Soltó un fuerte suspiro, como si la hubiesen dejado sola demasiado tiempo.
En aquel preciso momento, Catherine salió de la cocina andando de espaldas y empujó la puerta con el trasero mientras sostenía una taza de café en cada mano. Estaba muy elegante, con unos ajustados pantalones negros y una blusa holgada de seda multicolor resaltada por un cinturón de cadena. Avanzó en precario hacia Anita, paso a paso, y le tendió una taza. Anita tomó la bebida pero no la dejó sobre la mesa, sino que miró a Catherine de forma elocuente.
—De acuerdo —dijo ésta tras una pausa de varios segundos—. Posavasos.
Se acercó a un gran aparador de nogal, una pieza de la época de la Independencia, una de las pocas que le gustaban de verdad de las que había en el apartamento del San Remo, y sacó un juego de posavasos decorados con una flor silvestre para proteger la excelente madera. Los dejó sobre la mesa y retiró una silla al lado de Anita.
—¿Qué te parece? —preguntó ésta señalando una fotografía de un pastel de varios pisos de color azul Wedgwood.
—Ah —dijo Catherine mientras miraba la revista y tomaba un sorbo del café demasiado suave. Nunca le salía bien. O ponía demasiados granos, o demasiado pocos. Éste era otro de los motivos por los que había llegado a gustarle la charcutería de Marty—. Así que has traído tu alijo de pornografía nupcial.
Se rió. Anita no.
—Perdona, ¿cómo dices? —dijo Anita, que mientras hablaba se dio cuenta de que había derramado una gota sobre su conjunto de color claro—. ¡Maldita sea!
—Todas las futuras novias se envician. Con las revistas. Con la telerrealidad. A la emoción de la caza del vestido perfecto. Te está ocurriendo lo mismo a ti, Anita, lo veo.
—Sólo quiero hacerlo bien.
Después de decirlo, Anita se apresuró a añadir «otra vez», no fuera que hubiese alguna implicación de lo contrario. Stan era un hombre maravilloso, y de no haber muerto de manera inesperada, sabía que hubiera pasado el resto de su vida con él en aquel mismo apartamento. Acordándose de poner posavasos para el café, claro.
Vaciló un instante y sacó una vieja fotografía. En ella se veía a una Anita joven, vestida de novia, que sostenía un ramillete de rosas contra el pecho, con Stan a su lado. Era la única fotografía en la que Catherine había visto a Stan de joven. Su cabello negro, abundante y pulcramente cortado, parecía no poder contener la onda que se le formaba en el crecimiento del pelo. Era un hombre alto y de espaldas anchas, que, aun en aquella instantánea de hacía décadas, proyectaba un aura de seguridad en sí mismo. Tenía la mano metida en el bolsillo del traje y sonreía a la cámara. Un hombre feliz. Un día feliz.
—Era un bombón —comentó Catherine, que dio un suave codazo a Anita en broma—. No me extraña que tuvierais tres hijos.
Anita hizo un ademán con la mano, como si ahuyentara a Catherine.
—Bueno —repuso, hablando con lentitud—. Sí, tal vez. ¡Caray! He pasado demasiado tiempo con vosotras y con toda vuestra charla.
—¡Mira qué bien! Nos das esperanzas para el futuro —comentó Catherine.
—¡Oh, vamos, venga ya! Tú entras y sales de las relaciones como si te probaras ropa nueva —replicó Anita—. No hay nada malo en quedarse uno como está.
—Marty te está dando un motivo para quedarte como estás.
—También es un hombre muy atractivo, es cierto. Y muy divertido. He tenido suerte. Dos veces. Hay mujeres que nunca tienen la oportunidad de experimentar el verdadero amor.
Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera recuperarlas. ¡Maldición! Pues sí que estaba distraída, la verdad. Normalmente, Anita tenía mucho cuidado con lo que decía.
—Eso es muy cierto —contestó Catherine—. Yo soy el vivo ejemplo de la mujer de la que Cupido se olvidó.
—Ahora eres feliz —repuso Anita, intentando engatusarla—. Tienes la tienda, esa casita preciosa, y tu aspecto es magnífico. Me gusta este rubio más suave que llevas ahora, más dorado y menos amarillo. Es muy bonito.
Tras decirlo, alargó la mano y le tocó ligeramente el cabello, en tanto que Catherine se inclinaba hacia ella de forma casi involuntaria. El aire maternal que emanaba de aquella mujer era como un imán que atraía a la gente hacia su órbita de bondad. Hacía que ansiaran su aprobación.
—Es lo que hay —dijo Catherine—. Es mi vida. No hay mucho que decir.
—Ahora puedo dejar de lado estas tonterías —afirmó Anita, que cerró sus libros y revistas—. ¡Caramba! Este café está delicioso —añadió tras tomar otro sorbo abundante aunque no por ello indelicado, y asintió mirando a Catherine.
