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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (9 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—Qué querrá conseguir en dos semanas… —masculló, viendo que Lully no disponía de tiempo para hacer las últimas correcciones musicales al libreto y ensayarlas como era debido—. Luego les echará la culpa a los intérpretes.

Se sentó en la silla del maestro y comenzó a leer. El
Amadís
narraba una historia medieval sobre un niño a quien sus padres, un rey y una infanta, se vieron obligados a abandonar en una barca; un caballero lo recogió y, ya convertido en un valiente muchacho que quería saber más sobre su origen, se lanzó a la aventura, convirtiéndose en un verdadero héroe que, con la ayuda de Urganda, su hada protectora, llegó a enfrentarse a ejércitos y monstruos por el amor de la princesa Oriana. Matthieu estaba maravillado. Se emocionó cuando leyó los pasajes escritos para Floristán, el medio hermano de Amadís de quien éste era un reflejo atormentado. Él también quería indagar su propio origen, quería adorar por siempre a su hermano Jean-Claude, verse protegido por un hada y amar a una princesa tras cruzar un bosque plagado de monstruos.

Había llegado el momento. Necesitaba envolver de música aquel texto mágico.

Fue a por unas hojas con pentagramas en blanco y regresó a la estancia del maestro. Las colocó sobre la mesa y revisó de nuevo el libreto. Se decidió por los primeros versos de la ópera, cuando el hada Urganda percibe que ha llegado el momento de acudir a la llamada inconsciente de Amadís y canta a dúo con su esposo Alquif. Respiró hondo y los recitó en voz alta:

Oigo un ruido que me insta

a buscarle.

Se rompe el hechizo.

Despertémonos.

Sin perder tiempo comenzó a tocar. Mientras deslizaba el arco sólo pensaba en Jean-Claude; en su cuerpo mojado y descolorido, vagando entre dos mundos como un madero náufrago, y al mismo tiempo en la felicidad que había alcanzado a su lado durante tantos años, a lo largo de los cuales nunca sintió estar ocupando su sitio. Provenían de dos embriones diferentes, pero su destino era uno. La música como principio y como fin, a pesar de lo que dijera Charpentier. ¿Debería haber muerto él, el hijo no natural del maestro escribano? De repente dejó de tocar y abrió los ojos de par en par. Estaba asombrado por la frase que acababa de arrancar a su violín. La repitió despacio, hasta tres veces, y dejó el instrumento sobre la mesa para transcribirla antes de que se desvaneciera. Comenzó a llenar el pentagrama. El carboncillo corría entre las líneas dejando apuntes apenas inteligibles para ir más deprisa. Y volvía a tocar, e improvisaba sobre lo ya creado alguna variación que le hacía estremecer. No era como otras veces. No se trataba de colocar una nota tras otra, como los ladrillos de un previsible castillo armónico. Aquella noche sintió que la melodía ya existía antes que él, que era un hilo dorado, perfecto y terminado, que flotaba volátil en otra dimensión a la espera de ser descubierto. Sentía cómo a cada compás le estallaba el corazón y aquella melodía se precipitaba al mundo de los sentidos, celebrando por fin el saberse libre.

Fue tal el éxtasis alcanzado, y tal el agotamiento, que cuando dibujó la última nota cayó rendido sobre la tarima. Con las partituras desperdigadas y las yemas de los dedos ennegrecidas por el carboncillo, se sumió en un sueño en el que la muerte no tenía cabida.

Al rato alguien abrió el portón de la escuela. Los rayos horizontales del amanecer se le adelantaron, disparándose por el corredor hasta el despacho. Su despacho. Era el maestro Lully en persona. Le habían comunicado que el nuevo libreto de
Amadís de Gaula
estaba listo y quería leer las correcciones cuanto antes.

Cuando entró y vio al joven violinista acurrucado a los pies de su mesa estuvo a punto de emprenderla a patadas con él, pero le pareció poco digno. Conocía otras formas más efectivas de herir. Se plantó al lado de Matthieu y le hincó el bastón en las costillas. El joven músico abrió los ojos. Al principio no comprendía nada. Miró hacia arriba y fue reconociendo la vestimenta abigarrada y brillante, plagada de sedas y encajes, la larga peluca de rizos castaños. Entonces saltó como un resorte, se incorporó y comenzó a balbucear.

—Lo siento maestro, yo…

—¿Quién eres?

—Soy alumno de monsieur Le Pautre, el maestro de cámara.

—Nunca te había visto.

—Me llamo… Matthieu Gilbert.

Hacía tiempo que prefería utilizar el apellido de su madre natural. Era lo único que conservaba de la desafortunada sirvienta Marie. Así trataba de honrarla y, al mismo tiempo, evitaba que en los círculos musicales cortesanos le relacionasen con Charpentier. El maestro Lully ni siquiera podía imaginar que tenía delante a un sobrino de su acérrimo enemigo.

—Explícame qué haces aquí —le cortó—. Y convénceme, porque de otro modo…

Matthieu actuó con rapidez. Quizá no hizo lo más conveniente, pero sí lo único que podía sacarle de aquel aprieto. Se puso de pie y ordenó a toda prisa las partituras recién escritas. Miró a los ojos al maestro Lully y se las ofreció.

