Damiani, por su parte, encabezó casi un regimiento entero de esbirros, para cumplir con la muy ardua operación contra Di Blasi. Porque con el abogado Di Blasi era preciso ser cautos, en razón de las consideraciones debidas a su rango y a su fama y, sobre todo para no darle tiempo a destruir los documentos que en su poder debían hallarse, puesto que si no era el cerebro de la conjuración, sin duda debía ser uno de los peces gordos.
Di Blasi no se hallaba en su casa. Finalizada la reunión de los
oreteos
, en compañía del barón Porcari y de don Gaetano Jannello, que intervenían en la conspiración, había salido para dar un paseo por la calle que bordeaba el mar. Era una noche espléndida, dulcísima y, como en cada primavera, se reiniciaba la costumbre del paseo en aquel lugar. Damiani se alegró de que así fuese. Hizo que los esbirros se apostaran en los alrededores y él mismo se ocultó en el portal de la casa que enfrentaba a la de Di Blasi; al portero le ordenó dejar el puesto e irse a dormir.
Así, todo se tornaba más simple. Y de ese modo, luego de una hora casi, mientras el
volante
que lo precedía con la antorcha en mano estaba a punto de abrir la puerta, Di Blasi se encontró con Damiani a su lado y los esbirros a su alrededor. Tuvo un asomo, apenas un asomo de desvanecimiento, un leve vahído. Pero de inmediato, con total lucidez, vio que había perdido la partida y que su destino se cumplía.
—Si en esta circunstancia mi palabra valiese de algo, os la empeñaría para aseguraros que en mi casa no hallaréis ningún papel digno, por así decir, de vuestra atención. —La luz de la antorcha caía sobre la acentuada palidez de su rostro, pero estaba sereno, hablaba con ese tono límpido y profundo que Damiani le había admirado durante los procesos, en las conversaciones; en sus palabras afloraba el matiz irónico que las personas que vigilan sus sentimientos ponen en cada cosa—. Ocurre que no querría perturbar a mi madre a estas horas y con la presencia de todos estos bravos —señaló a los esbirros.
—Lo siento —respondió Damiani y lo sentía de verdad, puesto que en esta tierra nuestra, hasta entre los criminales contra el Estado y los fiscales, la madre establece un lazo estrecho de total comunión.
—Venid —dijo Di Blasi; comenzó a subir la escalera, precedido por el
volante
que se ocupaba de encender las luces, y seguido por Damiani y los esbirros.
Se encaminó hacia su estudio. Allí estaba su madre: de pie en el centro del cuarto, una mano sobre el corazón, parecía una estatua de ceniza en la que sólo vivía la febril ansiedad de la mirada. En el aire flotaba un olor de papeles quemados. Con la llegada de Damiani durante la ausencia de su hijo, sin duda había intuido los motivos por los que buscaban a Francesco Paolo, y había bajado al estudio para quemar los papeles que creyese comprometedores para su hijo. ¿Pero comprometerlo en qué? Ella nada sabía de la conjuración y tampoco había en el estudio un solo trozo de papel que tuviese algo que ver con esos planes. «Quién sabe qué es lo que ha quemado y ahora éste ha comenzado a desconfiar»: observaba a Damiani, que ya había alzado la nariz y husmeaba.
Di Blasi se sintió lleno de sorda irritación. «Nuestras madres que lo presienten todo, que lo saben todo... y que no hacen más que complicar las cosas.» Y de su irritación surgió el porte rígido y la fría apariencia que las circunstancias sombrías le estaban exigiendo.
—Estos señores deben demorarse aquí, por unos momentos. Es el deber que les compete... Una pesquisa...
Doña Emmanuela asintió: miraba a su hijo a los ojos y sacudía la cabeza gris para decir que sí, que comprendía, que siempre había comprendido. El hijo pensó: «El destino; eso es lo que siempre ha comprendido: el destino, el dolor y la muerte a quienes su vida se ha mantenido ligada.» Pero doña Emmanuela también comprendía que su hijo deseaba alejarla en ese momento, que un hombre tiene el derecho de estar solo cuando se halla frente a su propio destino, cuando se halla frente a la traición, a los esbirros, a la muerte. Y dijo:
—Iré a mi cuarto. Me harás llamar, si necesitas de mí.
Se volvió para marcharse.
—Gracias —respondió el hijo.
Esa fue la palabra que en los años que le quedaron de vida germinó en su corazón, convertida en un prolongado, demencial coloquio. En el umbral, doña Emmanuela se detuvo durante unos instantes. «No te vuelvas», rogó en silencio el hijo. El corazón le batía como cuando en sueños, sobre el borde de un abismo, te coges de una rama endeble o de cualquier mata. Cerró los ojos. Al volver a abrirlos, su madre ya no estaba allí, para siempre.
