Lo había hecho muy mal cuidando de su madre, eso ya lo sabía. Le falló a Stan y defraudó a la familia. Nathan se había esforzado mucho en plantear ideas que a Anita le resultaran atrayentes, que aliviaran un poco la tensión de su vida. Pero era una mujer difícil e irascible y se negaba a cambiar para que él pudiera ocuparse mejor de ella —negándose, fundamentalmente, a admitir que estaba envejeciendo— y a lo largo de los años sus visitas eran cada vez más cortas. Un dramático día de Pascua en el que su madre se fue inmediatamente después de cenar para ir a ver a sus amigas del club de punto, su esposa, Rhea, lo abroncó a gritos por el comportamiento grosero que había tenido Anita. Y, desde luego, la madre que insistía tanto en los modales nunca les enseñó a dejar a los invitados sentados a la mesa para ir a reunirte con tus amigos.
Todo eso del punto, sin embargo, fue sólo el comienzo de una sensación de locura que se multiplicaba. Luego vino Marty, la venta del apartamento, una boda... ¡y vete a saber qué más! Y en medio de todo aquello, su madre parecía confusa en cuanto al motivo por el que Nathan se preocupaba tanto por lo que ella hacía. «Eres mi madre», le decía. Para él, eso lo explicaba todo. Y al parecer, para ella no explicaba nada.
Era horrible saber que tu propia madre no te tenía mucha simpatía. Hubo una época en que lo había arropado por la noche y le limpiaba la pasta de dientes que había quedado en la comisura de su boca de siete años, y le decía que no había nada en el mundo que pudiera hacer que dejara de quererlo. Pero ahí estaba, y además, era un mundo muy pequeño.
No. Él dijo que no. «No, madre, no deberías vivir sola. No, madre, no deberías trabajar en la tienda de punto. No, madre, no deberías salir con el tal Marty. No, madre, no deberías vender nuestra casa. No, madre, no puedes casarte con otra persona.» Ella lo odiaba por eso. Había perdido a su madre. Y todo porque intentaba mantener la promesa que hiciera a su padre años antes.
El viento había alborotado sus cabellos castaños durante el paseo en dirección norte. Nathan se vio reflejado en el acero del ascensor, vio sus pantalones caqui relativamente bien planchados y su camisa de un vivo color azul. Se pasó una mano por el pelo y se volvió un poco de lado para comprobar su estómago. Bastante plano, pensó con aprobación. Era asombroso lo que lograban las interminables sesiones de abdominales. Empezó a hacer ejercicio a diario en cuanto surgieron los problemas con Rhea en casa. Por mucho que no quisiera pelear con su madre y que, por tanto, temiera verla, también estaba bastante emocionado. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que estuvieron los dos juntos a solas, sin hermanos menores, niños o esposas alrededor. Ella le prometió que Marty no estaría cuando llegara. Para que los dos pudieran tener un poco de tiempo para hablar.
—Hola, cariño —dijo Anita cuando abrió la puerta del espacioso apartamento que compartía con Marty.
Era un piso clásico de seis habitaciones, con dos dormitorios, un salón y un comedor amplios y una habitación para el servicio que Anita tenía el lujo de poder utilizar sólo para guardar su dotación personal de lanas.
—Hola, madre.
Nathan se sintió eufórico a la vez que inquieto. Se inclinó para darle un beso en la suave mejilla. Su madre seguía utilizando el mismo perfume de siempre, Chanel, y su aroma era el mismo que cuando él era un niño pequeño en 1962. Anita tenía un aspecto más envejecido, sin duda —había más arrugas en todo el conjunto de su rostro, pensó—, pero continuaba siendo muy hermosa. Muy elegante. Sonrió con afecto y le brillaron los ojos. Y, como cada vez que veía a Anita, Nathan se sintió tremendamente afortunado por el hecho de que aquella encantadora dama fuera su madre.
—Te he traído unos bombones —dijo—. Acabo de comprarlos en Teuscher.
Le tendió una gran caja dorada con un lazo rosa.
—¡Qué detalle!
—Tal vez podríamos comernos unos cuantos y charlar —agregó Nathan—. He traído unas fotos de los niños jugando en un torneo de fútbol la semana pasada.
Se quedó en el vestíbulo, incómodo, captando el aspecto funcional de la decoración del apartamento, con su esquema cromático de blanco sobre blanco, con tan sólo unos cuantos cojines de color y algunos cuadros para dar un poco de garra. Hasta el mobiliario era moderno, de líneas elegantes, a diferencia de los sofás de brazos curvos y muebles de madera cálida más elaborados que sus padres habían preferido en el San Remo. Era como si se hubiera convertido en una persona completamente diferente, con gustos distintos. Pero, por lo visto, con las mismas amistades de siempre.
