabilidades por delante. Para empezar, se supone que tienes que animarme a fijar una fecha.
—Porque resulta que no lo he estado haciendo ya, ¿verdad? —preguntó Catherine en voz alta, aunque Anita ya estaba trasteando en la cocina. Catherine se dirigió a la puerta prácticamente a rastras, se movía con mucha lentitud, y miró a Anita mientras iba de aquí para allá—. Soy la suplente de Georgia —comentó en tono despreocupado—. Y me siento muy honrada de hacerlo.
—¿Qué dices de Georgia, querida?
—Que voy a ocupar el lugar que hubiera sido de Georgia.
Anita detuvo su torbellino de actividad y miró a Catherine a los ojos.
—Nadie sustituirá nunca a Georgia —dijo con firmeza, y a Catherine empezó a temblarle el labio.
«Menuda perdedora estoy hecha; después de todo este tiempo, aún rompo a llorar», pensó Catherine para sí.
—Si tuviéramos la suerte de seguir teniéndola físicamente en nuestras vidas, entonces yo tendría la suerte de tener a tres hermosas chicas para apoyarme —añadió Anita, que apartó discretamente la mirada para fingir que no se daba cuenta de que Catherine estaba llorando—. Tal como están las cosas, sólo podré tener dos. ¡Pero menudo par de damas vais a ser Dakota y tú!
Luego siguió haciendo el café, mucho mejor de lo que Catherine lo había hecho jamás, mientras tarareaba para sí misma. En ocasiones, dar un solo paso en una dirección, en cualquier dirección, bastaba para hacer que pareciera que la vida estaba volviendo a encarrilarse.
Se estaban produciendo muchos cambios por todas partes: la renovación de la tienda por parte de Peri, los bebés de Darwin, las aventuras de la carrera profesional de Lucie y la insistencia de Dakota en que estaba enamorada a distancia. Eso, por no mencionar la boda de Anita y que Catherine sería dama de honor. Todo el mundo tenía algo nuevo, y al final, ella también. Tenía la prueba oficial de que era una socia del club, absolutamente y para siempre.
El agua caliente ya salía y Catherine estaba a punto de entrar en la ducha cuando sonó el interfono del portero automático.
—Nathan Lowenstein, señora —oyó.
—Vaya... Cinco minutos, gracias.
Catherine bajó la mirada hacia su cuerpo desnudo y buscó algo que ponerse a toda prisa. Sus ojos se posaron en la ropa de gimnasia del cajón de arriba y, en cuestión de un instante, Catherine se había vestido con unos pantalones capri de hacer yoga y una camiseta ajustada. Se pasó el cepillo por el cabello a toda prisa, luego recorrió casi al trote el trecho hasta la puerta principal y, al hacerlo, cayó en la cuenta de que se le había olvidado ponerse sujetador. Una cosa era que quisiera exhibirse, pero a Catherine no le hacía gracia que la sorprendieran sin maquillaje o sin estar completamente vestida.
—Hola —dijo con tono cortante al abrir la puerta—. Casi coincides con tu madre... Se ha ido hará unos veinte minutos.
—Qué lástima —repuso Nathan—. Bueno, en realidad pasaba para ver el apartamento, tal como comentamos el otro día en la fiesta.
—Bien —dijo Catherine—. No hay problema, pero creía que ibas a llamar con antelación.
—Bueno, es que andaba por el barrio, tengo que reunirme con Marty un poco más tarde —explicó. Se apoyó en el marco de la puerta y le dirigió una sonrisa esquinada y burlona—. ¿Ni siquiera vas a invitarme a entrar en mi propia casa? O, mejor dicho, la casa de mi infancia.
Catherine se hizo a un lado de inmediato y lo dejó pasar.
—Verás que está prácticamente igual —expuso—. Sólo hay algunas cosas que son mías. Por lo demás, todo está al gusto de tu madre.
—Ya lo veo —repuso Nathan al tiempo que se quitaba la cazadora fina que llevaba y la echaba sobre el extremo del sofá. Se dirigió a las grandes ventanas que daban al parque—. ¡Menuda vista! Es incluso mejor de lo que recordaba.
Catherine se fijó en que Nathan llevaba una camiseta polo y en que tenía unos brazos bronceados y musculosos. Era indiscutible que parecía el doble de su padre en las fotografías que Anita le había enseñado. Era un hombre atractivo. «Y con un culo bonito», pensó Catherine al mirar su trasero enfundado en unos vaqueros.
Nathan se dio media vuelta rápidamente y juntó las manos dando una palmada.
—¿Estás lista para hacerme de guía tal como prometiste? —le preguntó.
—Yo, bueno... estoy segura de que no vas a perderte por ahí —contestó Catherine—. Hay café en la cocina.
—De acuerdo. Creo que echaré un vistazo. ¿Dónde está tu dormitorio?