Damiani se había acercado a las gavetas del escritorio. No estaba convencido de que fuese a hallar algo, pero el deber era el deber. Revisaba, una a una, todas las cartas, las deletreaba como si murmurara un avemaría, pero desilusionado de su contenido, un tanto nervioso. Los esbirros lo rodeaban sin tener idea de dónde meter mano. En determinado momento, el fiscal ordenó:
—Los libros, tirad al suelo los libros ¿o creéis que podré quedarme aquí un mes entero?
Di Blasi se sentó casi en el centro de la habitación, frente a los anaqueles de nogal oscuro de donde los esbirros tiraban los libros, a brazadas, al suelo. Los iban dejando acumularse cerca de él.
«Los libros, tus libros —se dijo Di Blasi, para reírse de sí mismo, para hacerse daño—. Viejos papeles, viejos pergaminos y tú los habías hecho objeto de una pasión, de una manía... Para esta gente tienen menos valor que para las polillas; las polillas, al menos, se los comen. Tampoco para ti tienen valor ahora, no te servirán más, admitiendo que alguna vez te hayan servido de algo. Que te hayan servido para otra cosa que no sea haberte reducido a esta condición. De cualquier modo, tendrías que haberlos regalado, ahora o dentro de veinte años, a un pariente, a un amigo, a algún criado... Sí, quizá podías habérselos entregado al joven Ortolani, que los ama tanto como tú y tal vez más que tú... No, no más que tú: los ama de modo distinto, con amor de erudito; para él no existe el peligro de ir a dar al sitio al que tú irás a dar. Pero ahora no puedes hacerlo. Estos libros pertenecen al rey contra el cual conspirabas, es decir que pertenecen a los esbirros. Míralos bien, por última vez... Allí están los
Opuscoli
en los que has escrito acerca de la igualdad de los hombres; allí está la obra de Solís, que te ha hecho soñar con América. Allí, la
Enciclopedia
: uno, dos tres...» —contó los volúmenes a medida que los esbirros los apilaban—. «Ariosto: “
Oh gran contrasto in giovenil pensiero, / Desir de laude et impeto d'amore...!”
[7]
Pero estos versos no, estos versos, no... Aquí llega Diderot, cinco volúmenes, Londres, 1773.» Estiró el pie hacia la pila más cercana para hacerla caer. Damiani, que no le perdía de vista aunque continuase leyendo las cartas que sacaba de las gavetas, se alarmó, lleno de desconfianza. Dio orden a los esbirros para que revisaran, página por página, los libros que Di Blasi había hecho caer.
«Idiota», pensó Di Blasi,
«
¿no comprendes que he comenzado a morir?»
—Es un asunto poco claro: el abate Vella ha ido a verme y me ha contado una historia incomprensible, que no pertenece al cielo ni a la tierra... Yo creo que al pobrecito todas estas alternativas de sospechas, acusaciones, pericias y demás le han oscurecido el entendimiento. —Monseñor Airoldi parecía un muerto que hubiese salido de su sepultura y, a su modo, daba noticia a los curiosos, que no eran pocos, de lo que había ocurrido entre él y el abate.
Las paredes, ya se sabe, tienen oídos. De aquella conversación a solas, en la habitación del prelado, ya estaba enterada toda la ciudad de Palermo.
Monseñor había dejado de salir durante algunos días, pero en esos momentos, descubierta ya la conspiración del abogado Di Blasi, confiaba en que la gente hubiese olvidado la historia de los códices falsos y de la confesión del abate y se había arriesgado a salir. Pero después de breves encuentros con tres o cuatro personas, se había convencido de que el suyo había sido un grueso error. Por cierto que todos los palermitanos estaban pendientes de aquel gordísimo acontecimiento, pero también se hallaban dispuestos a dejárselo caer de la boca, como el perro de Fedro, para hincar el diente en las magras pantorrillas del atribulado monseñor Airoldi.
—Sí, de su confesión se deduce que ha falsificado algo —admitía monseñor—, pero no he comprendido bien a qué se refería. Tal vez se trate del
Consejo de Egipto
... En fin, sea como fuere, podéis estar bien seguros de que el códice del
Consejo de Sicilia
es auténtico. ¿O acaso no habéis asistido a aquella prueba pública?
Había iniciado tratativas con el abate para lograr que no admitiese que había corrompido el códice de San Martino y que había hecho una falsa traducción, puesto que en el códice de San Martino, a modo de título, se leía:
«Codex diplomaticus Siciliae sub saracenorum imperio ab 827 anno ad 1072, nunc primum depromptus cura et studio Airoldi Alphonsi archiepiscopi Heracleensis»
.
[8]
A lo sumo, le autorizaba a admitir la falsedad del otro, en el que el arzobispo de Heraclea no quedaba comprometido
cura et studio
. A cambio, el abate Vella podría contar con la indulgencia de monseñor. Pero el abate no respondía que sí ni que no: permanecía encerrado en su casa. Cada vez que un mensajero de monseñor iba en su busca, se apresuraba a cambiar de tema de conversación o bien, con una silenciosa mueca, sonreía. Por estos motivos (los acontecimientos de aquella mañana sumados a las noticias que los mensajeros le llevaban), monseñor se sentía inclinado a considerar que el abate estaba loco de atar.