—Me voy fuera a pasar el verano —anunció Catherine—, de modo que no habrá ninguna dificultad para enseñar el apartamento, no te preocupes por eso. Trasladaré mis cosas a la casita y luego voy a volar a Italia, a pasar unos días en la costa, para ir luego a Roma...
—¿Y quién va a ayudarme a mí con la boda?
—Ni siquiera sabemos cuándo va a ser... Y si queremos que sea en alguno de los grandes hoteles, tendremos que darles fechas lo antes posible. Ni siquiera sé si podríamos reservar algo antes de un año.
—Pues más razón todavía para planearlo ahora.
—Marty y tú podríais fugaros —dijo Catherine. Fue un comentario hecho de pasada, sólo con una pizca de esperanza secreta de escapar de la potencialmente interminable degustación de tartas que se temía que habría en el futuro—. ¿Para qué queréis una gran boda? No la necesitáis.
—¡Pues claro que no la necesitamos! —exclamó Anita con irritación—. La queremos. Ya que vamos a casarnos, pensamos proclamarlo a los cuatro vientos. ¡Y tú, o estás con nosotros o contra nosotros! —alzó un dedo para enfatizar sus palabras.
—¡Vale! Tranquila, tranquila, novia histérica. Soy una de tus aliadas.
Anita se enderezó un poco más en la silla y Catherine se alarmó por un instante porque tuvo la sensación de que, por fin, Anita iba a soltarse y a hacerle saber la pobre opinión que tenía de ella. El momento que había estado esperando. Temiendo. La confirmación de que no era más que una intrusa, una descarriada.
—Catherine, te pido disculpas —dijo Anita con formalidad—. No eres tú quien me ha molestado. Es mi hijo mayor. Es Nathan.
—Ah, no te preocupes —se apresuró a responder Catherine, que sintió una punzada de remordimiento al pensar en esa postal de la que todavía no le había dicho nada a Anita. Entonces sí que tendría motivos para enfadarse con ella—. ¿Qué ha hecho Nathan ahora?
En el curso de los años, las socias del club habían oído hablar de muchas de las gracias de Nathan. Vivía en Atlanta con sus hijos y con la que era su esposa desde hacía diecisiete años y quería que Anita se mudara al sur y viviera en la casa de invitados. Lo cual habría sido maravilloso de no ser porque Anita se mantenía firme en su decisión de vivir su propia vida. La presencia de Marty provocaba una continua consternación en Nathan.
—Viene hacia aquí en avión —contestó Anita—. Ha corrido el rumor de que voy a vender el apartamento.
—¿No se lo dijiste tú misma?
—Sí, lo hice. Anoche. Me preguntó en qué demonios estaba pensando al vender la casa de su padre. De manera que le contesté lo que es perfectamente obvio desde hace quince años: su padre está muerto y no va a regresar. Pues bueno, cualquiera diría que acababa de enterarse.
—¡Ay!
—¡Ni ay ni nada! —gruñó Anita—. Yo di a luz a ese chico, y a otros dos. Yo soy la madre aquí. Ellos no están al cargo y no me importa cuánto tiempo tenga que pasarme repitiéndoselo.
—¿Y la agente va a venir hoy igualmente?
—¡Pues claro que va a venir! —Anita frunció el ceño—. ¿Por qué no iba a venir? ¿Crees que Nathan la telefoneó y le dijo que anulara la cita?
Anita miró el reloj con la fina banda de oro que ceñía su muñeca diminuta. Eran las once; se abstrajo tanto con la lectura del artículo sobre pasteles de boda que había perdido la noción del tiempo. La agente tendría que haber llegado hacía cuarenta y cinco minutos.
—¡Ese sinvergüenza! —masculló al tiempo que se sonrojaba—. Se va a llevar un buen rapapolvo cuando lo vea esta noche.
El momento en que cruzaba el puente Triborough. Era entonces cuando tenía la sensación de haber regresado a casa. La vista de la ciudad y de todos los edificios alzándose hacia las nubes resultaba impresionante. Atlanta era una gran urbe, a él le encantaba, pero Nueva York le robaba el corazón. El neoyorquino no deja de serlo nunca.
Nathan Lowenstein se metió la mano en el bolsillo y empezó a contar billetes, preparándose para cuando el conductor llegara a su destino. Había decidido ir a su hotel, situado en la periferia del centro, dejar allí el equipaje y luego recorrer las casi treinta manzanas hasta el nuevo apartamento de su madre. En realidad no era nuevo en el sentido de que ella acabara de mudarse, pero a él le había resultado extraño y desconocido siempre que fue allí de visita.
—¿Había estado antes en Nueva York? —le preguntó el taxista.
—¿A usted qué es lo que le gusta más? —dijo Nathan sin responder a la pregunta.