—¿Qué es esto? —le preguntó con desprecio.

—Es un dueto, maestro. Entraría justo después de la obertura.

Hizo otro gesto para que el maestro las cogiese, pero éste no se inmutaba.

—¿Un dueto?

—He utilizado unos versos del nuevo libreto —le explicó de forma apresurada. Señaló al texto—. En este pasaje, el hada Urganda siente que ha llegado el momento de arrancar al héroe de la noche eterna en la que se halla sumido y canta a dúo con su esposo Alquif. Se me ha ocurrido comenzar con unas líneas de cuerdas fundidas con los truenos para que poco a poco vayan introduciéndose los fraseos de la soprano y el bajo. ¡Crea el clima idóneo para que, acto seguido, los coros de espíritus repitan los versos! —A medida que se lo explicaba le resultaba más difícil controlar la emoción—. Desde el principio se sabrá que Amadís sólo quiere encontrarse a sí mismo…

Los labios de Lully culminaron la mueca horrenda que venía dibujándose en su rostro mientras Matthieu hablaba.

—Pero ¿cómo has tenido el valor de entrar aquí y poner tus dedos de estibador de puerto en mi libreto? —estalló cargado de furia mientras le arrancaba de las manos las partituras que había escrito.

Las estampó contra la mesa con un golpe brutal y empujó a Matthieu hacia un lado. Después, mientras le apuntaba con su bastón como si empuñase un sable, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a los pentagramas emborronados.

—Es un buen dueto… —aprovechó para insistir Matthieu.

Sin quererlo, el maestro quedó enganchado a la melodía de carboncillo. Todavía con el bastón en ristre, leyó a gran velocidad la primera hoja. No pudo evitar que sus labios se moviesen sutilmente mientras reproducía en su cabeza la música del papel. Se volvió hacia Matthieu con una expresión confusa en un par de ocasiones y, tras mascullar algo ininteligible, leyó la composición completa.

—Me las llevo —dijo de repente.

—¿De verdad os gusta?

—¿Quién ha dicho eso? —se enfureció—. Y ¿cómo te atreves a dirigirte a mí de ese modo?

—Pero…

—¡Fuera! ¡Vete de aquí ahora mismo!

Matthieu obedeció sin rechistar. Salió con la cabeza gacha y se dirigió a la casa que durante dos años había compartido con Jean-Claude.

Se tumbó boca abajo en el camastro. A su alrededor, cuatro paredes de adobe encalado y otro catre vacío.

Sentía a su hermano lejos.

Como si nunca hubiera existido.

Se llevó las manos a las sienes. Apretó con fuerza. El dolor era insoportable. Abrió la boca hasta que casi se le desencajó la mandíbula y quiso llorar tanto que no salieron ni lágrimas ni gemidos. Si acaso Jean-Claude había sido real alguna vez, ¿qué quedaba de él ahora? Un asesino le había mutilado el cuerpo y Lully se había apropiado de la partitura en la que se había refugiado su alma. Ya no estaba en ningún sitio. Ni tan siquiera en el silencio en el que todo cabía.

10

E
l tiempo, a partir de entonces, se convirtió en una mera cadena de días vacíos y noches interminables. El maestro escribano y su esposa permanecían recluidos en su casa sin aceptar visitas. Se sentaban uno frente al otro y envejecían al unísono a una velocidad vertiginosa, al tiempo que un olor a vino agrio invadía su salón. Las investigaciones por la muerte de Jean-Claude seguían sin arrojar ningún resultado. Por más que los amigos más influyentes de la familia estaban interviniendo para presionar al lugarteniente De la Reynie a fin de esclarecer lo ocurrido, no se avanzaba un solo paso en ningún sentido. Había quien estaba convenciéndose, como se decía por la calle, de que el mismo diablo había cometido el horrible crimen de Saint-Louis, algo que no estimulaba en absoluto a los investigadores, acostumbrados a apartarse de cualquier caso que desprendiese el más ligero tufo a hechicería.

Matthieu había tratado de hablar con su tío en varias ocasiones sin conseguirlo. Estaba convencido de que guardaba para sí alguna información sobre el asesinato. Ya había transcurrido una semana cuando por fin logró que el ama de llaves de la duquesa de Guise le permitiese acceder al palacete.

Durante un rato lanzó contra la puerta cerrada de su estancia preguntas desesperadas: por qué Jean-Claude le habló de alquimia, qué tenía que ver con el doctor Evans, qué misterio albergaban las partituras que había escondido en casa del luthier, por qué sentía que cada segundo pasado sin su hermano le acercaba a su propia muerte… Creyó oír llorar al otro lado, pero la puerta no llegó a abrirse. Ya estaba alejándose de la casa cuando escuchó la voz del mayordomo que le llamaba desde el jardín.

Traía una carta escrita por su tío.