—Por cierto que sé menos que vosotros —decía monseñor—. Además, con todas estas cosas que ocurren...
Puntuales como golondrinas, hambres y mujeres de Palermo, sólo los de la zona alta, retornaban cada año al lugar «de la conversación» de plaza Marina. Los mismos nombres de siempre, las mismas caras. Y la misma y habitual comedia antigua de galantería y maledicencia, pero ahora complicada con los sucesos recientes. Y hasta podríamos decir enriquecida, porque la mayoría de esas personas experimentaban el regocijo que los acontecimientos terribles o vergonzosos suelen provocar en una sociedad ociosa, especialmente cuando los protagonistas de tales acontecimientos son individuos que pertenecen a la misma sociedad, a la misma clase. No obstante, al coincidir ese inicio de primavera con la Semana Santa, la ausencia de la banda en el palco y los colores discretos de los vestidos femeninos, con predominio del morado, insinuaban en esa dulce reunión de bellas personas un destello doliente y luctuoso.
—No vale la pena hablar sobre este tema —decía monseñor Airoldi— tanto más que aún no he logrado hacerme una idea clara. Este bendito abate, a mi parecer, ha sufrido tan grande perturbación por su enfermedad, se ha puesto tan extravagante... Además, tenemos otras cosas más graves, mucho más graves, entre manos, preocupaciones más urgentes...
—Santa Rosalía nos ha protegido —dijo la princesa de Trabia, casi suspirando.
—Figuraos: exactamente hoy hubiera estallado el tumulto —dijo la princesa del Cassaro, que en su calidad de mujer del pretor era la más informada.
—Pues yo diría que nos ha protegido Jesucristo —opinó el marqués de Villabianca— porque ésta es la semana de su pasión... Diría que ese joven platero, ese Teriaca, ha recibido la inspiración de confesar su culpa del propio Jesucristo... Oh, el Señor ha sido misericordiosísimo con nosotros: sobre todo si consideramos nuestras culpas, nuestras vanidades...
—Oh, sí, misericordiosísimo —confirmó con su voz quejumbrosa monseñor Airoldi.
—El Señor —intervino don Saverio Zarbo—, por así decir, estaba interesado de manera directa. Ya sabéis que, en los planes de aquellos pérfidos, las iglesias, antes que ningún otro lugar, estaban destinadas al saqueo.
—Pues sí que lo habían pensado bien —dijo la pretoresa—, con buen sentido, porque el Jueves Santo las iglesias ponen a la vista todos sus tesoros.
Este era un detalle de fineza propagandística de monseñor López, quien temía que el pueblo se sublevase y por ende había inventado una fábula que apelara en forma directa al sentimentalismo.
—Lo cierto es —dijo el príncipe de Trabia— que hemos dado a la serpiente el calor de nuestro seno... Pero yo puedo decirlo con la conciencia muy tranquila: este Di Blasi jamás me ha caído bien a mí.
—Es verdad: vuestra excelencia nunca le ha dispensado su confianza —dijo Meli.
Pero el príncipe no demostró demasiado aprecio frente a aquel testimonio y con frío tono de reproche observó:
—En cambio, vos le teníais en gran aprecio...
—Nuestra relación se limitaba al amor por la poesía únicamente —se excusó Meli.
—¿Vos creéis que ese hombre ama la poesía? ¿Que en un corazón negro como el suyo existe algún pequeño resquicio para el amor por la poesía?
—La amaba —interrumpió el abate Cari: parecía hablar consigo mismo, movía la cabeza asintiendo, absorto—. La amaba.
—Viejo chocho —murmuró el príncipe.
Meli se creyó autorizado para responder al abate:
—Ah, no, querido abate, ahora bien podemos decirlo; como con toda exactitud observa su excelencia, este hombre no ama la poesía, no puede amarla. No ha sido más que arrojar polvo a nuestros ojos, a los ojos de ingenuos como yo...
—Vos no amáis la poesía —afirmó el abate Cari, mirando a Meli con sus ojos casi apagados. Con esfuerzo se puso de pie y apoyado en su bastón se alejó a pasos inseguros.
—¿Yo? ¿Que yo no amo la poesía...? Pero ¿habéis oído a este viejo bobalicón? —preguntaba Meli, haciendo girar a su alrededor una mirada divertida que, en el fondo, dejaba ver un relámpago de terror—. Yo hago poesía y de mi poesía se seguirá hablando aun cuando de vuestro nombre no queden rastros ni siquiera sobre el mármol de la lápida que os pondrán encima después de muerto —decía, dirigiéndose a Cari, que ya estaba lejos.
—No la emprendáis con ese viejo: la cabeza ya no le da para más —lo consoló la pretoresa.
—Pero es que hay algo que no alcanzo a comprender: vos —dijo el príncipe de Trabia a Meli— lo frecuentabais, manteníais amistad con él... Por amor a la poesía, lo admito... También vuestra excelencia —se dirigía a monseñor Airoldi— mantenía con él cierta relación...