—Ah, lo oigo en su voz —repuso el taxista—. Usted es de por aquí. En ese caso, me parece que no voy a llevarle por la ruta más larga. ¡Es broma! —Dio una palmada en el asiento de al lado—. Me gustan los perritos calientes. Conducir hasta la esquina y que el tipo me lo traiga enseguida. Con mostaza. ¿Y a usted?
—Me gusta el San Remo —contestó Nathan—. Es el edificio más hermoso del mundo. Allí es donde ambientaron
Los cazafantasmas.
—Sí, es verdad. Ya sabe, en esta ciudad se hace un montón de grandes películas...
Nathan miró por la ventanilla mientras el conductor seguía divagando. Cruzaron el parque a buen ritmo y vio a una joven madre que limpiaba la barbilla sucia de helado de su hijo. Nathan sonrió al recordar los largos días de verano en el parque con Ben y David, a Anita desplegando una manta para merendar queso, galletas saladas y manzanas. Su padre era un hombre serio y trabajador, a menudo ocupado. Pero su madre hacía que todo fuera más llevadero. Y eficiente. Por la noche les elegía la ropa hasta que casi fueron adolescentes, los inscribía en cursos de bailes de salón y en clases de etiqueta. Se aseguraba de que hicieran los deberes, pero sólo hasta las diez de la noche, pues la hora de irse a la cama tenía que acatarse estrictamente. Ella nunca se quedaba sin tiempo para escuchar los pormenores de sus jornadas, tanto si se trataba del trauma de la escuela o de la angustia de elegir el tema de su tesina. Su madre era de las buenas. Divertida, guapa y propensa a reírse. Desde la perspectiva que daba el tiempo, comprendió que todos sus amigos de la infancia estuvieran chiflados por ella.
A su madre le encantaba obsesionarse con los detalles. El
bar mitzvah
de Nathan había ido seguido de una fiesta maravillosa. Su madre no reparó en gastos para la música y la comida e invitó a todas las personas que conocían. Su tía Sarah se había pasado la velada riendo y bromeando, fue una de las pocas ocasiones en que se reunió toda la familia. Él se lo pasaba muy bien con su tía, que lo llevaba a Coney Island para montar en la montaña rusa o a ver los dinosaurios del Museo de Historia Natural. Se había sentado en la mesa de la cena varias veces por semana, cocinando con su madre, trabajando las dos, codo con codo para elaborar platos deliciosos para toda la familia. Sus abuelos eran unas personas atentas y amables, pero su tía fue más bien una amiga. Y luego, sencillamente, desapareció. Su madre quitó las fotos del salón y su padre le ordenó que no preguntara más por la tía Sarah. Fue una de las pocas ocasiones en que el comportamiento de su madre lo enojó y confundió de verdad. Como ahora.
El día de su
bar mitzvah,
su padre se lo había llevado aparte, le enseñó su reloj de oro y le dijo que no podía creer que hubiera pasado tanto tiempo desde que Nathan era sólo un bebé.
—Hoy estoy muy orgulloso de ti —le dijo—, y algún día tú serás el cabeza de familia.
Durante sus últimos años, su padre había estado preocupado por Anita con frecuencia. Incluso la animó a que empezara a trabajar en esa pequeña tienda de punto, algo que la mantuviera ocupada.
—Quizá si vivierais más cerca —había dicho su padre—, vuestra madre pasaría el tiempo corriendo tras sus nietos.
En cambio, se declaró que su madre era una artista textil, y aunque las cosas eran cada vez más extrañas (cuando ella pareció adoptar prácticamente a la propietaria de la tienda y a su hija), Nathan se contuvo y no dijo nada. O, mejor dicho, su padre le ató la lengua: «Mientras esto no haga sufrir a tu madre ni a ti, vas a guardar silencio». Eso le dijeron.
—Algún día serás tú quien tenga que tomar las decisiones —había dicho su padre—, pero tu único objetivo es procurar que tu madre sea feliz. Debes protegerla, porque vive en una burbuja. Nunca ha tenido que enfrentarse al mundo real.
Sin embargo, nada de lo que Nathan dijera o hiciese influía en Anita. Se había ido a vivir con un tipo dueño de una charcutería y ahora pensaba vender el apartamento de la familia. Y el único motivo que aducía era que había llegado el momento de cambiar.
Sí, de acuerdo, había llegado el momento de cambiar. En eso Nathan coincidía con ella. Pero lo que necesitaba un cambio era aquella relación y la actitud de su madre al respecto. Si parecía inconcebible que Anita y Marty tuvieran el tipo de relación plena sexual que tenía la mayoría de parejas —¡era su madre, por el amor de Dios!—, estaba claro, por otra parte, que aquel hombre había aumentado su control sobre ella. Aquel matrimonio era imposible, en una palabra.