El teléfono empezó a sonar y su madre cruzó la habitación con zancadas enérgicas para descolgar el auricular.
—¿Anita?
Nathan oyó claramente la voz al otro extremo de la línea.
—Es Dakota —le dijo su madre moviendo los labios y cubriendo el auricular con la mano a pesar de que no emitió ni un sonido.
—¿Qué pasa, cariño?
Hizo señas a Nathan para que entrara en el apartamento y se pusiera cómodo, como si estuviera en su casa. En su casa. Eso sí que era todo un concepto. Tendría que caminar unas cuantas manzanas hasta el San Remo para hacerlo.
—¡Llevo todo el día intentando localizarte! —Dakota se estaba sorbiendo la nariz y hablaba a toda velocidad—. Lucie me pidió que fuera a Italia con ella para ser la canguro de Ginger, Peri se enfureció pero luego lo arreglamos, pero papá me ha dicho que no y se ha enfadado conmigo. No sé qué hacer.
La joven tomó aire de forma irregular, lo cual confirmó las sospechas de Anita de que la llamada había estado precedida por las lágrimas. En el sofá, Nathan jugueteaba con las piezas de ajedrez. Al intuir la pausa en la conversación, se dio la vuelta en el asiento y sonrió a su madre, expectante. Quería explicarle que había decidido dejar a Rhea, pero vacilaba. Quería explicarle que había tenido el mejor año de su vida desde el punto de vista económico. Quería explicarle por qué creía que casarse era precipitado y por qué le preocupaba. Quería que lo escuchara como solía hacer cuando regresaba a casa de la escuela primaria y un vaso de leche resolvía todos sus problemas.
—Anita —dijo otra vez Dakota, y Nathan vio que su madre se volvía de nuevo hacia el teléfono—. Tienes que hablar conmigo. Dime, ¿qué hago?
Mañana, mediodía y noche: en todo momento la cuestión era cómo ocuparse de las necesidades de los bebés. ¿Qué hacer? Y, milagro de los milagros, su madre tenía una sugerencia útil en la mayoría de las ocasiones. Darwin estaba asombrada de lo lista que de pronto se había vuelto su madre.
Betty llevaba semanas durmiendo en el sofá. Al fin y al cabo, no tenía sentido que tomara el avión de regreso a Seattle y tener que volver para la celebración del primer mes de los niños. Y no sólo eso, sino que además Betty se hizo cargo de toda la planificación de la fiesta y cuando Dan puso cara de estar más que alarmado ante el creciente coste, tuvo la deferencia de ofrecerse a echarles una mano.
—No es necesario, mamá —denegó Darwin—. Podemos permitirnos todo lo que deban tener nuestros hijos.
—¡Ja! —repuso su madre—. Por lo visto, sigues tomando analgésicos. Si tanto os sobrara el dinero, probablemente viviríais en una casa con habitación de invitados para tu madre.
—Bueno, podemos pagar la fiesta.
—¿Qué? ¿Y gastar el fondo para la universidad de mis nietos? Ni hablar —replicó Betty—. Ni siquiera compartiste tu boda conmigo, pero ahora, ahora puedo hacer algo.
La fiesta, que se celebró en un buen restaurante de Chinatown, fue una agradable combinación de familiares —el padre y la hermana de Darwin habían viajado en avión, así como los padres de Dan— y amigos. La madre de Dan dejó muy claro que quería hacer turnos para quedarse también en su casa a cuidar de Cady y Stanton. Asistieron todas las socias del club, y también Rosie, el padre de Dakota, el hijo de Anita, que estaba de visita en la ciudad, y varios colegas del hospital de Dan. Por no mencionar a los dos invitados de honor, que hicieron acto de presencia alternando el sueño con los berridos. Aun así, Darwin comprobó que le había sentado bien salir del apartamento. Ya llevaba demasiado tiempo encerrada. Y aunque todavía vestía la ropa de su segundo trimestre de embarazo —aún tenía el vientre hinchado—, hizo un esfuerzo especial: se peinó el cabello negro en alto y se pintó los labios con un carmín rojo oscuro que había comprado especialmente para la ocasión. (Y puesto que haría cualquier cosa por los gemelos, desechó la idea de hacerse un peinado de «mamá flamante» cortado a la altura de las orejas.)
Después de largo rato saludando a todos los invitados, Darwin se fue a hurtadillas a un rincón para ponerse al día con Lucie y disfrutar de las exquisiteces. Según la multitud de libros de consulta que tenía, dar el pecho podía ser una manera estupenda de adelgazar, pero la hacía sentirse hambrienta constantemente.
