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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (4 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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Ahora la abandonaba, como cada vez. En el rostro de la soprano se dibujó un gesto de desprecio.

—Me gustaría quedarme —se excusó él—, pero…

—No te justifiques. Cuando me tocas no estás conmigo. Sé bien cuándo hago temblar a alguien, sea un noble o un muchacho soberbio como tú.

—A mí me haces temblar. Eres la reina de la ópera francesa.

—Cuando te conviertas en el rey me cortarás la cabeza antes de que termine de cantar el aria —afirmó, pasándose el dedo índice por el cuello.

—Tengo que irme —dijo, poniendo fin a la conversación mientras se enfundaba la casaca.

—¿Vas a pasar el día con esa jovencita?

—No sé a qué te refieres.

—Hace unas semanas, cuando salía de casa de mi modista en la Cité, vi cómo acompañabas hasta su carruaje a Nathalie, la sobrina ciega de André Le Nótre, el diseñador de jardines del rey.

—Creo que te equivocas…

—No me insultes, por favor. Esa chica es preciosa, se mueve como una ninfa. Parece mentira que no pueda ver.

—Déjalo ya.

—Supongo que habrás tenido que proponerle melifluos proyectos de vida en común en el palacete de su tío en las Tullerías —insistió en tono de burla.

—He de ver a Jean-Claude —terminó confesando.

—¡Se trata de tu querido hermano Jean-Claude! ¿Qué le pasa esta vez?

—No estoy seguro —respondió Matthieu mirándole a los ojos, en un brote espontáneo de confianza—. Podría ser que hubiera vuelto a enamorarse… —Soltó una breve risotada para recuperar el control—. Seguro que no. No es ese tipo de inquietud la que le invade últimamente.

—Si no le entiendes tú… —murmuró ella.

—Que compartamos el mismo techo y que toquemos el violín juntos no quiere decir que pensemos al unísono —remarcó.

Al decir aquello sintió una punzada de culpa. Jean-Claude era mucho más que un hermano para él. Le había acompañado en todos los momentos de su vida, ya que para ambos la vida era una partitura vacía que ansiaba saciarse de notas y de silencios.

—¿De verdad tienes tanta prisa? ¿Dónde habéis de veros?

A punto estuvo de contestar que el punto de encuentro era la iglesia de Saint-Louis. Habría sido un error imperdonable. Ella, que andaba sobrada de perspicacia, habría relacionado enseguida aquel lugar con el maestro Charpentier, ya que era público que éste utilizaba por las mañanas el imponente órgano del templo jesuita para componer sus misas con tranquilidad. Y si Matthieu no podía desvelar a sus maestros de la escuela de música su parentesco con el gran compositor repudiado, mucho menos podía hablar de ello con su amante cortesana. Bastante arriesgado era que Virginie supiese de la existencia de Jean-Claude, a quien conoció en el mismo baile de carnaval que a Matthieu, en el que ambos hermanos se colaron con tal descaro y altanería que los guardias ni siquiera creyeron necesario confirmar si estaban en la lista de invitados.

—Me voy ya —dijo por fin.

En ese momento se escucharon ruidos que provenían del otro extremo de la casa.

—Más vale que lo hagas —repuso ella.

—¿Ha llegado tu marido?

Imaginó al oficial desprendiéndose de la espada, quitándose la casaca y avanzando hacia el dormitorio con su cicatriz cruzándole el rostro. Le sorprendió que Virginie se mantuviera tan serena, sabiendo que si Gilbert —a quien no en vano apodaban el Loco— le sorprendía allí les rebanaría el cuello a ambos. Tomando aquella actitud de la soprano como un improvisado reto a su sangre fría, dominó la reacción instintiva de echar a correr y se dirigió hacia la puerta con parsimonia.

—¿No le temes? —preguntó ella con regocijo, disimulando un leve temblor en los labios.

Matthieu salió por la parte de atrás de la casa. Como había hecho otras veces, saltó al patio vecino y atravesó la caballeriza hasta la calle. El olor a estiércol se confundía con un fuerte aroma a almendras tostadas. Sintió hambre y miró hacia arriba, buscando la ventana de la que provenía el humo endulzado. Al momento se percató de que llegaba tarde y enfiló la cuesta que llevaba hacia Notre Dame.

3

L
a iglesia no quedaba lejos. Bordeó la catedral y cruzó por el puente rojo que unía la Cité con la isla de Saint-Louis. Le gustaba atajar por aquel terruño que llevaba décadas en obras. Durante siglos se la conoció como «Île aux Vaches» —por ser las vacas las únicas que la habitaban—, pero un avispado contratista se percató de que su cercanía al centro de la ciudad le auguraba un futuro próspero y comenzó a levantar un edificio tras otro. Matthieu pensó que sería un buen lugar para vivir, aun mejor que el palacete del tío de Nathalie al que la soprano se refería con sorna.

