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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (5 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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La iglesia de Saint-Louis se transformó entonces en una antesala de lo divino. Durante un instante mágico, incluso llegaron a sentir cómo un coro de ángeles revoloteaba sobre sus cabezas.

4

A
travesó el portón y bajó los escalones de dos en dos. Estaba ansioso por saber qué sería aquello tan importante que Jean-Claude quería contarle. Como ya le había comentado a su amante cortesana, había algo en su comportamiento de los últimos días que le intrigaba, y no parecía estar relacionado con sus habitualmente poco calculadas conquistas amorosas. Quiso atajar por las traseras de la iglesia. Al girar la esquina casi se dio de bruces con Nathalie, la joven ciega a la que Virginie se había referido justo antes de que Matthieu abandonase su dormitorio. Llegaba en ese mismo momento, del brazo de su dama de compañía.

—Nathalie…

—¡Matthieu! Eres tú…

Estiró el brazo para tocarle la cara. Él le cogió la mano y la acercó a su cuello. Ella le acarició los mechones ondulados que le caían sobre los hombros. Una sonrisa se abrió paso en su rostro marfileño, no por el maquillaje sino por la delicadeza de su piel.

Matthieu sentía algo especial cada vez que la veía. Quitando a Jean-Claude, tenía mucho más en común con ella que con cualquier otra persona. Nathalie era huérfana como él, y también había sido adoptada por una familia que la quería. Sus padres fueron asesinados en el asalto al carruaje que los traía de vuelta a París tras asistir a una fiesta en el campo, y fue su tío André Le Nótre quien le dio los cuidados y el afecto especial que requería su ceguera. Le Nótre era mucho más que el diseñador de jardines de Luis XIV que convirtió la ciénaga de Versalles en un edén. Se había granjeado la amistad sincera del Rey Sol, a buen seguro que por ser la única persona en toda la corte que no le adulaba. Gracias a ello la dura infancia de Nathalie se vio compensada por una vida acomodada, plagada de veladas de teatro y conciertos, entre el reconocimiento y el respeto que todo el mundo brindaba al artista de la pala y las tijeras de podar, como el propio Le Nótre se denominaba con una humildad desconcertante.

Como siempre que salía de casa, Nathalie venía acompañada por Isabelle, la joven dama de grandes pechos y pelo castaño que se convertía en sus ojos en los paseos por París. Todas sus preceptoras anteriores habían sido señoras de avanzada edad que la cultivaron con pericia en varias artes y ciencias pero con las que no llegó a establecer ningún nexo de cariño. Le Nótre terminó percatándose de la tristeza que traslucía el bello rostro de su sobrina, y sin duda acertó al pensar que necesitaba una amiga con la que poder hablar. La selección no pudo ser más afortunada. Isabelle se convirtió desde el primer día en su amiga. De hecho, Matthieu conoció a Nathalie gracias a ella, hacía ya dos años. ¡Dos años, los mejores de sus vidas…! La pizpireta dama de compañía había nacido en el misino barrio en el que vivía la familia del maestro escribano y siempre había estado enamorada de Jean-Claude. Por eso, cuando entró a trabajar en el palacete del jardinero Le Nôtre y le encomendaron acompañar día y noche a su sobrina, tomó por costumbre llevarla a la iglesia de Saint-Louis donde solían acudir los dos hermanos para estar cerca de su joven amado. Los cuatro se hicieron íntimos amigos. La plebeya Isabelle intentó sin éxito conquistar a Jean-Claude y, mientras tanto, la noble Nathalie y Matthieu forjaron una conexión casi mística. Ella decía que la primera vez que escuchó la voz del músico sintió que podía ver, decía que imaginó cada palabra con formas que se enlazaban en el aire, con colores imaginarios que estallaban como un calidoscopio. Matthieu sólo la había besado en una ocasión, unas semanas después de conocerla. Lo hizo en la callejuela cercana a la iglesia por donde solían pasear sin que nadie los viera, escondidos junto a la tienda del pastelero, cuyos sacos de azúcar parecieron volcarse por completo en sus labios. Nunca había vuelto a hacerlo, a pesar de que desde entonces habían compartido cada minuto que sus diferentes circunstancias sociales les permitían, siempre de forma furtiva y gracias a la ayuda de Isabelle, quien discurría las coartadas más variadas para que Nathalie dispusiera de tiempo libre para pasarlo con él.

