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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (10 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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El maestro Lully fue el siguiente en llegar. Los físicos se echaban las culpas unos a otros en el centro de la antecámara del Ojo de Buey, la habitación que conectaba con la cámara real. Lully se acercó al marqués de Louvois, el ministro de la Guerra. Desde la muerte de Colbert, con quien había mantenido encarnizadas disputas sobre el modo de dirigir el país, Louvois disfrutaba de una situación privilegiada que le permitía estar en contacto personal con el soberano en todo momento; y más aún desde que había sido nombrado superintendente de Construcciones, Artes y Manufacturas, un cargo que llevaba aparejada la dirección de las obras del palacio de Versalles.

—¿Cómo está Su Majestad? ¿Habéis hablado con él?

—No atiende a razones —contestó el ministro Louvois—. Incluso a mí me ha echado de su cámara.

—Tenemos que hacer algo…

—¿Qué podemos hacer contra los elementos? El rey lo considera una tragedia, se cree presa de una maldición. Ha llegado a decirme que las nubes de hoy simbolizan que pronto se apagará su propia luz.

Lully no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Se excusó con el ministro, apartó sin miramientos al lacayo que custodiaba la puerta, llamó levemente con el mango de su bastón y entró en la cámara real sin esperar autorización. Encontró al soberano más apagado que nunca, como una estrella extinguida en medio de aquella cámara de oro que refulgía como el mismo corazón del sol. Estaba sentado en una silla junto a la ventana, con el camisón descolocado y empapado en sudor, siguiendo la carrera de las nubes milímetro a milímetro con los ojos enrojecidos.

—Majestad…

El soberano reconoció la voz de su amigo y le habló sin volverse.

—¿Qué he de decir ahora a los embajadores de Siam? ¿Cómo podré excusarme con los demás invitados de otras naciones a los que he prometido una noche inolvidable?

—Sólo podemos esperar y confiar que no estalle la tormenta. Además, sire, vos no necesitáis de mi música para impresionar a esos mandatarios. Gobiernan pequeños territorios, aun cuando tengan ínfulas de imperio.

El rey giró el cuello como si fuera un ave rapaz, manteniendo las manos apoyadas en las rodillas.

—Parece mentira que confundas la adulación con la condescendencia. No me trates como al perro de una cortesana. ¡Y tampoco intentes escabullirte de esta tragedia! Llevamos meses preparando el estreno de esta ópera y has de responder por ello.

—¿Responder por…?

—¿Es que no lo entiendes? —gritó, levantándose de improviso y barriendo con el brazo todo lo que había sobre una mesa próxima—. ¡A tan sólo unas horas de la representación los astros me han arrebatado mi gran ópera, mi honor, mi gloria!

Lully comprendió que tenía que dejarle solo.

La incredulidad y rabia iniciales se transformaron en desesperación. El rey no quería que nadie le viera llorar. Se colocó una capa sobre el camisón y salió por una puerta secreta de la cámara, sin tan siquiera ponerse la peluca, hacia un pequeño carruaje que siempre estaba listo en el exterior para cualquier eventualidad. Cruzó los jardines bordeando el canal y se encerró en el primer Trianon, el palacete de porcelana de aspecto chinesco que se levantaba en un extremo del parque. Al menos allí podría lamentarse en soledad. Lo construyó años atrás para acoger sus amores con la marquesa de Montespan y aún continuaba siendo un refugio al que los cortesanos no tenían permitido siquiera asomarse.

El soberano no imaginaba que, mientras él se dedicaba a empapar el pañuelo, su querido Lully, tan déspota con los demás pero tan fiel y entregado a la Corona, estaba aguzando su ingenio para sacar el estreno adelante. Pero si había algo que de ningún modo podía saber todavía era que las nubes de plomo que cubrían su palacio iban a cambiar de forma decisiva el destino de Matthieu, un joven músico de París que desde niño había soñado con tocar el violín para sus regios oídos.

No sólo el destino de Matthieu.

Aquellas nubes iban a cambiar el destino de Francia.

12

M
atthieu trataba de convencerse de que monsieur Le Pautre, su maestro de música de cámara, terminaría proponiéndole para alguna vacante en las orquestas de la corte. Tras el incidente ocurrido la noche que murió su hermano temió que le expulsasen, pero nadie lo había mencionado. Cuando el mensajero se presentó en la escuela, el joven músico le estaba mostrando al maestro sus avances en un complejo ejercicio de mecanismo. Oyeron gritos en el pasillo y salieron presurosos.

—¿Qué ocurre?

—¿Sois vos monsieur Le Pautre? —preguntó el mensajero saltándose cualquier protocolo.

—El mismo.

—Vengo para acompañaros a Versalles.

—¿Ahora? ¿Quién lo dice?

—El maestro Lully. Requiere vuestra presencia inmediata en el Parterre de las Flores.

—¿El maestro Lully? —se extrañó—. La representación no comenzará hasta bien entrada la tarde.

—Quizá no haya representación —dijo el mensajero señalando hacia fuera.