Llegó al templo por la parte de atrás. Lo rodeó y se detuvo bajo las seis imponentes columnas que guardaban la escalinata de entrada. La música crecía en el interior. Charpentier estaba allí, y al parecer especialmente inspirado. Era tanta la intensidad del órgano que parecía que fuesen a romperse las cristaleras. Escuchó unos segundos antes de entrar. Le gustaba oírle tocar retazos de sus nuevas composiciones. Jugaba a completarlos en su cabeza y, pasado el tiempo, comprobaba si el resultado final de la obra se asemejaba en algo a lo que él había imaginado. Cuando empujó el portón le atravesaron el pecho las cuatro líneas melódicas que su tío era capaz de interpretar al mismo tiempo, utilizando las manos y los pies como si fuesen unas piezas más de aquel complejo engranaje de fuelles y tubos.

Subió por la angosta escalera de caracol que llevaba hasta la galería donde se encontraba el órgano. Charpentier estaba volcado sobre el teclado. Matthieu se acercó despacio y permaneció de pie sin interrumpirle.

—Debería haber terminado esta misa hace días —se quejó el maestro de repente, sin despegar la mirada de lo que estaba haciendo.

—Tomáoslo con calma.

—Me están presionando, y no me gusta sufrir presiones cuando trabajo.

—¿Quién os presiona?

—Los jesuitas. Me prestan este órgano y ahora me piden a cambio, ¡me ruegan! —subrayó con ironía, volviéndose hacia su sobrino con gesto de enfado—, que componga los intermedios musicales para las representaciones teatrales de su colegio Louise-le-Grand.

—El teatro florece en Francia y la orden también querrá estar presente en ese terreno.

—No es propio de los hombres de Dios. Tendrías que ver sus puestas en escena y decorados. ¡Son los más suntuosos de París!

—Tampoco pasa nada por que les compongáis alguna melodía. O mejor, utilizad alguna que hayáis despreciado y cobradles una buena suma…

—No es por lo que me vayan o no a pagar. Simplemente no quiero formar parte de esa farsa. No hacen ni religión ni política…

Calló de repente y se concentró en su composición. Tachó un tresillo de corcheas que acababa de escribir. Lo hizo con un movimiento nervioso, emborronando aún más la partitura.

—¿Es a cuatro voces? —preguntó Matthieu, desviando la conversación y acercando la vista al papel por encima del hombro de su tío.

—Cuatro voces, cuatro violines, dos flautas y dos oboes —le respondió Charpentier, dedicándole una primera sonrisa.

—Flautas y oboes en una misa… —murmuró Matthieu, fascinado.

—He escogido esos vientos por su parecido con algunos registros del órgano. Quiero varios músicos interpretando simultáneamente esta obra, no un solo organista que se ocupe de todas las líneas melódicas.

—Y el resultado final se poblará de matices…

Charpentier recordó los tiempos en los que su sobrino acudía a escuchar cómo tocaba el órgano sin otra preocupación que evitar que su padre se enterase. Ahora Matthieu tenía más o menos la misma edad que él entonces. ¡Cómo había cambiado! Se reconocía a sí mismo quince años antes: el mismo ímpetu desbordante, la sensibilidad que envolvía cada movimiento imperceptible de sus manos, como en aquel mismo instante, mientras leía la partitura.

—Quedará perfecta —comentó Matthieu tras examinar las páginas que se extendían por el atril.

El compositor depositó con cuidado el carboncillo sobre la tecla blanca de un
la
agudo, entre las teclas negras del
sol
sostenido y del
si
bemol. Se giró en su banqueta y repitió unos movimientos con el cuello, relajando la tensión que acumulaba cuando no acertaba a terminar un pasaje.

—¿Vienes de la escuela de música?

—Hoy no he ido —contestó Matthieu de forma despreocupada, simulando concentrarse de nuevo en los pentagramas atiborrados de trazos sólo inteligibles para ellos.

Charpentier le dedicó su mirada más severa.

—¿Le has dicho ya al maestro Lully que eres mi sobrino?

Se refería al director de la Academia Real de Música, quien a su vez había habilitado un edificio para que algunos maestros impartiesen allí sus clases particulares a fin de tener controlados desde el principio a los nuevos talentos de la interpretación. Lully era el compositor más afamado de la época; se había convertido en consejero personal del Rey Sol y, con ello, en la persona más influyente de la música en Francia.

—¡Parece que queréis que me expulse! —se quejó Matthieu con un tono que sonó un tanto infantil, dándole la espalda como si hubiese sufrido una afrenta.

—¡Me prometiste que lo harías! Además, ¿para qué lo necesitas? Abandona su escuela y termina con ese problema. Yo te he enseñado más de lo que un millón de Lullys podrían enseñarte.

—No acudo a su escuela porque necesite aprender a tocar.

—Esas malditas cortesanas te tienen sorbido el seso, y nombro el seso por no apuntar más abajo.

—¡Por favor! Sabéis que quien toca en Versalles tiene abiertas las puertas de Europa, y quien se enfrenta al maestro Lully sólo ve abierta la trampilla de un pozo ciego. ¡Necesito su favor para entrar en la corte! ¿Acaso queréis que me ocurra lo que a vos?