—¿Qué hacéis aquí a esta hora?

—Quería dejarte una nota —dijo Nathalie.

—¿Qué ocurre?

—Voy a Versalles con mi tío André.

—A Versalles…

—Me encantaría que pudieras venir…

—¿Cuándo volverás a París?

—Después del estreno de
Amadís de Gaula.

—¿La nueva ópera de Lully?

Nathalie asintió.

—El rey está preparando una gran fiesta en los jardines para presentarla dentro de dos semanas y quiere a mi tío a su disposición las veinticuatro horas del día. Está redecorando alguno de los parterres para el acontecimiento y no sabes cómo se pone cuando hace cambios…

—Y Le Nótre te ha pedido que le acompañes… —se limitó a murmurar Matthieu.

—Lo hace por mí.

—Ya lo sé.

Nathalie lo notó un tanto ausente.

—¿Estás bien?

—¿Por qué no habría de estarlo? —contestó él en un tono más cortante de lo que deseaba.

Matthieu se sentía culpable por haber estado un rato antes con su amante y, más aún, por haber hablado de Nathalie con ella. Era como si al hacerlo la mancillase. Se justificaba pensando que no había cometido infidelidad alguna al no existir ningún compromiso formal entre ellos, aunque fuese lo que ella más deseaba en el mundo, pero en cierto modo sí sentía estar engañándola. Como le venía insistiendo Jean-Claude, si no deseaba formalizar la relación era mejor olvidarla para siempre y no darle falsas esperanzas. No merecía sufrir. Lo cierto era que muchas veces había estado a punto de sucumbir al magnetismo de sus ojos azules, que quizá no podían ver de tanta luz como desprendían. Ella, desde la oscuridad del día y la noche, le entendía mejor que nadie. Cuando él tocaba el violín a su lado cerraba los ojos y juntos escuchaban la melodía en todas sus dimensiones, no sólo las notas sino los imperceptibles crujidos de la madera y los pellizcos sobre las cuerdas que hacían cada interpretación diferente de la anterior; o escuchaban desde algún rincón escondido los sonidos de la calle, la rueda de un carruaje salpicando gotas al avanzar sobre la tierra mojada por la lluvia, los pájaros picoteando cascarillas de grano, el golpeteo de las sandalias de una mujer andando deprisa; o sus propias voces cuando hablaban susurrando, cada matiz que acompañaba a las palabras, el siseo de los labios pegados o el roce sensual del aire retenido en la garganta. ¿Para qué ver, pudiendo oír?

Además de su belleza, y de personificar la ternura y el refinamiento más exigente, Nathalie albergaba otro atractivo indudable para Matthieu: su tío André Le Nótre era la puerta que le llevaría de inmediato a satisfacer sus ambiciones musicales. Si se casaba con su sobrina, dado el afecto incondicional que brindaba el Rey Sol al proyectista, tendría asegurado el lugar que ansiaba en las orquestas de la corte. ¿Por qué no aceptar? Era ella quien se lo pedía cada día. Insistía en que jamás le reprocharía el no ser enteramente correspondida, que le bastaba con saberle a su lado mientras él se aprovechaba de sus privilegios. Matthieu no podía evitar sentirse tentado. Sería tan fácil vivir con Nathalie en su gran jardín de sonidos tersos… Estaba seguro de que a su lado todo sería armonioso. Quizá el futuro no le depararía grandes oberturas ni apoteósicos finales, pero tampoco notas disonantes que salpicasen su existencia. Y ¿no era cierto que él, a su manera, también la amaba? Al fin y al cabo, ¿cómo saber si se ama de verdad? No deseaba a Nathalie con la pasión que desprendían los personajes de las óperas, pero estaba seguro de que nunca se sentiría tan cerca de alguien como lograba estarlo de ella cuando ambos cerraban los ojos y se dedicaban a escuchar el universo entero.

