El club de los viernes se reúne de nuevo (25 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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El secreto para hacer que las cosas salieran bien, pensaba Nathan mientras se dirigía a la charcutería, era dejar siempre que la gente conjeturase. Esto era lo que planeaba hacer con Marty a continuación. Catherine, por otro lado, había sido fácil. En realidad, le gustaba mucho, cosa que no esperaba en absoluto. Nathan había supuesto que ella habría vuelto a decorar el apartamento, pero, para su sorpresa, el viejo estilo permanecía prácticamente intacto. Incluso aquella larga mesa de comedor de nogal americano por la que su madre siempre sufría. Catherine sólo había estado viviendo allí, tal como le explicó ella misma, porque no estaba segura de adónde ir después de su divorcio y Anita no quería que el apartamento quedara vacío.

Nathan se fijó en que se la veía más joven sin maquillaje, casi parecía tímida sin él. Era su máscara de confianza.

Estaba claro que había interrumpido su rutina matutina, y ésa era precisamente su intención, pero le sorprendió agradablemente observar —con discreción, por supuesto— la forma en que la ropa se adaptaba a su cuerpo. La evidente ausencia de ropa interior. No se imaginaba a Rhea acudiendo a abrir la puerta vestida de ese modo, y eso lo excitó. No le había costado mucho convencer a Catherine de que debería invitarlos a él y a Anita, e incluso al novio de su madre, a que fueran a comer un día de aquella semana.

—Pide comida preparada —sugirió—, será divertido. Para nosotros será como en los viejos tiempos.

Le estrechó la mano al marcharse y se inclinó para darle un beso rápido en la mejilla, con la mano en su hombro. Fue un poco prepotente, sin duda. Pero entonces supo con seguridad que no llevaba sujetador.

Capítulo 18

Marty tamborileaba con los dedos en una de las mesas de la charcutería con un periódico intacto a su lado mientras esperaba a que Nathan hiciera acto de presencia. Habían quedado en encontrarse hacía ya más de cuarenta y cinco minutos. De momento, el hijo de cincuenta y tres años de Anita se las había arreglado para disgustarla con largas discusiones —que tuvieron lugar nada menos que en el salón de Marty y Anita— acerca de por qué estaba cometiendo un terrible error. Incluso jugó su baza: mentar a Stan.

—Papá se horrorizaría si supiera que te ibas a casar con otro hombre —gritó Nathan.

A Marty no le había hecho falta escuchar a escondidas para oírle, sentado en el dormitorio mientras fingía mirar la televisión. Se había disculpado para que madre e hijo tuvieran un poco de intimidad.

—No lo creo, cariño —repuso Anita.

Marty tuvo que aguzar el oído para oír su voz, queda y débil. Desde que se enteró de que su hijo mayor iba a llegar, no había dormido bien. Nathan la informó de que él era el representante de todos sus hermanos.

—Yo sé lo que papá hubiera esperado de ti.

—Nathan, puede que no te des cuenta de esto, pero yo conocía a tu padre mucho mejor de lo que tú lo conociste nunca, o de lo que lo conocerás. Hablábamos de todo tipo de cosas, ninguna de las cuales es asunto tuyo. Y pasa lo mismo con mi matrimonio: es asunto mío, no tuyo.

Casi estuvo por salir al salón y darle una lección a aquel gamberro. ¿Quién recorre toda esa distancia en avión para sacar de quicio a su propia madre? Marty siempre había cuidado de sus padres, de ambos, y los trató con respeto. Resultaba imposible de creer que un hombre tan irascible como aquél fuera hijo de Anita. Ella ya le había explicado a Marty que simplemente los crió; no podía controlarlos. Y menos ahora, cuando los chicos eran ya unos hombres de mediana edad.

Aunque habría sido de esperar que un hombre de mediana edad con un negocio próspero tuviese alguna idea de lo que era la puntualidad. Marty estaba a punto de posponerlo para otro día y marcharse a casa —dejando a uno de sus empleados a cargo de la tienda— cuando entró Nathan silbando tan tranquilo, con la cazadora sobre el hombro.

—Café, gracias —pidió al empleado del otro lado del mostrador antes de darse la vuelta hacia Marty, sentado cerca de la pared que en realidad era un expositor refrigerado—. ¡Ah, hola, Marty! No te había visto ahí sentado —dijo en un tono que indicaba una absoluta falta de sorpresa—. Lamento haberte hecho esperar.

Vaya, de modo que quería jugar. Pues no había problema, pensó Marty.

—Habíamos quedado a una hora —repuso Marty—. Y ya ha pasado —concluyó, y se incorporó y empezó a andar con intención de abandonar la charcutería, despidiéndose de sus empleados con un gesto de la mano.

—Eh, quieto ahí, amigo —dijo Nathan—. Hay algunas cosas que me gustaría discutir contigo.