El maestro de cámara, que había entrado en la escuela cuando todavía no había amanecido y no se había movido de su estancia desde entonces, salió a la calle.

—Oh, Dios… Va a llover…

—En cualquier momento.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—El maestro Lully quiere trasladar toda la escenografía de la ópera antes de que rompa la tormenta.

—¿Trasladarla?

—De la fuente de Apolo donde está montada al invernadero de la Orangerie.

—¿Al invernadero? —exclamó.

—¿A un invernadero? —repitió Matthieu desde atrás.

—Allí piensa celebrar el estreno —añadió el mensajero sin mucha convicción—. Ha mandado llamar a sus músicos y colaboradores de confianza, y también a los tramoyistas y a los artesanos. Y no sólo a los que viven en la aldea situada junto a palacio. Todos sin excepción han sido movilizados.

Tanto el maestro de cámara como Matthieu se quedaron estupefactos. Los decorados del
Amadís
eran enormes, además de muy delicados. ¿Cómo pensaba Lully desmontarlos, trasladarlos y volver a montarlos en tan sólo unas horas? Y la Orangerie no era una sala de conciertos. Era un gran invernadero con galerías abovedadas que el rey había diseñado para acoger las plantas más exóticas y, sobre todo, para preservar a sus naranjos de los cambios de temperatura. Allí no había sitio. Tenía cientos de aquellos árboles, cada uno en su macetón, preparados para ser movidos según el capricho del diseñador de jardines al interior del palacio o a cualquier rincón del parque que precisase de su color mediterráneo.

—¿Por qué en la Orangerie? —insistió monsieur Le Pautre—. ¿Estáis seguro de que el maestro Lully ha dicho eso?

—Ya se han hecho representaciones en otras salas de palacio —contestó el mensajero encogiéndose de hombros.

—¡Es un invernadero, por Dios!

Matthieu habría querido intervenir. El maestro de cámara no alcanzaba a ver que una ópera no era sólo música. También era ropa y decorados, y una historia sobrecogedora, o apasionada, o dramática, acompañada de unos olores determinados, o de pólvora si era necesario. El maestro Lully, por fortuna, sí lo tenía claro. Para que el estreno de
Amadís de Gaula
estuviese a la altura tanto del libreto como de las expectativas que había creado necesitaba algo nuevo, radical. Una vez que se había malogrado su idea inicial de representarlo en los jardines, no podría limitarse a revestir con distintos tapices las mismas salas de conciertos usadas en el pasado. Por eso había decidido convertir aquel almacén de naranjos en el universo de fantasía que precisaba. Sería la mejor manera de impresionar a su rey y, al tiempo, de honrar a su propia música.

El maestro de cámara, resignado ante lo que consideraba una locura, fue a buscar su bastón y se encaminó hacia el carruaje.

—¡Maestro! —gritó Matthieu.

—¿No ves que no puedo entretenerme? —se quejó con un pie apoyado en la escalerilla de la cabina.

—Dejadme ir con vos.

—¿Cómo dices?

—Puedo ayudar —afirmó con seguridad.

Monsieur Le Pautre permaneció dubitativo unos segundos. Matthieu había concentrado todo su poder de persuasión en aquellas dos palabras, pero temía que no hubiera sido suficiente. No podía dejar escapar aquella oportunidad. Nunca había cruzado la verja de Versalles. Decid que sí, le suplicaba con la mirada. ¡Puedo hacer cualquier cosa para echar una mano! Allí estarían todas y cada una de las personas de París vinculadas a la música. ¡Decid que sí! Era consciente de que no le permitirían quedarse a la representación, pero el mero hecho de imaginarse atravesando los jardines reales hasta la Orangerie para contemplar con sus propios ojos los decorados del
Amadís
le producía una emoción difícil de disimular.

—El maestro Lully ha mandado avisar a todo el mundo —intervino de forma sutil el mensajero—, incluso a los aprendices de carpintero.

Monsieur Le Pautre no pudo evitar plantearse la conveniencia de acudir a la llamada con cuatro brazos en lugar de con dos. Lo pensó por última vez y accedió con gesto de resignación. Matthieu, sin darle tiempo a que se arrepintiese, corrió a guardar su violín en la vitrina y se lanzó al escalón trasero del carruaje mientras los cuatro caballos lo hacían girar entre relinchos y ponían rumbo a Versalles.

13

E
l joven músico sintió un estremecimiento, y no fue por la neblina húmeda que invadía el camino, cuando divisó el bosque que rodeaba el palacio. Había esperado tantas veces aquel momento, que miraba a un lado y a otro con nerviosismo, como si fuera su única oportunidad de contemplar tanta maravilla acumulada. Versalles era un canto a la perfección, era el detalle de cada tallo recortado en diagonal y un dislate de laberintos de seto, era una burbuja bañada de especiados aromas traídos de Asia, de ciervos y también de extrañas criaturas marinas que surgían de los estanques. Versalles era la vida de los dioses, una vida que jamás debería haber existido fuera del mundo de los sueños.