Una vez más dejó de lado aquella idea. No era el momento de planteárselo. En realidad nunca era el momento oportuno.

—He de irme.

—¿Por qué tienes tanta prisa?

—Jean-Claude me espera en el mercado.

—¿Quieres que te acompañemos? —saltó Isabelle de inmediato.

—Mejor no. Nos veremos cuando vuelvas de Versalles —le dijo a Nathalie con suavidad, acompañando sus palabras de una caricia casi imperceptible.

—Pero…

—Yo seguiré aquí, como siempre. No te preocupes por mí y disfruta del estreno.

La besó en la cara y dedicó a Isabelle una sonrisa un tanto forzada antes de seguir calle abajo en dirección al mercado.

5

E
chó a correr al doblar la esquina. Quería llegar cuanto antes a la cita con su hermano, pero sobre todo necesitaba alejarse de Nathalie, de su rostro perfecto y de la condena que le suponía tener que escoger por dónde habría de discurrir su vida. A medio camino se encontró con que una procesión obstaculizaba la calle. Las parroquias proliferaban, París era un campo herrumbroso salpicado de cruces. Escogió otro camino de entre el laberinto de callejuelas y pronto llegó a la calle Saint-Barthélemy. Conocía cada rincón de aquella ciudad que, según afirmaba con tanta osadía como convicción, muy pronto se rendiría a su música.

Cruzó de lado a lado la Cité y se acercó a la orilla del Sena. El río hendía el centro de la ciudad, engalanándola con un rosario de barcazas desperdigadas sobre sus aguas turbias. Pasó junto al puente Saint-Michel, que estaba envuelto en una suave bruma, sin detenerse ante el espectáculo de un lanzador de cuchillos que clavaba los aceros muy cerca del rostro pecoso de una niña. Rodeó un corro de gente que escuchaba a un sargento reclutador y se sumergió en el bullicio del Mercado Nuevo, abriéndose paso entre el tufo de los puestos de carne en descomposición. Las vísceras se mezclaban con la paja y el barro ennegrecido que cubría el suelo formando una pasta maloliente. Tuvo que apartarse para que no le golpease uno de los barriles que echaron a rodar los descargadores del río tras subirlos con dificultad por las escalinatas de piedra.

Fue directo a buscar a Jean-Claude a la cantina. Al abrir la puerta se dio de lleno con el humo de la carne requemada y el vapor de las verduras hervidas. Tenía que hacerse hueco con la mano para poder ver. Jean-Claude estaba sentado a una de las mesas del fondo. Solo, frente a un vaso de madera. El físico de ambos no podía ser más diferente. Matthieu era moreno y fibroso y Jean-Claude rubio como un adolescente de Flandes, de piel clara y demasiado delgado. A su modo también resultaba un joven apuesto. Los dos desprendían la luz que emana de los hombres seguros de sí mismos.

Matthieu se sentó enfrente y bebió del vaso con ansia.

—Espero que sea importante, hermano —comenzó diciendo mientras se secaba los labios con el dorso de la mano.

—¿Por qué sales con eso ahora? —se quejó Jean-Claude.

—Es que tengo prisa. Le prometí a nuestro padre que pasaría por el Parlamento.

—¿Y tiene que ser hoy?

—Quiere que conozca al oficial del archivo. Ya debería estar con ellos.

—El ingenuo de nuestro padre aún confía en arrancarte de la farándula para que te conviertas en un respetado escribano —declaró Jean-Claude mientras la camarera le rellenaba el vaso.

—La tercera generación… —ironizó Matthieu.

—Sabe que eres una causa tan perdida como yo, pero nunca abandonará su cruzada particular. Y tú sigues pensando que le debes algo.