—Nadie lo hubiera dicho.

—Mira, necesitamos soltar unas cuantas cosas. —Nathan respiró profundamente—. No quiero empezar con mal pie. Y me pareció estupendo que fuéramos a encontrarnos aquí en vez de en algún lugar neutral. No creo que tengamos que ser adversarios.

—Los adversarios son personas que están peleando por algo, Nathan —explicó Marty—. Tú y yo no peleamos. Yo tengo una relación que te molesta, pero eso no es lo mismo.

—Siéntate, por favor —le pidió Nathan—. Y yo también me sentaré.

Marty retiró una silla y volvió a tomar asiento.

—Me alegro de que estemos aquí —repitió Nathan—. Sí, porque tenemos algunos asuntos, si te parece bien la palabra.

—Coincidiría con eso, pero creo que son más tus asuntos que los míos. Eres el hijo de Anita y ella os quiere mucho a ti y a sus nietos. Todo este alboroto es muy triste.

—Sí —aceptó Nathan—. Y mi madre ha dejado perfectamente claro que tiene intención de casarse contigo tanto si yo lo apruebo como si no.

—Ya —corroboró Marty—. Lo sé.

—En tal caso, creo que hay cierta cuestión que tenemos que discutir, una protección.

—No podría estar más de acuerdo.

—Como ya sabrás, mi madre es una mujer acaudalada —dijo Nathan—. Considerablemente acaudalada.

—Sí, es una persona de mucha calidad —repuso Marty afablemente—. Pero vamos al grano, ¿quieres? —Metió la mano bajo el periódico y sacó un sobre abultado—. Un contrato matrimonial —anunció, y empujó el sobre hacia Nathan por encima de la pequeña mesa.

—Exactamente —dijo Nathan—. Aunque no había esperado que fueras tan complaciente. Nuestros abogados podrían haberlo preparado.

—En absoluto —replicó Marty—. Preferí que lo hiciera mi abogado. Un hombre tiene que cuidar de sí mismo. Y nadie sabe nunca lo que puede pasar.

—Cierto —asintió Nathan despacio, como si no acabara de comprender, en tanto abría el sobre.

—Tú haz que tu madre lo firme y lo tendremos todo arreglado —prosiguió Marty—. Al fin y al cabo, entre este edificio y las otras casas de piedra rojiza que adquirí cuando el mercado estaba bajo, tengo un buen pedacito de Manhattan. Y no me gustaría nada que hubiese algún tipo de confusión si algo me ocurriera.

—¿Qué? —Nathan torció el gesto—. ¿Le estás pidiendo a mi madre que firme un contrato matrimonial para protegerte a ti? ¿Como si fuera una especie de cazafortunas?

—¿Quién habla así de su madre? —dijo Marty con un estremecimiento—. En ningún momento he insinuado tal cosa. Simplemente digo que es apropiado protegerse. Si examinas los documentos verás que tu madre no obtiene ni un penique si nos divorciamos o si muero. Y creo que estarás de acuerdo en que es lo mejor.

—¿Quieres casarte con mi madre pero sin dejarle nada si te mueres? —Nathan no se lo podía creer—. ¿Qué clase de hombre eres tú?

—De los listos —contestó Marty con calma—. Sé cómo funcionan las cosas en este mundo.

Nathan se quedó allí sentado, hojeando el documento matrimonial en silencio.

—¿Ni siquiera le dejas tu parte del nuevo apartamento que comprasteis?

—¿Compramos? ¡Ni hablar! Compré ese lugar enterito. Aunque, si lees la letra pequeña, dice que ella tiene derecho a vivir allí hasta su muerte. No soy una persona sin corazón. Lo único es que no va a ser su propietaria.

—Mi madre compró y pagó tu nueva vivienda, Popper —le espetó Nathan—. No me importa cuánto dichoso pastrami vendas en este antro, pero nunca será suficiente para comprar esa casa en la que estáis viviendo.

—Como ya he dicho, mis inversiones no se limitan a los sándwiches. Y más vale que te creas que fui yo quien compró ese apartamento para tu madre y para mí. Y si no me crees... bueno, supongo que me da lo mismo.

—Eres un mentiroso.

¿Qué clase de tipo era ese tal Marty? Había hecho bien en no fiarse.

—Y tú, un chiquillo consentido que se hace pasar por un hombre de mediana edad.

—Mi madre es una persona maravillosa —afirmó Nathan—. Y no soporto ver que la manipulas. ¿Cómo te atreves a pedirle que firme un contrato matrimonial?

Marty examinó a Nathan. No odiaba a ese tipo. De hecho, lo comprendía. Debía de resultar muy difícil que tu madre anunciara de repente que tenía novio después de años de estar aparentemente acomodada en su viudedad. En la mente de Nathan, sus padres probablemente seguían siendo una pareja, y el hecho de ver a Anita con otra persona debía de ser fastidioso.