Saltaron del carruaje. Matthieu comprendió por qué el tío de Nathalie llevaba años distinguido por el favor real. Al maestro de cámara no le pasó desapercibido el gesto de asombro de su pupilo y habló por primera vez desde que habían salido de París.

—Treinta mil infantes de nuestro ejército se dejaron la piel construyendo este jardín a las órdenes de Le Nótre.

—Treinta mil…

—Hubo más bajas que en muchas guerras; muchos murieron por las fiebres que contrajeron en los pantanos. ¡Pero mira ahora! —exclamó con sincera emoción—, ¿quién podría superar este espectáculo? Entre inmensas superficies de césped segado en la dirección del viento se reparten parterres, bosquetes y plazuelas con diseños fantásticos que parecen trazados desde el cielo, y los chorros de dos mil fuentes danzan de forma sincronizada.

—Al son de las melodías del maestro Lully —completó Matthieu.

—Trabaja bien y quizá algún día bailen al compás que tú les marques.

Matthieu agradeció ese comentario, que interpretó como un verdadero anhelo de su maestro. Se internaron en los jardines del ala norte de palacio. Dejaron a un lado el Estanque del Dragón y la Pirámide y atravesaron el Parterre del Agua, que reflejaba las nubes cada vez más cargadas. Matthieu avanzaba a grandes zancadas. Miraba a un lado y otro y en más de una ocasión tropezó y estuvo a punto de caer. Se abalanzaban sobre él esculturas de animales, de ninfas, algunas con temas extraídos de las fábulas de Esopo y otras con escenas mitológicas que simbolizaban las victorias del ejército francés.

—Allí es. ¡No te detengas! —ordenó el maestro de cámara entre jadeos.

Pero Matthieu se detuvo. Sus pies quedaron anclados al suelo, y se emocionó hasta humedecérsele los ojos cuando presenció a lo lejos el decorado de
Amadís de Gaula.
Al fondo de la Avenida Real se alzaba un enorme escenario que representaba el paraíso inventado que habrían de recorrer los protagonistas de la ópera: medias columnas en el castillo de la princesa, estalactitas de piedra para la gruta de la hechicera y un falso río que desembocaba en el mar de la bruma. Bajo los decorados, decenas de actores y bailarines, sastres que arrastraban carros repletos de trajes centelleantes y caballos engalanados con astas de unicornio, e incluso dos crías de elefante con sus correspondientes domadores, regalo de un rey mogol. Un universo de fantasía que pedía música con desesperación.

Cuanto más miraba, más se asombraba. Lully había mandado colocar repisas en los árboles para subir a algunos músicos y que tocasen por encima de los cantantes, como ángeles desde los manzanos del edén; y detrás del escenario se habían puesto unos soportes para sujetar los fuegos artificiales que sí tenía previsto encender al final de la representación, después de que se prendiera la parte del decorado que recreaba el castillo del monstruo.

Matthieu levantó la vista al cielo. En cualquier momento comenzarían a caer las primeras gotas. ¿Cómo no habrían de estar todos tan nerviosos? Era una tragedia. Tanto esfuerzo desaprovechado…

Se disponía a seguir a monsieur Le Pautre cuando vio frente a ellos al maestro Lully. No había vuelto a saber de él desde que le sorprendió en su despacho. Estaba dando instrucciones a un grupo de personas de diferentes oficios que asentían con profesionalidad. El maestro de cámara se acercó y se fundió con ellos. Matthieu permaneció alejado, sorprendido de la energía que derrochaba aquel Lully entregado, tan diferente del que creía conocer. Tan pronto increpaba a un tramoyista que se apresuraba a soltar unos maderos, o gritaba a los domadores para que recogiesen los excrementos de los elefantes como, de repente, recobraba su vena más refinada y dibujaba con su bastón delicados círculos en el aire, apuntando a las nubes de cartón piedra para explicar cómo debían soltarse los hilos que sujetaban las bandadas de pájaros.

—¡No te he traído para que estés parado! —le gritó el maestro de cámara—. ¡Ayuda a llevar estas sillas al invernadero! ¡Y no las golpees!

Matthieu cogió dos sillas y fue hacia donde le indicaron. Rodeó el parterre y bajó la Escalera de las Cien Gradas que llevaba a la Orangerie, construida en un nivel inferior y dividida en dos zonas: el jardín al aire libre al que se sacaban los naranjos en verano y, al fondo, las galerías cubiertas donde se conservaban el resto del año. Las enormes ventanas acristaladas, diseñadas para que entrase el sol, aún olían a la pintura ocre que se les había dado recientemente a los marcos para que estuviesen en sintonía con los frutos. Cruzó el portón, dejó las sillas a un lado y una vez más se sorprendió de tanta magnificencia. ¡Lully era un genio! Aquellas naves abovedadas con aspecto de iglesia desprendían toda la magia que precisaba la representación. La nave central, que albergaba el escenario, debía de medir más de ciento cincuenta metros. Había naranjos por todas partes, pero también palmeras, laureles rosados y granados que contrastaban con la piedra austera.

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