Charpentier sufría cuando Matthieu le hablaba así. Los cortesanos habrían terminado aceptándole aun siendo un protegido de la duquesa de Guise, tal era la calidad de sus composiciones; pero Lully, temeroso de que le arrebatase su podio, se había ocupado de que siguiese apartado de la corte.

—Habla con Lully —le suplicó—, y que sea lo que Dios quiera. Pero no sigas con esta mentira. Confío en que ese engreído no sea tan estúpido como para desperdiciar tu talento por el mero hecho de que seas mi sobrino.

«No os subestiméis», pensó Matthieu. La enemistad entre los dos compositores se había acrecentado con los años. Más aún desde que el popular Moliere escogió a Charpentier para poner música a sus comedias tras discutir con Lully, con quien ya había trabajado antes. El joven y ambicioso Matthieu tenía claro que todo músico que conquistaba al maestro Lully también conquistaba al rey. Al fin y al cabo, ambos crecieron juntos. Lully llegó a París con catorce años, poco después de que Luis XIV ascendiera al trono. Ya entonces era un fantástico violinista y un buen bailarín, lo que le permitió compartir escenario con el propio rey en el Ballet Royal de la Nuit. Con el tiempo se le concedieron múltiples privilegios. La monarquía acrecentaba su prestigio y el Rey Sol ambicionaba una alianza inquebrantable entre la música y el poder, por lo que convirtió
a
Lully en su consejero. No pareciéndole suficiente, creó la Academia Real de Música y le nombró director, un cargo que ejercía de forma tan tiránica que incluso había llegado a prohibir cantar sin su permiso cualquier pieza musical, tanto en verso francés como en otras lenguas, bajo pena de una multa de diez mil libras. Por eso Matthieu, tras comprobar que Lully aplicaba esa despótica actitud a todos sus actos, ni siquiera consideraba la idea de desvelarle que era sobrino de su eterno enemigo.

—Creí que Jean-Claude estaría con vos —dijo Matthieu mientras se asomaba a la nave y repasaba uno por uno los bancos esperando encontrar allí a su hermano.

—Ha venido y se ha marchado al momento —se quejó Charpentier—. Me habría gustado tenerlo a mi lado durante la composición de esta misa. Disfruto consultándoos algunos giros, me satisface ver cuánto habéis aprendido, pero Jean-Claude también se está alejando de mí, como tú. ¡Vaya par de desagradecidos!

—Sé que no pensáis lo que decís.

—¡Pues claro que no! —estalló—. ¡Y menos aún con relación a tu hermano! Él al menos sigue mis consejos y realiza sus aspiraciones musicales lejos de la corte. Jamás se inscribiría en la maldita escuela de Lully.

—¿Qué hay detrás de vuestros enfados? Algún día tendréis que decírmelo.

Charpentier tragó saliva y desvió la mirada.

—Me indigna comprobar que después de haberte enseñado tanta música te he fallado en lo esencial. ¿Cómo aprovecharás mis conocimientos en el futuro? ¿Componiendo melodías acarameladas para que el rey Luis seduzca a madame de Maintenon?

—¿Ha dicho Jean-Claude adónde iba? —preguntó Matthieu obviando la indignación de su tío—. Creía que quería verme…

—Ha dejado esa nota.

Señaló con cierto desprecio hacia una pequeña repisa situada en un extremo del teclado. Matthieu desplegó el papel despacio, como si adivinase que encerraba algo inesperado.

—Dice que me espera en la cantina del Mercado Nuevo. ¿Qué demonios hace allí?

Charpentier no contestó. No quería seguir hablando con su sobrino. De un tiempo a esta parte hablar significaba discutir. Cuando veía en lo que se estaba convirtiendo sentía una presión en el pecho que sólo cedía cuando le escuchaba tocar. Matthieu estaba cegado con las mieles de Versalles, con su lujo abigarrado, sus perlas y sus sedas bordadas con hilo de oro; pero también era capaz de extraer del violín verdaderos lamentos, y suspiros de gozo y gritos de emoción, era capaz de convertirlo en un objeto frío como el hielo o hacer creer a quien asistía a su interpretación que el instrumento estaba a punto de prender en llamas. Charpentier discutía con Matthieu porque le quería. Era su pupilo, en quien había depositado su esencia.

El maestro se giró hacia la partitura, meditó un instante y volvió a escribir al final del pentagrama el mismo tresillo de corcheas que antes había borrado, dotándole de una armonía arriesgada. Después le añadió un silencio y, tras sostener el carboncillo suspendido unos segundos a escasos centímetros del papel, dibujó con mimo la circunferencia de la nota tónica.

—Ahora sí que tengo un final —se congratuló—. Ahora sí. ¡A… ho… ra… sí!

Releyó lo que había escrito, cerró los ojos, tomó una bocanada de aire y pulsó en el órgano siete teclas que despertaron un acorde atronador.

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