—Bueno, dime, ¿lo tienes todo preparado entonces? —preguntó, tras lo cual dio un bocado a una bola de masa que masticó con aire pensativo—. ¿A partir de ahora ya todo se centra en «cuando esté en Roma»?
—Todo está organizado menos el cuidado de la niña —respondió Lucie—. Me han dado un generoso complemento para cubrir este aspecto.
—¡Vaya! —exclamó Darwin, sorprendida—. Supongo que eres buenísima.
Lucie puso los ojos en blanco.
—Gracias por tu asombro —dijo—. La cuestión es que estoy pendiente de si Dakota puede hacerlo. Sé que está la tienda y todo eso, pero Catherine confía en que todo se resolverá. Se ha mentalizado con la idea de que Dakota estará en Italia.
—Están muy unidas, esas dos —comentó Darwin, que había oído hablar mucho sobre la frustración de Lucie por el hecho de que su aventura veraniega parecía cada vez más concurrida—. Catherine podría resultar muy útil en el extranjero. Apuesto a que es capaz de conseguir mesas estupendas en todo tipo de restaurantes, y es indudable que se trata de una magnífica compradora.
—Esta nueva personalidad tuya tan alegre resulta perturbadora.
—Todo es química —respondió Darwin con afabilidad—. Llegará un momento en el que dejaré de dar el pecho, y entonces todo volverá a ser cuestión de arreglar el mundo y ponerme de malhumor durante el proceso. —Picó un poco de fruta y agregó—: Además, tengo que reservar mis energías para las cosas importantes. He sido informada de que, desde el punto de vista académico, me convendría procurar que mi permiso de maternidad sea productivo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Cuando los profesores de universidad varones se acogen al permiso de paternidad, puedes tener la seguridad de que están trabajando en algún proyecto. Se trata de publicar o perecer con igualdad de oportunidades, tanto si te rezuman los pechos como si no. —Dejó el plato que sujetaba y concluyó—: A propósito, tengo que ir a vaciarlos y ofrecer un refrigerio a los invitados de honor.
—Aguarda un segundo —le dijo Lucie agarrándola del brazo—. Pulsé el Intro.
—¿Buscaste a Will en Google?
—De momento he averiguado su número de teléfono, dónde vive, su trabajo y que tiene una página tanto en Facebook como en MySpace. Según dichas páginas, está casado.
—Vale, eso es un poco obsesivo —comentó Darwin—. ¿Tiene hijos?
—Sí, y son preciosos. No tanto como Ginger, pero tienen la misma nariz, creo. Son muy pecosos.
Las dos mujeres se acercaron a una mesa ocupada por parientes de Dan que habían acaparado a los bebés toda la noche y, tras arrancarlos de brazos de su suegra, fueron con uno cada una hacia el baño, donde Darwin tendría más intimidad para amamantarlos.
Antes de abandonar la habitación, Darwin saludó con la mano a Dan, que relataba animadamente una historia a sus colegas. Él le sonrió y le dirigió un gesto de aprobación con el pulgar.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer? —preguntó Darwin cuando hubieron arrastrado también un par de sillas hasta los servicios.
Niños, sillas, baberos, discos de lactancia, agua para beber y agua para limpiar la baba con la que indefectiblemente se iba a manchar la ropa. Todas las tareas tenían dieciocho pasos y le llevaban media hora: no era de extrañar que no durmiera nunca—. No es que puedas llamarlo precisamente.
Lucie se encogió de hombros.
—¿O sí que puedes? —Darwin se echó una manta sobre el pecho y empezó a desabrocharse la blusa—. No se trata del tipo de llamada que a todas las familias les encanta recibir, Lucie; ¿estás segura de lo que estás haciendo?
—No, no tengo ni idea de lo que estoy haciendo —admitió—. Pero ¿acaso Ginger no tiene derecho a conocer a su padre?
—No lo sé. ¿Los derechos de quién deberían prevalecer en este caso? ¿Las necesidades de quién son más importantes? Una cosa sería que Will fuera un padre haragán, Lucie, pero tú y yo sabemos que no querías que las cosas fueran precisamente permanentes.
—¿Y si he cambiado de opinión?
—Pues ahora son tus hormonas las que han enloquecido —repuso Darwin—. Mira, voy a serte franca. Ni siquiera sabes nada sobre ese hombre. Lo que digo es que deberías meditarlo larga y detenidamente antes de lanzar una bomba nuclear sobre esa feliz vida familiar.
—Darwin Chiu, no hay duda de que eres impredecible. Hace un tiempo me habrías dicho que fuera a buscar a ese tipo y que presentase una demanda de paternidad.
—Bueno —contestó Darwin mientras movía un poco al bebé, que se había dormido, para que se despertara y terminara de mamar—, la gente cambia. La vida no es sino un proceso para descubrir quiénes somos.