—Jean-Claude, otra vez no…

—Pero bien podrá esperar un rato, ¿no? ¡Te aseguro que no creerás lo que voy a enseñarte! —exclamó, cambiando el tono y abriendo los ojos de par en par en un gesto teatral—. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Has estado con Nathalie?

—No —dijo sin pensar—. Bueno, la verdad es que acabo de verla un momento a la salida de Saint-Louis, pero apenas hemos hablado.

Frunció el ceño.

—Maldito burlador, le vas a partir el corazón.

—Si hubiera sabido que me ibas a reñir por todo no habría venido.

—Lo hago por ti. Si Le Nótre se entera de que su sobrina está enamorada de un músico plebeyo que además se permite el lujo de despreciarla te hará empalar en medio de uno de sus jardines.

—Hermano…

Jean-Claude se puso serio.

—No sois amigos, Matthieu. Nathalie te quiere.

—¿Crees que obraría mejor si aceptase casarme con ella sin desearla de veras? Quizá es lo que debería hacer…

Jean-Claude percibió algo en su caída de ojos.

—No lo habrás hecho ya, ¿no? —le preguntó azorado.

—Pues…

—¡Quería decir que deberías alejarte de ella de una vez por todas, por Dios!

—No me he prometido. Puedes estar tranquilo.

—No le hagas sufrir. Sólo te pido eso.

—Nathalie ve mucho más que tú y que yo. Te aseguro que puede decidir por sí sola qué hacer con su vida.

Jean-Claude le miró fijamente.

—Quizá eres tú el que no sabe qué hacer con la suya.

—Dime ya por qué me has citado aquí —le urgió, cortando la conversación de raíz.

—Quiero que compartas conmigo un momento único —dijo Jean-Claude, dibujando una sonrisa imposible de ocultar.

—¿De qué se trata?

—Sígueme. Ya debe de estar todo preparado.

—¿Adónde?

Se levantó y apuró lo que quedaba en el vaso.

—¡Vamos! ¡Estamos cerca!

—¡Dime adónde!

—¡Ten paciencia!

Salió de la cantina y correteó calle abajo. Cuando Matthieu le alcanzó se revolvieron en una pelea fingida, golpearon el cesto de una vendedora de verduras y desparramaron por el suelo unos cuantos nabos. La joven se agachó para recogerlos. Jean-Claude se disculpó con una reverencia exagerada y al incorporarse le retiró los rizos rojos que le caían indómitos sobre la frente. Ella le sujetó la muñeca con rapidez felina. Él le lanzó un beso y los dos siguieron corriendo entre el gentío, provocando las quejas de los tenderos, como cuando eran niños. ¿Qué sería lo que tenía que enseñarle? Hacía tiempo que no veía a Jean-Claude tan emocionado. Saltaron por encima de unos toneles de pescado en salazón y anduvieron por un callejón estrecho en el que vertían las aguas de todos los edificios que colindaban con el mercado. El ambiente era hediondo. Al poco, Jean-Claude se detuvo frente a la pared trasera de un pajar.

—Hemos llegado —susurró—. ¿Ves que estábamos al lado?

—¿Qué hacemos aquí?

—Baja la voz. Voy a ver si ha llegado.

Subieron con sigilo por la escalera que llevaba al tejado y se asomaron por un ventanuco. Desde allí se tenía una visión completa del interior. Poco a poco sus ojos se adaptaron a la oscuridad del pajar, horadada por los haces de luz que se filtraban entre las maderas mal colocadas. La figura de un hombre fue tomando forma entre las sombras. Estaba tapado con una capa. Se movía entre los fardos de heno con parsimonia y elegancia, como si cada gesto fuese parte de un ritual aprendido. Matthieu distinguió diversos enseres de laboratorio. Se trataba de un sistema de destilar, con un pequeño horno y un soporte para un crisol en el que aquel hombre vertió un polvo blanquecino.

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