Matthieu se la arrancó de la mano y leyó ansiosamente los trazos inciertos salpicados de gotas de tinta que hacían las frases aún más desgarradas. Aquella carta parecía una de sus composiciones para órgano, directa y profunda al mismo tiempo, y cargada de poesía. Le decía que le quería, pero que no podría volver a mirarle a los ojos si no recuperaba los suyos, aquellos que veían violas donde había arcones y arpas en los telares; que no podría volver a escucharle si no recuperaba sus oídos, aquellos que oían llantos en las grúas del puerto y risas en el agua; que no podría darle más consejos mientras su garganta siguiera maldiciendo cada una de las melodías que había lanzado al cielo desde su órgano de tubos.

Por primera vez desde que se enfrentó a la imagen de Jean-Claude postrado en la escalinata de Saint-Louis, Matthieu dejó de sentir angustia. Releyó cien veces la nota, y cien interpretaciones diferentes extrajo de ella. Pero había algo sobre lo que no albergaba dudas: las palabras de Charpentier estaban impregnadas de culpa. Aquello le provocó una oleada de compasión. «¿Por qué me empeño en remover las cosas?», pensó. Nadie me va a devolver a Jean-Claude. ¿Para qué producir más sufrimiento? Y así, entre la somnolencia y la carga que supone vivir cuando la sangre se infecta de tristeza, afinó su violín, pasó un paño seco por la caja y comenzó a tocar, tratando de concentrarse en las clases de cámara que había dejado abandonadas.

Al principio le pareció una buena solución. Dado que no podía hacer que el mundo dejase de girar, fingía ser capaz de seguir adelante sin mostrar mella. Pero en su fuero interno sabía que era una tarea imposible. Algo había cambiado. En todas las melodías que interpretaba percibía la acción de sus propias manos, podía prever las pueriles órdenes de su cerebro. Lo que salía del violín era sólo mecanismo; o peor aún, era simplemente sonido físico, fruto de frotar cuatro cuerdas de tripa con una cinta compuesta por cien crines de caballo.

Lo que tocaba no tenía alma.

No era música.

11

L
a noche previa al estreno de
Amadís de Gaula
el rey no durmió. Y no porque no pudiera conciliar el sueño, sino porque prefirió disfrutar cada minuto imaginando qué sorpresas le depararía la función. Había seguido con atención el montaje del escenario en los jardines de palacio, pero el maestro Lully no había querido desvelarle ni un detalle acerca de los ballets, y apenas había escuchado unas pocas notas sueltas de la música.

Las primeras óperas de Lully se presentaron, varios años atrás, en el teatro de la calle Saint-Honoré que el rey hizo construir para que su compositor tuviese un escenario a su altura. Las siguientes se trasladaron a los palacios que la corte poseía en Marly, Saint-Germain y Fontainebleau. Y más tarde fue Versalles la que acogió los estrenos en sus hermosas salas e incluso en los parques, como en aquella ocasión, con el cielo por tramoya. No había ningún edificio que superase al cielo abierto para presentar una gran ópera. Ni un lugar mejor que la fuente de Apolo, frente a la Avenida Real, para un
Amadís
repleto de fantasía.

El rey se emocionaba sólo de pensarlo. La orquesta estallaría a media tarde y el montaje se vería favorecido con los cambios de luz que propiciaba el ocaso, llevando la historia del aventurero medieval desde el azul pálido en la obertura hasta el naranja intenso, y de ahí a la noche profunda ya en el tercer acto, cuando cien antorchas transgredirían la negrura para llenar el bosque de magia.

«Ya debe de haber amanecido…», se dijo sin poder aguantar más.

Apartó las sábanas, pasó por encima de la pequeña balaustrada que delimitaba el lecho en el centro de su estancia dorada y fue hacia la ventana sosteniendo el camisón en alto.

Se asomó.

Gris.

Abrió y cerró los ojos varias veces. No podía creer lo que estaba viendo.

¡Gris, gris, gris!

Emitió un chillido. Un paje abrió la puerta asustado.

—¡Sire!

—¿Qué es esto? —exclamó el rey con cara de espanto—. ¿Dónde está el sol?

—Ha amanecido nublado, sire.

—Los físicos de palacio aseguraron que no llovería. ¿Dónde están? ¡Quiero verlos ahora! ¡Nunca estáis cuando se os necesita! —Se asomó de nuevo a la ventana—. Y tú, ¿dónde estás tú, sol traidor?

En las dos últimas semanas se habían sucedido cielos limpios y temperaturas mucho más altas de lo que era habitual en el verano parisiense, por lo que el rey decidió que aquel amanecer plomizo no era sino una broma macabra.

—En cualquier momento una luz celestial reducirá las nubes a polvo y descubrirá una bóveda de azul intenso —trató de convencerse.

Cuando los físicos confirmaron que se habían equivocado y que pronto se desataría una tormenta, cayó desolado. Pocas veces a lo largo de su reinado sucumbió ante la adversidad, algo meritorio en quien vio morir a esposas, hijos y nietos, pero las principales campañas militares perdían impulso y había puesto todas sus ilusiones en la representación del
Amadís.
La suspensión del estreno era lo peor que podía ocurrirle.

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