—De acuerdo —convino Marty—. Tienes razón. Nada de contratos matrimoniales. Pero aun así vamos a casarnos, y se espera que estés presente en la boda.

Nathan no repuso nada, aunque su semblante enrojecido evidenciaba su ira. Sin pronunciar palabra, abandonó sin prisas la charcutería y salió a la calle.

Marty tomó el sobre y miró el acuerdo legalmente vinculante por cuya elaboración había pagado a sus abogados. Era muy real, sí, aunque en ningún momento había tenido intención de entregárselo a Anita. Y el nombre de ella constaba en la escritura de su apartamento, sin duda alguna, y él había estado encantado de comprar la vivienda y todo el mobiliario caro que Anita eligió para decorarlo. No había problemas con el dinero. Tenían la suerte de poseer más que suficiente por separado y el buen criterio de no dejar que se interpusiera entre los dos. Ellos habían solucionado sus asuntos hacía siglos. Sonriendo para sí mismo, Marty rompió el contrato matrimonial por la mitad y abrió su
Daily News
por la sección de deportes.

Había estado bien que soplara un poco de brisa, sólo para refrescarlo. Pero, tal como le sucedía últimamente con todo en la vida, obtuvo lo contrario de lo que deseaba: un calor bochornoso de un mes de junio en la ciudad de Nueva York, con la acera ardiendo bajo el sol. ¡Maldita sea! Marty le había tendido una trampa. Ese hombre era un cabrón maquinador; previó lo que Nathan quería discutir y se puso a la defensiva. ¡Por el amor de Dios! ¡Nadie necesitaba un documento para protegerse de Anita!

Le había tomado el pelo. Su intención era tener una discusión seria, de hombre a hombre, e intentar conocer el juego del charcutero. Nathan había planeado con detalle exigir un acuerdo prematrimonial, desde luego, y esperar a ver cómo reaccionaba Marty; hubiera sido una prueba perfecta.

Si no hubiese perdido los estribos podrían haber hablado con calma. Pero en los últimos tiempos siempre le pasaba lo mismo. Se enojaba. Se sentía atrapado. Asfixiado en las buenas comidas y en las discusiones calmadas. Con Anita. Con Rhea. Suponía mucha presión ser el padre, el esposo, el hijo. Un hijo a quien su madre no escuchaba. El apartamento del San Remo era un símbolo de todo aquello por lo que Stan Lowenstein había luchado; Anita no tenía ningún reparo en desprenderse de él y Nathan sentía que no podía hacer nada para detenerla. Con lo cual le estaba fallando a su padre.

Stan, que siempre apoyó incondicionalmente a Anita, no hubiese entendido sus problemas con Rhea. Francamente, Nathan no sabía ni si él mismo los entendía. Lo que ocurría era que estaba siempre tan... cabreado. Y la angustia era aplastante. A menudo se preguntaba cómo podía ser que hubiera envejecido tanto... ¡pero tanto!, que tuviera unos hijos ya adolescentes y que todos los días, todos sin excepción, prometieran ser exactamente iguales que el anterior. Él siempre había sido una persona seria, sólo hacía lo que había que hacer, y tenía que admitir que no había pensado mucho sus decisiones en general. Se limitó a seguir adelante, como si marcara con un «visto» una lista de control: universidad, carrera profesional, matrimonio, hijos, pagar la universidad, cuidar de mamá.

Y entonces, la pasada noche de Fin de Año, en el reloj sonaron las doce y se quedó en las escaleras de su casa de Atlanta observando a todos los invitados —las mujeres que mantenían la figura, las que se habían abandonado, y las que ya eran unas zoquetas de entrada, y a los hombres barrigones y panzudos que presentaban distintos grados de alopecia— que se besaban, se abrazaban y se deseaban lo mejor unos a otros. «¿Esto es lo mejor?», se preguntó.

Rhea lo acusaba de estar cada vez más distante, y tenía razón. Se estaba alejando, pero no sabía adónde iba. Lo que quería era una máquina del tiempo, una oportunidad de intentarlo de nuevo. ¿Elegiría a Rhea otra vez? Bien podría ser que así fuera. Era una mujer atractiva, aunque seria. ¡Siempre tan seria! Controlando cada minuto. Más que con él, esa mujer estaba casada con su planificador diario. Así pues, también podría darse el caso de que hiciera algo distinto si tuviera otra oportunidad.

Tras pasarse una hora hablando por teléfono con la dichosa Dakota, Anita había escuchado, por fin.

—Quizá tendrías más tiempo para mí si me diera por hacer punto —había comentado en broma, pero incluso él se percató de que sus palabras sonaron mal y no tenían nada de gracioso. «Ayúdame, mamá, ayúdame —hubiera querido decir—. Todo se desmorona y no sé qué hacer.»

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